Cinco

No tenía escapatoria. Me había confiado demasiado. Estaba acostumbrado a que Hector me avisara siempre que se avecinaba algún peligro. Pero, perdido en mi fantasía como estaba, olvidé que Hector ya no se encontraba a mi lado. Estaba solo ante el peligro.

El señor Gunnell me agarró de la oreja y me la retorció con saña, con tanta saña que me saltaron las lágrimas. Pero no lloré. Yo nunca lloro. ¿De qué sirve llorar? El abuelo dice que, si se pusiera a llorar, lo mismo ya no podría parar; había demasiadas cosas en la vida por las que llorar.

Creo que el abuelo tenía razón. Agua salada desperdiciada en turbias balsas, eso son las lágrimas. Las lágrimas lo arrasan todo, te atenazan la garganta, eso es lo que hacen. Me dan ganas de gritar. Las lágrimas, me refiero. Me costó lo suyo no tirar el trapo con tanto tirón de oreja, la verdad sea dicha. Intenté concentrarme en el planeta Juniper, el planeta que habíamos descubierto nosotros dos solos, Hector y yo. Íbamos a enviar al espacio nuestra propia misión, Hector y yo, y así el mundo se daría cuenta de una vez por todas de que no estaba solo en el universo. Estableceríamos contacto con los juniperianos, gente capaz de distinguir el bien del mal, capaz de liquidar a los pulgones verdes, a los hombres con abrigo de piel y al señor Gunnell, y borrarlos de la maldita faz de la tierra.

Hector y yo habíamos acordado no hacer un alto en la luna. ¿Quién quería detenerse allí cuando la Patria estaba a punto de plantar su roja y negra bandera en la plateada e inmaculada superficie lunar?