El abuelo siempre me infundía seguridad. Puede que las paredes de nuestra casa fueran poco firmes, pero transparentes no eran: el abuelo se había hecho cargo de ello. Era un hombre muy astuto, un zorro. Andaba con la cabeza bien alta y siempre me decía que él no tenía más posesión en la vida que su dignidad, cosa que no estaba dispuesto a poner en manos de nadie. De ningún credo, iglesia o dogma. Nada escapaba a sus fulgurantes ojos grises. El abuelo era un hombre de mucho ver y poco hablar.
Cuando los nuevos vecinos se mudaron a la casa de al lado, dijo que él no pensaba ir a llevarles un cuenco de azúcar.
—¿Azúcar? —dije—. ¿Y por qué ibas a llevarles azúcar? Es oro en polvo.
El abuelo se echó a reír.
—Antes de la guerra, cuando en las calles había casas muy hermosas y no ruinas destrozadas por las bombas, lo normal era ser amable con los vecinos. Si alguien estaba necesitado, se le daba.
Me pareció una idea muy juiciosa, pero en la hilera de casas derruidas que formaban nuestra calle, no había nadie a quien darle nada. Cuando el abuelo decía que los Lush eran espías, yo sabía que era otra manera de decir que no quería que nadie se instalara allí. Aquella casa había sido de mis padres antes de que pasaran a ser seres inexistentes. Y el hecho de que alguien viviera en ella hacía su desaparición más definitiva. Era como si les cerrara los ojos, como si engrandeciera más todavía los interrogantes que rodeaban al Por Qué, como si los hiciera aún más inevitables. Por aquel entonces, mis padres llevaban desaparecidos más de un año. Hubo muchas otras desapariciones sin explicación: vecinos y amigos que al igual que mis padres habían sido borrados del mapa, cuyos nombres se habían olvidado, cuya existencia las autoridades negaban.
Se me ocurrió entonces que el mundo estaba lleno de agujeros, agujeros por los que podías caer y nunca más ser visto. No entendía que hubiera diferencia entre desaparecer y morir. Las dos cosas me parecían lo mismo, las dos dejaban agujeros tras de si. Agujeros en el corazón. Agujeros en la vida. No era difícil contar los agujeros que nos rodeaban. Era evidente cuando se habría uno nuevo. Se apagaban las luces de la casa en cuestión, y más adelante la casa en sí saltaba en pedazos o la demolían.
El abuelo siempre sospechó que los principales informadores de nuestro vecindario vivían en las casas pecho de gallo que había en lo alto de la calle, en el extremo opuesto de donde se alzaba el palacio. Aquellas sólidas viviendas, intactas todavía, estaban especialmente reservadas para las Madres por la Pureza. Gente como la señora Fielder y las brujas de sus amigas. Gente que realizaba un inestimable trabajo para los pulgones verdes y los hombres de los de los abrigos negros de piel, que espiaban a sus vecinos a cambio de leche infantil, de ropa, de todos aquellos pequeños extras para los que los simples ciudadanos muertos de hambre y reacios a cooperar como nosotros hacíamos cola cada día.
Le pregunté al abuelo por qué un espía iba a saber cómo quitar las manchas de frambuesa de una camisa y dejarla blanca otra vez.
—No tiene por qué —me contestó—, pero quizá ella siendo mujer lo sepa.
No me pareció una respuesta muy congruente, pero el abuelo estaba muy gruñón desde hacía un tiempo, desde que la familia aquella se había mudado a la casa de al lado. Gruñón en el sentido de cascarrabias, cosa que el abuelo no era casi nunca.
—Se nos ha complicado la vida —decía.
Yo entonces ignoraba la vidilla que aquel viejo zorro tenía en el cuerpo. Qué bien escondido lo tenía.