5

—¿Lo notáis? —gritó Alya al viento.

—¿Notar qué? —preguntó a su vez Tohr, volviéndose sobre la montura del dragón para oír mejor a su oficial.

—Hay ojos vigilantes en el bosque, bajo nosotros —respondió la teniente al tiempo que se inclinaba hacia adelante en la silla de montar con cabida para tres personas.

—¿Qué habéis dicho? —inquirió el caballero que montaba tras ella, pero la mujer hizo caso omiso.

—No lo había notado —admitió Tohr.

Por un momento el dragón cesó su lento batir de alas y planeó en el aire nocturno por encima del bosque de Gunthar. Entonces volvió su enorme testa cubierta de escamas y miró a sus jinetes.

—Yo sí los noto —dijo el dragón y su voz resonó como un gran retumbo—. Y también los he visto: Dragones Plateados que acechan en la oscuridad. No les gusta que estemos aquí. —Dicho esto, el dragón volvió a batir lentamente sus enormes alas y los jinetes se vieron propulsados hacia atrás en la silla cuando el fabuloso animal se elevó en el aire para salvar una colina cubierta de árboles que apareció de pronto en la oscuridad.

Mientras giraban, Alya Hojaestrella echó la vista atrás y distinguió en el oscuro cielo otros once Dragones Azules; todos ellos llevaban una silla de montar para tres hombres, y volaban en perfecta formación, en cuatro grupos de tres. De vez en cuando, la luz de las estrellas arrancaba un destello a una hebilla o a una espuela, y eso era lo único que revelaba que los dragones portaban jinetes. La mujer se movió intranquila en la silla, tratando de aliviar su dolorida espalda. Las sillas de montar habían sido diseñadas en un principio para transportar tropas draconianas, por lo que eran de una incomodidad casi insoportable. Además, la pesada armadura de escamas de dragón que llevaba no facilitaba demasiado las cosas.

«Al menos —pensó—, no nos sigue ningún Plateado que intranquilice a nuestros Azules».

—¿Cuánto queda? —gritó el caballero sentado detrás de ella, y Alya no respondió, aunque ella se preguntaba lo mismo. El vuelo desde Qualinost estaba siendo el más duro que había realizado en su corta pero azarosa carrera como Dama de su Oscura Majestad, Takhisis. En silencio maldijo la escasez de Azules que sufrían últimamente; unos pocos años antes, los treinta y seis caballeros que componían la expedición habrían montado sus propios dragones, con arneses de batalla que eran un lujo comparados con estos malditos artilugios draconianos. Pero la llegada de nuevos dragones del otro lado del mar lo había cambiado todo. En ese momento, el número de Rojos y Azules disminuía rápidamente; los Negros se habían retirado a sus tenebrosos lagos y ciénagas; los Verdes se habían marchado nadie sabía adónde y los Blancos, lejos, en las regiones árticas no servían para nada.

Pese a que aborrecía navegar, Alya casi deseaba haber tomado un barco; pero, entonces, recordó lo peligroso que era últimamente viajar a Sancrist por mar. Su hermana más joven había perecido cuando el Donkaren, un galeón de la armada de los Caballeros de Takhisis, fue atacado por el Dragón Rojo, Pyrothraxus, frente a la costa de la isla Cristyne. Eso había ocurrido pocos meses antes, a principios de verano, y aunque las hojas de los árboles ya empezaban a adquirir una tonalidad dorada y rojiza, el dolor por la pérdida seguía siendo igual de intenso.

Un gruñido del dragón devolvió a Alya a la realidad. Debajo de ellos, almenas de piedra gris brillaban débilmente a la luz de las estrellas. Por encima de los árboles que coronaban una colina se alzaban las torres de un castillo solámnico. El dragón se aproximó a un tiro de lanza a las torres del castillo y, mientras lo sobrevolaban, Alya vio con regocijo las sobresaltadas caras de un grupo de soñolientos guardias que levantaban la vista hacia ellos con una mezcla de sorpresa y horror. La mujer soltó una carcajada al viento.

—Sería facilísimo conquistar esta tierra —comentó, y el dragón le dio la razón con una risa sorda, con la que señalaba que estaba dispuesto a participar en semejante empresa.

—¿Qué? —preguntó el caballero situado a sus espaldas.

—Sí —convino su comandante y jefe de la expedición, sir Tohr Malen, sin volverse—. Pero no podríais conservarla. Mirad detrás de vos.

Alya se volvió. En lo más alto de una de las torres del castillo, una almenara encendida dentro de una rejilla de hierro empezó a llamear furiosamente y, a la luz del fuego, la dama vio las figuras de hombres armados que corrían frenéticamente y señalaban al cielo. Los dragones fueron pasando uno a uno sobre el castillo y las escamas azules de sus barrigas reflejaron la luz de las llamas.

—Y, ahora, mirad allí —le indicó sir Tohr.

A varios kilómetros de distancia delante de ellos, una chispa refulgió en la oscuridad, y pronto se convirtió en otra hoguera que ardía furiosamente. Siguiendo una orden de Tohr, el dragón se ladeó para no volar demasiado cerca. Pocos minutos después, en todas las cumbres de las colinas hasta donde les llegaba la vista ardían almenaras. Algunas parecían parpadear, y Alya vio a unos hombres que agitaban mantas delante de ellos.

—¿Qué hacen? —preguntó.

—Tienen un código —respondió Tohr—. No sólo avisan de que hay peligro sino de qué tipo de peligro se trata. Es realmente ingenioso.

—Podría detenerlos —se ofreció el dragón.

—No es necesario. Nos están esperando —replicó Tohr.

—¿Estáis seguro? A mí me parece que están bastante sorprendidos de vernos —dijo Alya, señalando un villorrio situado en medio del bosque. En un calvero vieron a los asustados campesinos que corrían de un lado a otro con antorchas y contemplaban con temor al cielo, por encima de sus hombros.

—Sí, pero los Dragones Plateados no nos atacan —le respondió Tohr—. No habríamos podido llegar tan lejos si Gunthar no hubiera avisado a los Dragones Plateados de que veníamos.

»Mantente alejado de las almenaras y de las aldeas —ordenó Tohr al dragón—. Tenemos que evitar cualquier incidente.

—Sí, lord Tohr —gruñó el dragón.

—Y cuando nos dejes, vuela directamente a Neraka, donde nuestra Comandante Suprema, lady Mirielle Abrena, espera tu regreso. Recuerda que, mientras sobrevueles Sancrist, los Plateados te estarán vigilando, así que nada de saqueo o lo echarás todo a perder.

—Sí, lord Tohr.

Alya se inclinó hacia adelante en la silla y posó una mano sobre el brazo de Tohr. El hombre se sobresaltó, pero no se volvió, sino que se limitó a decir entre dientes:

—Y nada de confraternizar con los superiores, soldado.

—Sí, lord Tohr.

—¿Qué? —preguntó el caballero que montaba detrás de ella.

—Nadie está hablando con vos, Trevalyn —le espetó finalmente la teniente.

—Espero que estemos cerca —refunfuñó Trevalyn al tiempo que repetía quizá por centésima vez el gesto de arrebujarse en su capa—. Necesito descanso y tiempo para estudiar mis hechizos.

—¿Por qué? ¡No os sirven de nada! —se rió Alya.

—El destino de un mago es tener que renovar diariamente sus hechizos —dijo el caballero, repitiéndolo como si fuera un mantra.

—La magia está muerta. Desapareció junto con las lunas —se mofó Alya—. Estáis aquí como representante de la Orden de la Espina, nada más. No tratéis de colarme vuestros trucos y misterios; no tenéis poder. —La dama se volvió y añadió a media voz—: De todos modos, no entiendo por qué los Caballeros Grises siguen formando parte de la hermandad si son completamente inútiles.

***

Fue una suerte que no viera el rostro de Trevalyn en ese momento. El hechicero se imaginó que los ojos de la mujer entraban en erupción, pero finalmente se puso a contemplar el panorama nocturno de la isla de Sancrist, que se extendía debajo de él como una manta de terciopelo negro, adornada aquí y allí con joyas refulgentes.

El dragón hendía el aire sorteando las arboladas colinas del sur de Sancrist, procurando volar casi rozando las copas de los árboles, pues de todos era sabido que a lord Tohr Malen no le gustaban las alturas. Trevalyn contempló el denso bosque a sus pies casi con desprecio. Él pertenecía a una raza que amaba el desierto y no le gustaban ni los bosques ni las tierras de labranza, excepto para destruirlas con su magia. Pero, tal como Alya había dicho, su magia se había esfumado. Cuando acabó la Guerra de Caos, todos los dioses abandonaron Krynn y se llevaron la magia con ellos, despojando así de poder y esperanza a los magos del mundo, que eran como príncipes a los que hubieran arrebatado su derecho sucesorio. No obstante, Trevalyn conservaba una pizca de magia; sus sentidos seguían aún sintonizados con las cosas. Su fino olfato percibió en el viento el suave olor a brezo del ganado y sus establos, así como el apetitoso aroma de humo de leña y de carne asándose, pero también notó el hedor de madera húmeda y podrida de los Dragones Plateados, que le recordó que esos parajes estaban vigilados día y noche por esos engendros brillantes. En una corriente subyacente de la brisa flotaba el aliento sulfuroso del extraño dragón llegado a la isla hacía poco tiempo y que ya dominaba la mitad septentrional. Desde luego Trevalyn conocía a Pyrothraxus; ¿qué mago no había oído hablar de los nuevos dragones llegados del otro lado del mar, qué mago no los veía en sus sueños y ambicionaba la magia que parecían poseer?

Los Caballeros de la Espina estaban a punto de extinguirse. En otro tiempo habían formado una poderosa ala de ataque de los Caballeros de Takhisis y ocupado una posición de honor entre los Caballeros del Lirio y de la Calavera. Los grises habían roto con la larga tradición de la magia en Krynn y habían luchado con ahínco para establecerse como una Orden independiente de los Túnicas Negras, Rojas y Blancas; eso lo simbolizaban con su túnica gris.

Pero, entonces, los Caballeros Grises no eran más que funcionarios, reliquias de una época pasada y los caballeros de las otras Órdenes los despreciaban. Pese a que Takhisis había abandonado Krynn junto a los demás dioses en la Guerra de Caos, sus paladines y clérigos todavía eran merecedores de un cierto respeto, incluso por parte de dragones y similares. Los Caballeros de la Calavera, en su mayoría clérigos, eran realmente temibles y fanáticos ya que, por su total seguridad en que al final estarían al lado de su Reina de la Oscuridad, luchaban temerariamente y eran despiadados en todo lo que hacían. Los Caballeros del Lirio eran guerreros consumados, tan puros como el fuego de la forja, e igual de implacables. Y los Caballeros de la Espina… bueno, al parecer sus tiempos de gloria habían acabado. Los pocos que quedaban eran casi todos ellos ancianos, hombres y mujeres de lengua ponzoñosa, que se odiaban a sí mismos y en lo que se habían convertido; pero eran incapaces de marcharse y cambiar de vida.

De momento, la mayor preocupación de Trevalyn era la misión que debían cumplir en el castillo Uth Wistan, que se levantaba casi en el corazón del bosque meridional de la isla de Sancrist. No se tenía memoria de que ninguna criatura maligna (él incluido) hubiera estado allí, pues era la tierra de la Explanada de la Piedra Blanca, el corazón y el alma de los Caballeros de Solamnia. Había sido allí donde, muchos siglos atrás, Vinas Solamnus tuvo la visión a raíz de la cual fundaría la Orden de los Caballeros de Solamnia. Tan sólo con pensar en un lugar tan bueno y sagrado, Trevalyn se sentía lleno de odio. La misión no le gustaba ni un ápice, porque él y sus compañeros caballeros estaban allí no para luchar, sino en son de paz; tenían prohibido atacar a nadie, ni siquiera si los provocaban. Al hechicero no le hacía ni pizca de gracia todo aquello y se sentía invadido por la desazón y los malos presentimientos. Para acabar de rematarlo, las articulaciones le dolían por el frío aire otoñal. Por enésima vez desde que iniciara la travesía del frío mar de Sirrion, el Caballero de la Espina anheló regresar a la calidez de su hogar en el norte.

Un movimiento de lord Tohr, el líder de la expedición, interrumpió las cavilaciones de Trevalyn. Tohr señalaba a la izquierda donde, aun a cierta distancia, la pálida luz de la luna iluminaba las almenas de piedra blanca, de un castillo grande y antiguo, que se alzaban por encima de las copas de los árboles. Todas las ventanas y los marcos refulgían con luz amarilla, mientras que los árboles que lo rodeaban se recortaban contra la luz de las fogatas que ardían en el patio.

—El castillo Uth Wistan —gritó lord Tohr al viento. El dragón asintió con su enorme testa y empezó a bajar.

Descendieron hasta la altura de las copas de los árboles y rozaron las ramas de los más altos. Volando tan bajo podían percibir el sonido de los cuernos que resonaban en el bosque y veían sinuosas hileras de antorchas en los caminos que conducían al castillo. Al bajar la vista, Trevalyn y Alya se quedaron estupefactos por la rapidez con la que los habitantes de la zona habían respondido a la llamada a las armas. Parecía que había pasado menos de media hora desde que se encendiera la primera almenara que anunciaba su presencia y la gente ya corría hacia las posiciones de defensa. Debajo de ellos, la luz de las antorchas chispeaba y se reflejaba en yelmos bruñidos y brillantes lanzas, como estrellas en la superficie de un vasto lago.

De pronto, se abrió un claro y el castillo Uth Wistan surgió ante ellos, intensamente iluminado por numerosas fogatas tanto fuera de sus muros como en el patio interior. Delante de la puerta les esperaba un nutrido grupo de guerreros alineados mientras que los capitanes, montados en caballos blindados, flanqueaban sus líneas. Aquí y allá se veían algunas Dragonlance largas y plateadas, que refulgían peligrosamente a la luz de los fuegos. El dragón gruñó y aumentó la velocidad.

Cuando dejó atrás los árboles y apareció de pronto en el cielo sobre el castillo, Alya contempló con regocijo que las líneas de guardias que esperaban a la puerta flaqueaban, mientras los capitanes pugnaban por controlar a sus asustados caballos. El dragón voló directamente hacia ellos, enorme y amenazador, extendiendo delante de él una marea de miedo e infundiendo pavor a los guardias. Al aproximarse a los muros del castillo, el alado animal se ladeó y ganó altura bruscamente, rozando las almenas con su cola semejante a un timón. Alya miró hacia atrás, mientras ascendían casi verticalmente por encima del castillo, y vio a los odiados Caballeros de Solamnia que salían en masa al patio. Cuando el vertiginoso ascenso la apretó contra la silla del dragón, la teniente sintió la emoción del vuelo del dragón, pero sabía que lord Tohr probablemente estaría furioso y también un poco asustado, porque odiaba volar y muy especialmente, las alturas.

El dragón continuó ascendiendo en el cielo nocturno de manera espectacular y fue disminuyendo la velocidad hasta que quedarse inmóvil en el aire, como si flotara. En esos momentos de calma, Alya oyó, muy abajo, gritos de terror causados por los demás dragones que planeaban sobre el castillo Uth Wistan. Entonces, el dragón se zambulló, como si fuera un saltador, y se dejó caer como una lanza, con la nariz apuntando al suelo y las alas pegadas al cuerpo. La caída era tan vertiginosa que el viento se convirtió en un rugido ensordecedor. El suelo se acercaba rápidamente hacia ellos. Lord Tohr empezó a aporrear al dragón en el cuello y, lentamente, el animal desplegó las alas y frenó la caída; las enormes articulaciones y tendones crujieron.

Cuando pasó junto a los muros del castillo, su aleteo avivó las llamas de las fogatas y levantó nubes de chispas y de cenizas calientes, que revolotearon en el patio. Finalmente, el dragón plegó las alas hacia atrás y puso los pies sobre el suelo. Inmediatamente empezó a escarbar con sus garras los adoquines del patio.

Lord Tohr permaneció sentado mientras los demás dragones iban aterrizando a su alrededor, uno a uno. El viento que levantaban llenaba el aire con el humo y las cenizas de las hogueras. Poco a poco, los descomunales cuerpos cubiertos de escamas azules fueron ocupando el patio, pegados unos a otros, y sus alas se rozaban al removerse, incómodos. Un extraño silencio se apoderó del lugar. Nadie desmontaba; los Caballeros de Takhisis esperaban la señal de su líder mientras estudiaban en silencio a sus viejos enemigos, los Caballeros de Solamnia.

Frente a ellos, de pie delante de las enormes puertas de madera que conducían a la sección principal del castillo, varias docenas de caballeros solámnicos mantenían la formación pese al miedo que les inspiraban los Dragones Azules. Exteriormente no revelaban ninguna emoción, pero a Alya le alegró ver que muchos tenían el rostro perlado de sudor.

Otros parecían incapaces de estarse quietos y se apoyaban ora sobre un pie ora sobre el otro, como si estuvieran a punto de huir en cualquier momento. Alya rió silenciosamente.

Pero lord Tohr, sentado justo tras la cerviz del dragón, continuó inmóvil. Tal vez estaba dejando que la tensión entre los dos grupos de caballeros creciera, tal vez no quería dar el primer paso, ya que podría interpretarse como un signo de debilidad, o tal vez aún se estaba recobrando de su accidentado aterrizaje. Sea como fuere, los dragones se mostraban cada vez más intranquilos. El gran Azul que montaban Tohr y Alya emitió un profundo gruñido desde la cavidad pectoral.

Los Caballeros de Solamnia tampoco hicieron ningún gesto para romper el hielo, sino que se mantuvieron callados, en actitud distante, o incluso despectiva. Alya examinó a los presentes para localizar a su comandante, lord Gunthar Uth Wistan, y finalmente dio con él en el centro del grupo. Aunque era uno de los hombres de más edad de Krynn, el Gran Maestre de los Caballeros de Solamnia seguía siendo alto y arrogante, como un caballero de una época mejor pero ya pasada. Lord Gunthar permanecía inmóvil, muy erguido, con una mano sobre el pomo de la gran espada que llevaba al cinto, mientras observaba a los dragones y a sus jinetes.

A la izquierda del Gran Maestre y un poco retrasado, Alya divisó a otro hombre, un caballero que le había sido descrito en todo detalle. Era una cabeza más alto que lord Gunthar y, pese a que era uno de los miembros activos más veteranos de la Orden, sus rizos y mostachos seguían siendo oscuros. No era tan viejo como Gunthar, pero también él había sido uno de los caballeros que defendieron la Torre del Sumo Sacerdote cuando los ejércitos de Takhisis atacaron la ciudad de Palanthas. Soltero, sin hijos y sin lazos familiares que lo distrajeran, sir Liam Ehrling, Primer Jurista de la Orden Solámnica, se consagraba a la hermandad en cuerpo y alma. Era el protegido de lord Gunthar y todo el mundo suponía que cuando el viejo Gran Maestre muriera, él lo sucedería. Aunque su rostro se veía tan inexpresivo como un bloque de piedra, sus ojos oscuros ardían, y Alya notó con interés que su mirada se posaba más a menudo en lord Gunthar que en los dragones y los Caballeros de Takhisis, que se mostraban ante él en toda su gloria y todo su terror.

—Creo que no confían en nosotros —susurró la dama a Tohr.

—Tampoco yo confío en ellos —replicó Tohr—. Podría tratarse de una encerrona.

—Bueno, deberíamos hacer algo o nos quedaremos aquí sentados toda la noche —dijo Alya.

—Gunthar nos invitó. Dejemos que sea él quien haga el primer movimiento —gruñó Tohr.

Como si lo hubiera oído, Gunthar se adelantó, y un joven y atractivo caballero se apresuró a seguirlo, pero el Gran Maestre lo detuvo con un ademán; luego se dirigió al centro del patio, donde esperaban los dragones.

—Quedaos aquí —ordenó lord Tohr. Se puso de pie en la silla y después bajó del lomo del dragón ayudándose con las correas y los adornos de la montura. Una vez en el suelo, se adelantó, aunque se detuvo brevemente junto a la cabeza gacha del Azul como si conferenciara.

—Un solo movimiento en falso y lo achicharro —susurró el dragón, si es que un dragón puede susurrar.

—No harás nada —replicó lord Tohr sin volverse ni mostrar ninguna emoción—. Otro truquito de los tuyos y me encargaré personalmente de que pases el resto de tus días empollando huevos. ¿Lo has entendido?

—Sí, lord Tohr —gruñó el dragón.

Después de solucionar este asunto, lord Tohr siguió avanzando por el patio. Pese a que la espalda le dolía por el frío y las muchas horas que se había pasado montado en la silla del dragón, se comportó con dignidad; la mano izquierda descansaba encima de la gran maza negra que llevaba a la cintura, y balanceaba la derecha, marcando marcialmente el paso.

Gunthar avanzó más lentamente, aunque con actitud igualmente digna. La mano con la que agarraba el pomo de la espada temblaba ligeramente, pero no de miedo. Las espuelas repicaban al andar y rasgaban el silencio casi total que reinaba en el patio. Una ráfaga de viento azuzó las llamas, que crepitaron y lanzaron chispas que flotaron sobre el patio.

Los dos imponentes caballeros se detuvieron a unos metros de distancia uno del otro. Al fijarse en la penetrante mirada de Gunthar, Tohr, que era un perspicaz juez de sus semejantes, decidió que el Gran Maestre no mentía ni estaba desquiciado, tal como algunos de sus compañeros habían sugerido al recibir la inesperada oferta de unir ambas Órdenes. Puesto que Gunthar había hecho el primer movimiento al ir a su encuentro, Tohr le devolvió el gesto y fue el primero en hablar.

—Tohr Malen, Caballero de la Calavera, a vuestro servicio —dijo, y se inclinó ligeramente por la cintura.

—Gunthar Uth Wistan, Caballero de la Rosa, para serviros —respondió Gunthar, devolviéndole el saludo—. Bienvenidos a la isla de Sancrist. —El Gran Maestre se adelantó y le tendió la mano.

Tohr la aceptó y ambos se dieron un apretón. Por un momento se quedaron así, frente a frente y con las manos agarradas con firmeza. Entonces se volvieron para que ambos grupos vieran sus manos unidas.

Con un amplio ademán de su mano libre, el caballero negro señaló a sus compañeros montados en dragones.

—Le presento la delegación de los Caballeros de Takhisis. Solicitamos permiso para residir en esta tierra y trabajar en la fusión de nuestras dos grandes Órdenes —dijo.

—¡Bienvenidos! —gritó Gunthar y su voz resonó en todo el patio—. ¡Bienvenidos al castillo Uth Wistan!

Los Caballeros de Takhisis lo vitorearon y se dispusieron a desmontar.