Delante del despacho del director había un asiento, un banco largo, de madera dura, de esa que se clava en las posaderas, que para colmo de males era demasiado alto. Pensé que esa debía ser la gracia del asiento: hacer que te sintieras pequeño e insignificante allí sentado, con los pies colgando y las escuálidas rodillas rojas como la grana. Además, desde allí, lo único que oías era el rumor de los compañeros de clase, que casi ni a respirar se atrevían. Esperé sentado en el banco a que sonara el timbre anunciando que el señor Hellman tenía a bien recibirte. Esperé oyendo el tiempo pasar gota a gota.
Antes de que Hector entrara en este colegio, yo lo detestaba. Pensaba que lo habían inventado solo para que los matones, que tenían el cerebro del tamaño de una cagarruta de perro seca, pudieran moler a palos a los niños como yo. Un niño con los ojos de distinto color, azul uno, marrón el otro, y que ostentaba el dudoso honor de ser el único de todos los quinceañeros de su clase que cometía faltas de ortografía, que no sabía escribir.
Sí, lo sé.
Standish Treadwell es tonto a morir…
La de veces que aquellos matones me habían cantado esos versitos los muy capullos, incitados por el cabecilla de la cámara de tortura, el creído de mierda de Hans Fielder. Hans se sabía importante. Delegado jefe de la escuela, ojito derecho del profe. Llevaba pantalones largos, como todos los de su pandilla. Ni que decir tiene que en aquel colegio nuestro no había muchos que llevaran pantalones largos. Los que los llevaban se las daban de importantes. El pequeño Eric Owen los llevaba cortos como el resto de nosotros, pero él, que era un enclenque, conseguía alargárselos haciendo todo lo que el gallito de Hans Fielder le ordenaba. De ser perro, el Pequeño Eric habría sido un terrier.
Su misión principal consistía en vigilarme para ver que camino tomaba cada día al volver a casa y darle la señal a Hans Fielder y sus secuaces. Los sabuesos necesitaban carnaza. Y se lanzaban a la caza. Siempre terminaban por pillarme y darme una paliza, cada puñetera vez. Pero no creáis, yo les plantaba cara, vaya que sí. Aunque muy fácil no lo tenía porque eran siete.
El día que conocí a Hector me habían acorralado bajo el túnel del viejo ferrocarril que hay cerca del colegio. Hans Fielder estaba convencido de que ya me tenía en el bote, que yo no iba a encontrar escapatoria a menos que quisiera jugarme la vida, puesto que al final del túnel había un letrero. No hacía falta saber leer para entender el peligro del que advertía aquel cartel. Tenía pintada una calavera con unos huesos cruzados, es decir: si te acercas, eres hombre muerto.
Aquel día, atrapado allí abajo en el maldito túnel, mientras Hans Fielder y los canallas de su pandilla me hacían burla y me lanzaban piedras, deduje rápidamente que quizá lo más seguro fuera echar a correr entre la crecida hierba que había al otro lado del letrero y jugarme el pellejo. No había alambradas de espinas ni nada por el estilo que vallara el paso. La señal por sí sola tenía tanta potencia como mil espantapájaros.
Eché a correr a través del túnel con todas mis fuerzas, pasé de largo el letrero y seguí avanzando, convencido de que al final me iba a encontrar con un campo de tiro. Al menos sería una muerte rápida. Mis padres habían desaparecido y el abuelo… bueno, en al abuelo preferí no pensar en aquel momento. Porque el abuelo era la única persona que aún tiraba de mi fuerza de gravedad. Miré de reojo a mis espaldas, suponiendo que vería a Hans Fielder y los capullos de sus compinches siguiéndome. Pero lo que vi fue una mancha borrosa de muchachos que se perdían en la distancia.
Hice un alto junto a un enorme roble, mareado y sin resuello. Cuando conseguí recuperar un poco el aliento caí en lo que acababa de hacer. Esperé un rato. Si los pulgones verdes aparecían, pondría las manos en alto y me entregaría.
Tomé asiento, con el corazón como un huevo dando saltos en un cazo de agua hirviendo. Y entonces fue cuando la vi. Era una pelota roja. Una pelota de fútbol algo deshinchada, pero con forma todavía. Me la metí en la cartera del cole, como premio a mi valentía. Pero ahí no se acabó la cosa; al seguir avanzando por aquella vía férrea en desuso, un trecho más adelante, descubrí unas matas de frambuesas, repletas a estallar de bayas. Me quite la camisa, até las mangas una con otra y llené el hatillo de frambuesas hasta que no cupo otra más dentro. Entretanto no dejaba de pensar que en cualquier momento iba a venir un pulgón verde a echarme el guante.
Me había acercado al muro que corre paralelo a la vía férrea. Si tuviera que describir el muro con una sola palabra sería esta: «impenetrable». ¿Veis?, puede que cometa faltas de ortografía, pero tengo un vocabulario muy amplio. Colecciono palabras: son golosinas en la boca del sonido.
Aquel puñetero muro, que se alzaba al fondo del jardín de mi abuelo, era tan alto que no se veía al otro lado. Quién iba a decirme a mí que detrás de él se escondía un prado silvestre repleto de flores. Las mariposas bailaban el fandango como su la naturaleza estuviera celebrando un banquete de extranjis. Era la primera vez que veía aquel prado, pero, caray, era para quedarse turulato de bonito. Vaya, pensé, si la humanidad entera desapareciera por un agujero, ya sé quien sería el encargado de la fiesta de celebración.
¿Por qué detenerte ahora, Standish? Tienes las frambuesas, la pelota… ¿Por qué no las flores?
Tontolaba. Mi cabeza de chorlito no había caído hasta ese momento de que no tenía ni remota idea de como iba a saltar el muro. Me vi con la mierda al cuello y los bolsillos llenos de piedras. Es decir, que no sabía como iba a saltarlo. Lo preocupante no era su altura, sino los cristales de encima, cristales de esos saja arterias. Imposible saltarlo y pensar que ibas a salir del intento con las manos intactas.
Jobar. Tenía dos alternativas: volverme por donde había venido, cosa que no pensaba hacer; o…
… Standish, venga, dime cual era la otra.