El muro de ladrillo terminaba al final de nuestra calle, donde se alzaba ese enorme y absurdo palacio en lo alto de la colina. Cuando era pequeño, estaba convencido de que aquel edificio lo habían levantado con los bloques de construcción de un gigante, porque parecía completamente desproporcionado para le barrio. El abuelo decía que aquel lugar estaba encantado.
Esto que os voy a contar ahora es un hecho verídico. Hace mucho tiempo, a cierta lumbrera se le ocurrió levantar un edificio en honor no sé si a una reina o a una batalla, no recuerdo bien, pero tan olvidada la una como la otra. Según el abuelo, que era un aficionado a indagar sobre la historia local, aquella colina, hace ya muchas lunas, tenía en su cima un pozo muy hondo, que era custodiado por tres brujas y conocido por las mágicas propiedades curativas de sus aguas. Las brujas decretaron que aquel lugar era sagrado y, si alguien manipulaba el pozo, una maldición caería sobre aquellas tierras. Eso fue antes de que se llevaran a rastras a las tres sabias brujas para quemarlas en la hoguera.
Años más tarde, un vejete con dinero a carretadas y una reina o una batalla que conmemorar clausuró el pozo tan campante y levantó aquel monstruoso edificio encima.
El primer palacio se quemó el mismo día de su inauguración. Luego, como si no hubiera bastado con eso para darles la razón a las brujas, al vejete con dinero a carretadas no se le ocurrió otra cosa que levantar aquella monstruosidad de nuevo. Como diciendo: que le den a las supersticiones. Pero el caso es que, según el abuelo, las brujas van sobradas de tiempo y pueden vengarse cuando les venga en gana. El ojo de cristal del feo y viejo palacio seguía vigilando desde el otro lado del prado.
¿Y qué hacía yo pensando en aquellas cosas cuando estaba atrapado al otro lado del muro, negándome a soltar las flores, la camisa con las frambuesas o la pelota aplastada? Pues hacía tiempo para serenarme, para pensar, y así, piensa que te piensa, encontré el modo de escapar.
Antes de que mis padres desaparecieran, oí una vez que papá hablaba con el abuelo de cierto túnel, excavado durante la guerra, que salía del refugio antiaéreo. Aquel túnel llevaba hasta el parque. Cuando mi padre y mi abuelo se percataron de mi presencia en la habitación, se pusieron a hablar en la Lengua Madre para que no les entendiera.
Sobre el asunto este de las lenguas he descubierto lo siguiente: cuando a uno no se le da bien ni leer ni escribir, desarrolla un oído superdotado para las palabras. Las palabras son como la música, se les puede extraer la esencia como quien exprime un jugo. Lo único que tenía que hacer era dejar la mente en blanco, sintonizar la retórica del discurso, y nueve veces de cada ocho adivinaba de lo que se estaba hablando.
Ni que decir tiene que cuando finalmente di con la trampilla que llevaba hasta aquel túnel, casi me pongo a dar saltos de alegría. Allí estaba, enterrado bajo un manto de enmarañada vegetación. Aquel túnel llevaba oculto tanto tiempo que tuve que emplear todas mis fuerzas para conseguir que la naturaleza devolviera aquello que creía de su pertenencia.
Me sentí como el dichoso Santa Claus cuando deposité aquel presente sobre la mesa de la cocina.
El abuelo se quedo atónito.
—Mira, muchacho, hay dos deseos que me vienen a la cabeza en este instante. El primero, saber como se prepara una confitura de frambuesas, y el segundo, saber cómo demonios nos las vamos a ingeniar para que esa camisa tuya, tu única camisa, vuelva a ser blanca otra vez.
En otro tiempo quizás habría pensado que alguien oyó las plegarias del abuelo y las atendió. Pero ahora sé que la cosa tuvo más bien que ver con el azar. Hector y su familia acababan de instalarse en la casa de al lado. El abuelo estaba convencido de que nuestros nuevos vecinos eran espías, y si lo eran, según él, tenían que saber que había que hacer para que una camisa manchada de frambuesa volviera a ser blanca otra vez. Y, en fin, así fue como empezó todo.