Seis

Yo no le gustaba al señor Gunnell. Creo que era algo personal. Con el señor Gunnel todo es siempre algo personal. Me veía como una afrenta personal a su inteligencia. A su inteligencia, a su sentido del orden y a su dignidad. Y para dejar bien claro ante el mundo entero la afrenta que yo suponía, me tiró de la corbata y me deshizo el nudo. Cuando cerró la puerta del aula detrás de mí, vi que tenía aquella sonrisita suya en los labios, la lengua asomando.

Lo de la palmeta me daba igual. Y que me hubiera dejado las manos escocidas también. El tirón de orejas ya no me daba tanto igual. Lo del director era lo que me tenía algo preocupado. Yo entonces no sabía la que se estaba armando, ni hasta que punto se estaba armando.

Aunque puede que algo me oliera cuando el señor Gunnell me deshizo la corbata, el muy imbécil. Veréis, el caso es que yo soy incapaz de hacerme el nudo de la corbata, y el señor Gunnell lo sabía perfectamente.

Aquel nudo llevaba un año entero sin deshacerse: todo un récord para un servidor. Nunca había logrado mantenerlo intacto tanto tiempo. De hecho, la tela de la corbata estaba tan brillante que me bastaba simplemente con correr el nudo y abrir el hueco necesario para meter la cabeza y luego devolver el nudo a su sitio como tal cosa; impecable me quedaba. Bueno, al menos esa era la intención. Si había llevado el nudo tan bien hecho en todo ese tiempo era gracias a Hector. Hector no permitía que ningún niño se metiera conmigo. El tiempo de los tormentos había quedado atrás, creía yo. Pero al verme aquel día con el nudo deshecho, con aquella puñetera soga colgada al cuello, ganas me dieron de dejarme caer resbalando por la pared y tirarme al suelo, de dejar que las lágrimas salieran a hacer ejercicio por una vez. Veréis, el caso es que no podía presentarme en el despacho del director sin corbata, imposible. Antes me tiraba de cabeza por la ventana. Igual el nudo se me deshacía durante la caída. O, con la conmoción del golpe, igual resulta que se me había olvidado atarme el nudo.

Creo que, para ser sincero, yo en aquel instante ya sabía que el asunto de la corbata y la pérdida del nudo eran lo de menos. La pérdida que no podía soportar era la de Hector. Si al menos hubiera sabido adónde se lo habían llevado… Si al menos hubiera sabido que se encontraba bien, entonces quizá el nudo que me atenazaba el estómago —y que cada día apretaba más— habría desaparecido.