Trece

Se oyó un silencio estruendoso, luego la puerta se entreabrió.

—Sí, ¿qué desean? —dijo un hombre.

Hablaba bien nuestro idioma de origen, sin acento apenas, pero se notaba que no tenía la lengua muy acostumbrada a practicarlo. Deduje, por como sonaba, que era un miembro asalariado de la Patria, un purasangre. Y ni que decir tiene que en la Zona Siete no se ven muchos de esos —civiles, me refiero—, os lo aseguro. Me quedé de una pieza. Pensé que quizá el abuelo tuviera razón con lo de que eran espías.

El hombre era delgado como un espárrago y tenía el pelo cano. Sus canosas y pobladas cejas hacían de barricada única contra aquella amplia expansión de frente cubierta de arrugas que amenazaba con desmoronarse en una avalancha de ansiedad sobre el resto de sus facciones.

—No tenemos comida, ni nada de valor —dijo, farfullando—. No tenemos nada que darles, nada.

Pensé que el abuelo, al comprobar que aquel hombre era un purasangre de la Patria, se haría el duro. Pero se dirigió a él con voz amable.

—Soy su vecino, Harry Treadwell, y este es mi nieto, Standish Treadwell —dijo, tendiéndole la mano.

El hombre abrió la puerta lentamente.

Sentada en la mesa, justo en la misma posición en la que solía sentarse mi madre, había una mujer, delgada y muy bonita, y delante de ella, donde yo solía sentarme, un niño de mi edad. Guapetón, con las espaldas rectas, el pelo rubio oscuro y los ojos verdes.

—He pensado —dijo el abuelo— que era mi deber pasar a saludar y ver qué tal se habían instalado.

Llevé las flores y el pequeño cuenco con frambuesas a la señora. Ella las aceptó y a continuación hundió la cabeza en el ramo. Cuando se volvió de nuevo hacia mí tenía la nariz manchada de dorado polen y una lágrima le resbalaba por la mejilla. Tocó el cuenco de frambuesas con manos temblorosas.

Entretanto, noté que el niño no me quitaba el ojo de encima y me dieron ganas de sostenerle la mirada yo también, pero no lo hice; al principio, no. Sentí que las mejillas se me encendían, estaba incómodo, no acertaba a interpretar la escena que tenía delante de mí. Finalmente, le devolví la mirada, desafiante, suponiendo que aquel niño, al igual que mis compañeros de clase, pensaría que era un bicho raro en cuanto descubriera la impureza de mi tara.

Qué ojos más raros tienes.

Qué raro escribes.

Pero no, me miró con cara seria. Se puso en pie. Era más alto que yo. Al contrario que los dos adultos, no parecía nervioso. Se acercó a mí, con aplomo.

—Gracias —dijo—. Me llamo Hector Lush, y esto son mis padres.

Yo conocía a aquel chico.

Aunque sabía que no lo conocía. Nunca lo había visto antes.

El abuelo no se había movido de la puerta del sótano. Se quedó allí de pie, observando, sin perder detalle de nada. De repente dio media vuelta y puso sus zorrunas patas en polvorosa. Me llamó cuando ya estaba al pie de la escalera.