Tres

No estaba prestando atención en clase cuando llegó el aviso del director. En ese momento yo y Hector estábamos en la ciudad que hay al otro lado del agua, en otro país donde los edificios crecen y crecen a lo alto sin parar, hasta que sujetan las nubes al cielo. Un país donde el sol brilla a tecnicolor. La vida la final de un arcoíris. Digan lo que digan, yo lo he visto en televisión. En ese país la gente canta por la calle; cantan incluso cuando llueve, cantan y bailan alrededor de una farola.

Aquí vivimos en la prehistoria. No cantamos.

El caso es que aquella era la mejor fantasía que había tenido desde la desaparición de Hector y su familia. Normalmente, intentaba no pensar en Hector. Prefería dedicar toda mi atención a imaginarme en nuestro planeta, en el planeta que habíamos creado entre él y yo: Juniper. Mejor soñar despierto que angustiarme por lo que pudiera haberle ocurrido a mi amigo. En fin, que aquella era la mejor fantasía que había tenido en mucho tiempo. Sentía a Hector a mi lado otra vez. Íbamos los dos montados en uno de esos Cadillacs enormes color de helado. Casi podía oler el cuero de los asientos. Azul brillante, azul celeste, azul de asientos de cuero. Hector iba sentado detrás. Y yo al volante, con el brazo apoyado en el cromo de la ventanilla bajada, conduciendo hasta casa para tomarnos unas croca-colas en una cocina reluciente con un mantel a cuadros y un jardín con un césped al que parecía que le hubieran pasado la aspiradora.

En ese momento creí oír que el señor Gunnell me llamaba.

—Standish Treadwell, al despacho del director.

¡Jobar! Debería haberlo visto venir. La palmeta del señor Gunnell hizo que se me saltaran las lágrimas; la descargó con tanta fuerza que hasta me dejó una tarjeta de visita en la palma de la mano: dos delgados y rojos verdugones. No es que el señor Gunnell fuera muy alto, pero tenía unos músculos que parecían como sacados de viejos carros de combate, y los brazos como carros de combate bien engrasados. Además, llevaba un tupé que parecía que tuviera vida propia, siempre luchando por no despegarse de aquella sudorosa y brillante coronilla. El resto de sus rasgos tampoco lo hacían muy agraciado que digamos. Lucía un oscuro bigotito que le caía como un moco hasta la boca. Solo sonreía cuando te estaba azotando con la palmeta: la sonrisa se le cuajaba en la comisura de la boca y dejaba asomar aquella reseca sanguijuela que tenía por lengua. Ahora que lo pienso, no estoy seguro de que la palabra «sonreír» sea la más acertada. Puede que fuera solo un rictus que se le formaba en la boca cuando estaba absorto en su afición favorita: hacerte daño. A él le daba lo mismo dónde diera la palmeta con tal de que cayera sobre carne y te hiciera saltar de dolor.

Veréis, cantar solo se canta al otro lado del agua.

Aquí el cielo se nos vino abajo hace ya tiempo.