Fue idea mía llevar las flores y un cuenco con frambuesas a casa de los vecinos a modo de regalo. Pensé que podría ayudar con el asunto de la camisa. Cuando el abuelo y yo nos pusimos por fin de acuerdo, ya había sonado la sirena anunciando el toque de queda. Oímos uno de los coches patrulla blindados de los pulgones verdes que hacía su primera ronda de la noche, de modo que salir a la calle quedaba descartado, y la única manera de hacer una vista a cualquiera de las demás casas sin que nos vieran era bajar a la que yo llamaba Calle Sótano. La Calle Sótano consistía simplemente en una serie de agujeros excavados a golpe de piqueta en las paredes del sótano de las casas. Era una ruta de aprovisionamiento. El mejor modo de recoger madera y enseres de los edificios en ruinas sin que te vieran.
Nunca me gustó estar allí abajo. Me ponía los pelos de punta. Estaba oscuro, olía a humedad. Había montones de cosas con las que tropezarse.
Subimos por los peldaños que conducían a la puerta del sótano de la que había sido la casa de mis padres. Yo sabía lo que había al otro lado de aquella puerta sin necesidad de que nadie la abriera. Paredes estampadas con flores rojas y cestos rebosantes de frutas, paneles de madera roja que cubrían la parte inferior de la cocina; roja solo porque ese era el color de la pintura que habíamos conseguido agenciarnos gratis. El abuelo había rescatado la luz de la vieja comisaría de policía después de que la bombardearan. Todo eso y más sabía yo sobre la casa en la que había nacido.
Aun así, llamamos educadamente con los nudillos a la puerta.