El pasillo olía a desinfectante, a leche, a orines de niño y a abrillantador del suelo. Los fluorescentes me dieron sensación de soledad. Brillaban demasiado, sacaban todo a la luz. Hacían que la sensación de vacío pareciera diez veces peor, ponían de manifiesto que Hector no estaba allí conmigo. Una puerta de cristal se cerró bruscamente y la señorita Phillips, miembro del equipo directivo del colegio, salió de su despacho con una taza en la mano.
—¿Qué haces, Treadwell?
La señorita Phillips hablaba con voz seria y seca, pero yo la había visto en las colas como todo el mundo, buscándose la vida como podía. Recorrió el pasillo con la mirada y luego levanto la vista hacia la cámara, que giraba en el sentido de las agujas del reloj. Esperó a que el ojo que todo lo veía se volviera hacia otro lado y luego, sin decir una palabra, me hizo el nudo de la corbata y me abrochó los botones de la camisa como es debido. Después echó un vistazo a la cámara, se llevó un dedo a los labios y esperó a que el objetivo se volviera hacia nosotros antes de decir, con la voz seria y seca de siempre:
—Muy bien, Treadwell. Así es como espero verte llegar a la escuela cada día.
Nunca habría pensado que la dura señorita Phillips tuviera un fondo tan blando y tan tierno.