Pero lo que de verdad me dejó mosca fue pensar en lo lejano que debía de estar yo en aquel momento, a miles de kilómetros de allí. Ni siquiera me había dado cuenta de que le señor Gunnel venía hacia mí, y eso que entre su mesa y mi pupitre había una pista de aterrizaje de por medio. Me explico: yo me sentaba al fondo de la clase; por mí como si la pizarra hubiera estado en otro país. Veía las palabras como caballos de circo bailoteando arriba y abajo. O será que siempre desaparecían antes de que me diera tiempo a averiguar qué ponían.
Lo único que acertaba a leer era aquella enorme palabra estampada en letras rojas sobre la imagen de la luna. Esa sí que te saltaba a los ojos como un puñetazo: PATRIA.
Como yo era tonto, aparte de nada fácil de encasillar, llevaba ya tanto tiempo sentándome al fondo de la clase que creía haberme hecho prácticamente invisible. Solo cuando aquellos enormes brazos de tanque del señor Gunnell necesitaron ejercitarse un poco me hice visible.
Y entonces sí que vi yo también, pero las estrellas fue lo que vi.