30

—¿Dónde está Valian? —preguntó Elinghad mientras resbalaba y se paraba. El grito de guerra de lady Meredith resonó en el corredor detrás de ellos, seguido por el entrechocar del acero.

—No lo sé —respondió Jessica—. Cuando llegué aquí ya no estaba.

—Nos ha traicionado —gruñó el caballero—. Esto o ha huido para salvar su miserable pellejo, el cobarde.

—No puedo creer ni una cosa ni la otra —replicó Jessica—. Creo que simplemente lo hemos perdido. Ya volverá.

La dama se arrodilló junto a Glabela. Los ojos de la gully se veían tan redondos y blancos como huevos de ganso.

—¿Por dónde se va a las mazmorras? —le preguntó Jessica—. ¿Dónde podemos encontrar a Ayuy?

Glabela movió los labios, pero no emitió ningún sonido.

—¡Piensa, Glabela, piensa! —gritó la dama.

Pero la enana se limitó a cerrar los ojos con fuerza y a sacudir la cabeza.

De pronto, los ruidos de batalla que resonaban al fondo del corredor se detuvieron y se oyó el ruido de pies corriendo. Elinghad alzó la espada, preparado. Entonces, Meredith apareció, sangrando por una docena de heridas. La dama se tambaleó hacia ellos, se derrumbó y estuvo a punto de caer encima de Glabela.

—¡Lady Meredith! —exclamó Jessica.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Elinghad.

—Pude cerrar la puerta. Había una llave. Pero no los detendrá por mucho tiempo —explicó entre jadeos. Como para confirmar sus palabras, un estruendoso golpetazo resonó en la cocina: eran los draconianos que echaban la puerta abajo.

—¿Por dónde? —preguntó Meredith a Jessica, que le vendaba las heridas más graves—. ¿Por dónde ha ido el elfo?

—No lo sabemos. Creemos que nos ha abandonado —contestó Elinghad.

—¡Maldito sea! —renegó Meredith—. No deberíamos haber confiado en un elfo.

Jessica miró sorprendida a la líder de los Caballeros de la Espada; lady Meredith nunca había demostrado tener prejuicios raciales. Tal vez era debido al estrés de las heridas y al inminente peligro.

—Y ¿qué pasa con la enana? ¿Conoce el camino? —indagó la dama. Jessica la ayudó a ponerse de pie.

—Creo que no —replicó Elinghad.

Meredith agarró bruscamente a Glabela por el cuello del vestido y gruñó:

—¿Por dónde? Dínoslo. Ya basta de juegos.

La enana la miraba aterrorizada y con la boca abierta. De pronto, hundió sus dientes en el pulgar de la dama. Con un grito de dolor, Meredith dejó caer a la gully.

Apenas tocó el suelo, Glabela huyó gritando: «¡Lacerto! ¡Lacerto!».

—¡Glabela! —gritó Jessica y corrió tras ella.

—Espera. Dejad que se vaya. No nos sirve de nada —dijo Meredith—. Elijamos una dirección y pongámonos en camino.

Sin esperar a los demás, la dama dio media vuelta y se puso a andar en la dirección opuesta a la que había tomado la gully.

—Hemos venido a rescatar a un gully. ¿Y ahora debemos dejar a otro atrás? —masculló Jessica.

Detrás de ellos, la puerta de la cocina cayó con estrépito y los draconianos invadieron el corredor. Elinghad tuvo que agacharse para eludir una flecha que le pasó silbando la cabeza.

Jessica y Elinghad echaron a correr tras su líder.

Lady Meredith los guiaba y, curiosamente, siempre doblaban una esquina justo instantes antes de que los arqueros draconianos dispararan sus flechas. En media docena de ocasiones, o más, una lluvia de proyectiles cayó justo donde acababan de estar o se estrelló contra una pared junto a la cual estaban segundos antes. Los caballeros corrían, aunque huir ante el enemigo iba en contra de todo aquello en lo que creían. Esas reglas ahora parecían estúpidas. Lo único que podían hacer era tratar de continuar con vida el tiempo suficiente para salvar a Ayuy.

Después de haber despistado una vez más a sus perseguidores, se encontraron en un corredor que acababa ante una puerta. No había otra salida. Meredith accionó el picaporte y lanzó un suspiro de alivio cuando el batiente se abrió, girando suavemente sobre sus goznes.

—¡Por aquí! —gritó al ver aparecer a los draconianos al fondo del corredor.

Apenas Meredith había cerrado la puerta de golpe, después de que Jessica y Elinghad la cruzaran agachados, cuando los draconianos descargaron sus proyectiles. Meredith encajó un pesado cerrojo de hierro. Las flechas golpearon contra la puerta como granizo contra un tejado de pizarra.

—Esto los detendrá un rato —rió Meredith.

—Para lo que nos va a servir… —repuso Elinghad.

Se encontraban en una ancha cámara circular cuyo techo se perdía en las sombras. En el centro de la sala se veía un bloque de piedra bajo y cubierto de cadenas. A unos metros de altura del suelo, en la pared opuesta a la puerta, sobresalía una estrecha galería. Unas pesadas cortinas ocultaban el fondo de la galería, pero las antorchas colocadas en apliques a ambos lados iluminaban una figura de baja estatura y cubierta con ropas negras. Cuando los caballeros levantaron la mirada, la figura empezó a dar palmas muy lentamente, en lo que era el irónico remedo de un aplauso.

—Bien hecho —rió la figura—. ¿Esto es lo mejor que han podido enviar los caballeros?

—¡Alya! —exclamó Elinghad—. Bajad aquí y averiguadlo vos misma.

La mujer echó hacia atrás la capucha de su túnica y sacudió su oscura melena.

—¿Sería una pelea honorable, sir Elinghad? ¿Dos contra uno? —preguntó Alya.

—Tres contra uno —le corrigió Jessica.

—Tal vez —rió la Dama de Takhisis—, pero creo que hay más posibilidades de que sea dos contra dos. ¿No es así general Zen?

—Correcto, lady Alya —repuso Meredith con voz muy grave.

Elinghad y Jessica dieron bruscamente media vuelta y contemplaron horrorizados cómo su líder descorría el cerrojo y abría la puerta. Los draconianos invadieron la cámara, gruñendo por lo que iba a pasar.

—¡Lady Meredith! —exclamó Jessica.

—Tal vez ahora preferiréis rendiros —sugirió Alya.

Elinghad rió.

—Nunca me rendiré —declaró el caballero—. Antes, la muerte.

—¿Lady Jessica? —preguntó Alya, y su voz dejaba traslucir cierta preocupación.

Jessica se tragó el nudo que se le había hecho en la garganta y respondió con voz ronca:

—Muerte.

—Bueno, no siempre se tiene lo que se quiere —comentó Alya—. El Gran Maestro Iulus os quiere vivos, por lo que seréis hechos prisioneros. —La Dama de Takhisis dio una palmada.

Los draconianos situados más cerca de la puerta se apartaron para dejar paso a una figura vestida de negro. La figura entró en la cámara y levantó la mirada hacia la galería, como si esperara una orden. Elinghad y Jessica se volvieron hacia el recién llegado.

—Shaeder, creo que tienes una oportunidad para redimirte —le dijo Alya.

La figura avanzó hacia los solámnicos.

—Poneos detrás de mí —susurró Elinghad a Jessica—. Cuando lance el hechizo, salid y atacadlo antes de que pueda recuperarse.

El mago bozak empezó a entonar una salmodia. Elinghad le dirigió el saludo caballeresco al enemigo y soltó su grito de batalla; pero, antes de que pudiera hacer nada, su boca se llenó de una sustancia pegajosa, que también se le adhirió a los ojos y cubrió sus miembros. Mágicas telarañas envolvieron a la dama y al caballero, inmovilizándolos.

***

Valian se despertó, sobresaltado, con algo que se le agarraba a la pierna, como un grillete. El elfo yacía en una pila de cenizas y al intentar liberarse con puntapiés se dio cuenta de que el «grillete» era Glabela. La gully gimió en sueños y aún se le aferró con más fuerza a la pierna.

—Despierta —siseó el caballero—. Glabela, despierta.

La enana abrió los ojos de golpe y, por un momento, pareció que no se daba cuenta de dónde estaba. Entonces, hundió los dientes en la pantorrilla de Valian. El elfo gritó de dolor y, con una poderosa patada, se desembarazó de la enana.

Se encontraban en un corredor lateral. Más adelante había una puerta entornada y por ella salía algo de luz. Valian se puso de pie y se tambaleó, sintiendo el golpe que se había dado en la cabeza. El hombro derecho y el costado también le dolían. Obviamente, en su enloquecida huida fruto del miedo había chocado contra una pared y había quedado inconsciente. Mientras se bamboleaba, gruñendo de dolor, Glabela se le acercó, arrastrándose por el inmundo suelo.

—Lo siento —gimoteó la gully.

—No te preocupes —la tranquilizó el elfo—. ¿Cómo me encontraste?

—Pregunto otros aghars. Ellos ven donde tú ir.

—¿Y los demás? ¿Los otros caballeros? ¿Dónde están? —inquirió Valian.

—Ahora otros caballeros ya no gustar. Gustar más tú. Quedamos aquí —respondió Glabela al tiempo que le abrazaba una pierna.

—Glabela, escúchame —le dijo el elfo mientras se desembarazaba suavemente de la enana—. Tenemos que encontrarlos. Tenemos que encontrar a Ayuy y sacarlo de aquí. ¿Qué les ha ocurrido?

—Dama de pelo rojo ahora lacerto —respondió Glabela.

—¿Lady Meredith?

—Ya no dama —confirmó Glabela asintiendo—, ahora lacerto.

—Un sivak —murmuró Valian horrorizado.

—Ellos van con ella. Aghar dice prisioneros. Pero no Glabela. Yo encontrar caballero guapo. Vivir aquí siempre. —Nuevamente la gully se abrazó al muslo del elfo. Pero Valian volvió a quitársela de encima y logró mantenerla a un brazo de distancia.

—Tenemos que encontrarlos. ¿Sabes adonde se los han llevado?

—No —replicó tercamente Glabela.

Se oyó un sonido a sus espaldas y el elfo giró en redondo. Alguien que llevaba armadura escrutaba la oscuridad.

—¿Valian, eres tú?

Glabela silbó. Valian se volvió y la empujó detrás de él. La enana rodeó las piernas del elfo con sus bracitos.

—Lady Meredith —respondió entonces el caballero con soltura.

—¡Gracias al cielo que os he encontrado! —exclamó Meredith—. Vamos. He dado con Ayuy.

—¿Y los demás? —inquirió Valian al tiempo que avanzaba lentamente hacia la dama. El abrazo de Glabela estuvo a punto de hacerlo caer.

Meredith vio a la gully cuando Valian se acercó a la luz.

—Ah, ya veo; Glabela está contigo. Muy bien. —Cuando Valian se puso en la luz, la dama retrocedió y rió—: ¡Uf! ¡Cómo hueles! —exclamó y se tapó la nariz.

El elfo sonrió levemente y se encogió de hombros.

—Guiadme —dijo a la dama.

Meredith asintió y le dio la espalda. Veloz como el rayo, el brazo de Valian le atenazó el cuello y una daga le pinchó la carne entre las placas de su armadura.

—¿Valian, qué estáis haciendo? —jadeó Meredith.

—Chsss, basta de trucos, sivak —le susurró el elfo al oído.

—¿Sivak? ¿Es que os habéis vuelto loco?

—No me tomes por idiota —replicó Valian—. Si quieres, podemos esperar hasta que no puedas mantener esta forma, y entonces veremos qué ocurre.

—Para entonces tus amigos estarán muertos —respondió la voz de Zen en los labios de Meredith.

—Por esta razón vas a conducirme hasta ellos, ahora. —Valian aumentó la presión, estrangulando al draconiano—. Y no trates de cambiar de forma o te arrancaré los riñones.

—Adelante —gruñó el sivak—. ¿Sabes que ocurrirá si me matas?

—Conozco maneras de matarte con seguridad y lentamente, draconiano, y a menos que desees probarlas en tus carnes, te sugiero que me lleves hasta ellos. —El elfo retiró el brazo con el que inmovilizaba a la falsa dama, desenvainó la espada y con la punta la empujó hacia adelante—. Vamos, Glabela.

***

Al fondo de la sala se erigía un magnífico trono de oro macizo, más fabuloso que cualquier tesoro que Jessica hubiera visto en su vida. En él se sentaba un personaje salido de la peor pesadilla imaginable. Era draconiano, pero sólo en parte. Su rostro deforme le recordó las ilustraciones de un libro sobre los supuestos moradores del Abismo que había hojeado hacía mucho tiempo. Aquella faz la llenó de tal miedo y aversión que apenas podía mirarla. El ser rió cuando la dama volvió la cabeza.

Para su sorpresa, vio a un enano gully de miserable apariencia tendido junto a ella. El gully parecía semiinconsciente, no estaba atado con cuerdas y llevaba únicamente un sucio taparrabos. La dama estuvo a punto de prorrumpir en llanto al verlo. Su maltratado cuerpecito estaba lleno de moretones, tenía la piel quemada, y el cabello y la barba parcialmente chamuscados. Gotas de sudor le perlaban la frente, y se debatía en un sueño febril.

—Ayuy —gimió Jessica.

—¡Comedores de setas!

Al volverse, Jessica vio a Mammamose sentada al lado de sir Elinghad. Los draconianos le estaban quitando las telarañas de la boca y se rieron encantados cuando el caballero sufrió violentas arcadas.

Pese a estar atada de pies y manos, Mammamose arremetió contra uno de los draconianos y trató de usar una de las armas favoritas de los gullys, los dientes. El kapak saltó hacia atrás para evitar los veloces incisivos amarillos y estrelló su puño con guantelete contra la cabeza de la enana. Mammamose cayó al suelo pesadamente.

Lady Alya entró en la sala dando un portazo. La dama sé puso a dar vueltas ante el trono de Iulus, haciendo crujir los nudillos en su impaciencia. Finalmente Iulus le señaló un cojín colocado en el suelo junto al trono y le dijo en tono meloso:

—Lady Alya, por favor, relájate y toma asiento.

—No puedo relajarme —repuso la dama secamente—. ¿No se te ha ocurrido que si han enviado a estos caballeros es porque han descubierto nuestro juego?

—¿Si saben tanto, por qué se molestan en rescatar a un gully? —replicó Iulus suavemente—. Tal vez no saben aún cómo murió Gunthar. Si lo supieran, el gully ya no les serviría para nada.

—Quizás a vosotros no —saltó entonces Jessica—, pero a nosotros sí.

—Ahí lo tienes —se mofó Alya—. Ya te lo dije. Han venido porque es lo correcto. —La dama avanzó rápidamente para colocarse frente a Jessica y le preguntó—: Lo sabéis todo, ¿verdad? Y estáis aquí solamente por una cuestión de honor.

—Yo me limito a cumplir órdenes —contestó Jessica desafiante.

Con un grito de rabia, Alya la golpeó con el guantelete de hierro. Jessica se derrumbó.

—¡Lady Alya! —gritó Iulus.

Elinghad logró escupir los restos de telaraña mágica de la boca y gruñó:

—Si estuviera libre, lamentaríais lo que acabáis de hacer.

—¿De veras? —La Dama de Takhisis sonrió mientras le propinaba un rodillazo en pleno estómago. El caballero ahogó un grito y cayó al suelo.

—¡Lady Alya! —gritó Iulus—. ¡Contente!

—¿Qué importa ya? Dentro de poco estarán muertos —replicó ella, ceñuda, mientras se acercaba al trono y se dejaba caer en un cojín.

—Los gullys sí, pero estos dos son demasiado valiosos para matarlos enseguida. Conseguiremos por ellos un buen rescate, aunque debo decir que lamento no poder quedarme con la hembra.

—¡Nada de rescates! —exclamó Alya—. ¡Tenemos que ejecutarlos enseguida! Son demasiado peligrosos. —La dama se puso de pie y se dirigió a uno de los guardias draconianos—: ¿Dónde está el general Zen? Ya debería haber traído a Valian.

—Estás en mi castillo, lady Alya —gruñó Iulus—. No acepto órdenes de los Caballeros de Takhisis. Tú eres mi invitada y éstos son mis prisioneros, y haré con ellos lo que me plazca.

—Deberías hacerle caso, amo —dijo una voz desde la puerta—. Ella tiene razón. Te has vuelto demasiado avaricioso con tanto hablar de rescates.

Alya dio media vuelta y vio a lady Meredith en la puerta.

—¡Zen! ¿Dónde está Valian? ¿Lo has encontrado?

Zen entró en la sala con los brazos alzados en señal de rendición. Detrás de él, avanzaba cautelosamente el elfo, con la espada preparada para atacar.

—Estoy aquí mismo, lady Alya Hojaestrella —dijo con sorna.

Glabela asomó la cabeza desde detrás de la jamba de la puerta y cuando vio a Ayuy tendido en el suelo, un gemido se escapó de sus labios.

—Valian, viejo amigo —sonrió Alya—. Me sorprendió mucho saber que te habías unido a esta… chusma. Creí que estabas por encima de este tipo de cosas.

—He venido por una razón, milady —repuso Valian.

—¿Cuál es? —inquirió la dama, arrimándose al trono.

—Justicia. Vos y Tohr habéis deshonrado a los Caballeros de Takhisis con vuestras maquinaciones. Tohr se me escapó, pero vos no os libraréis tan fácilmente.

Con un gruñido, el elfo empujó al sivak contra la pared y arremetió contra su antigua líder.

El general Zen logró detenerse antes de que su cabeza chocara contra la piedra. Entonces, se levantó e inmediatamente depuso la forma de lady Meredith, justo cuando las espadas de Valian y Alya entrechocaban. El sivak se distanció y contempló los acontecimientos con solemnidad. Al parecer, el Gran Maestro Iulus también pensaba limitarse, de momento, a ver en qué acababan las cosas, y en su deforme faz reptiliana apareció una horrenda mueca.

Los dos Caballeros de Takhisis se batieron frente al trono con feroces arremetidas. Alya Hojaestrella cedió ante la superior fuerza de Valian; pero, luego, contraatacó y puso en apuros al elfo. Cuando el duelo se acercó a los prisioneros atados, Jessica recuperó la presencia de ánimo y susurró a Glabela, que estaba a su lado:

—Glabela.

La gully la miró con el rostro surcado por sucios regueros de lágrimas.

—Mira a ver si llegas a mi daga y puedes cortarnos las cuerdas.

—¡Deprisa, Glabela! —murmuró Elinghad.

Vacilante, la enana echó un rápido vistazo al Gran Maestro de los draconianos, se acercó sigilosamente a Jessica y buscó la daga. Con una sonrisa la liberó de las telarañas y empezó a cortar las pegajosas cuerdas que inmovilizaban los brazos de la dama.

Pero no llegó muy lejos, pues una enorme garra plateada agarró a Glabela por el brazo y tiró de ella brutalmente. Zen le arrancó la daga de la mano y después la apartó a un lado. El sivak bajó la vista hacia los indefensos caballeros y después miró a su amo. Iulus, sediento de sangre, contemplaba, absorto, el duelo.

Jessica presintió cuál sería el próximo movimiento del draconiano y cerró los ojos.

—Que sea rápido e indoloro —susurró.

—Mi último acto como Dama de Solamnia —respondió la voz de lady Meredith.

Jessica abrió los ojos de golpe, pero era el sivak el que se cernía sobre ella. No obstante, había algo diferente, algo en sus ojos. No cabía duda: eran los dulces ojos azules de lady Meredith Valrecodo.

El sivak sonrió mostrando los colmillos y puso a sir Elinghad de pie. De un tirón cortó las telarañas que atenazaban los brazos del caballero. Elinghad se debatió para liberarse y desenvainó su espada.

—¡Zen! —gritó Iulus, finalmente fijándose en ellos.

—Te has vuelto blando, amo —le dijo Zen—. Veamos cómo te defiendes contra un rival de verdad.

Luego, dio la vuelta a Jessica y le cortó las cuerdas, tras lo cual dejó caer la daga de la dama junto a ella.

—Adiós, dama —se despidió con la voz de lady Meredith. Enseguida, la mirada de su vieja compañera de armas desapareció y fue reemplazada por una fría mirada de ojos negros.

Zen se volvió y abandonó la sala, indicando con un ademán a los guardias que lo siguieran. A regañadientes, lo obedecieron.

Alya y Valian daban vueltas uno alrededor del otro, buscando un punto débil, un error, tanteándose, amagando. Valian se iba debilitando, mientras que Alya ni siquiera jadeaba. La sangre empapaba las vendas del elfo y se deslizaba hasta la mano que sostenía la espada, lo que hacía que se le escurriera y le costara seguir agarrándola.

Por el rabillo del ojo, Valian vio a Elinghad pasar como un rayo por su lado. Éste era el momento de distracción que esperaba Alya; atacó rápidamente, enganchó el acero del elfo y, con un hábil movimiento, lo envió volando por el aire.

Valian retrocedió con los brazos levantados.

—La justicia es lo que uno quiere que sea, viejo amigo —dijo Alya al tiempo que alzaba la espada por encima de la cabeza.

***

Elinghad desenfundó la espada y besó la empuñadura. El Gran Maestro de los asesinos draconianos seguía sentado en su trono de oro, frente a él, y le miró con desprecio. Elinghad gritó: «¡Por Gunthar!» y atacó. Iulus no se movió, pero sacó pecho, como preparándose para parar el golpe.

De pronto, el draconiano impulsó la cabeza hacia adelante, abrió la boca y lanzó una nube de gas venenoso. Elinghad hizo caso omiso y embistió, pero sus piernas se quedaron sin fuerzas. El caballero se tambaleó, cayó y soltó la espada. No podía respirar. Una sombra se alzó sobre él. Elinghad miró, parpadeando para disipar la bruma de sus propias lágrimas. Iulus lo miraba impúdicamente, lo señaló y pronunció una sola palabra. Una andanada de mágica energía se estrelló contra la cabeza del caballero.

***

El único pensamiento de Jessica fue poner a salvo a Ayuy. Los otros caballeros podían cuidarse solitos. Su trabajo era rescatar a los gullys.

La dama cogió a Ayuy por los brazos, lo llevó a rastras hasta la puerta y, después, regresó por Mammamose; pero Glabela ya había liberado a la Gran Bulp. Las dos enanas se inclinaban sobre algo y discutían. Mammamose agarraba firmemente una delgada vara de ámbar que Glabela intentaba arrebatarle tirando de un extremo.

—¡Es mía! —gruñó Mammamose.

—Encuentro en Ciudad. Traigo aquí. Mía —espetó Glabela.

Fue entonces cuando el aurak exhaló la nube de gas venenoso que derribó a Elinghad. La dama y las dos enanas contemplaron con fascinado horror cómo el caballero se aferraba la garganta con las manos, tratando de respirar, mientras la nube se propagaba por el suelo en su dirección. El aurak se levantó y pronunció una palabra mágica que hizo brotar de sus manos una descarga de energía dirigida contra Elinghad.

—¡No! —chilló Jessica mientras Iulus volvía a sentarse tranquilamente en el trono de oro.

Las gullys reanudaron su pelea.

—Yo digo palabra mágica.

—No, yo digo.

Entonces algo insólito ocurrió. Glabela propuso:

—Yo cojo palo mágico, tú dices palabra.

—Vale —accedió Mammamose.

Glabela se puso en pie y apuntó la varita contra el Gran Maestro. Mammamose tocó el zafiro incrustado en la base. El único ojo de Iulus pareció querer salirse de su órbita.

—¡Cruje! —gritó Mammamose.

Alya se tambaleó, aún con la espada en alto sobre la cabeza, cuando un trueno estremeció la sala. Pese a que también se quedó momentáneamente aturdido, el elfo se recuperó más rápidamente y en un único y fluido movimiento desenvainó su daga, se agachó para eludir la estocada de Alya e impulsó la mano hacia el pecho de la mujer. Alya se derrumbó con una daga clavada en el corazón.

La fuerza de la magia tiró al suelo a Mammamose y a Glabela; Jessica se agarró a lo que pudo. Un rayo estalló contra el pesado trono, lo levantó, lo arrojó contra la pared posterior y lo dejó incrustado en ella. El trono quedó suspendido precariamente, con Iulus atrapado en él y la lluvia penetró violentamente por la abertura en el muro.

Mientras tanto, Iulus había empezado una horrible transformación. Al igual que los demás draconianos, un aurak sufría una serie de cambios al morir. Normalmente se consumían entre llamas verdes y entraban en un frenesí de muerte; pero Iulus, por mucho que bramara y echara espuma por la boca, no podía moverse del trono. El rayo había fundido su carne con el oro, atrapándolo. El trono se estremecía con sus sacudidas.

Jessica despertó del trance cuando Valian le tocó un brazo.

—Vámonos —le urgió.

—¡Las gullys! —gritó la dama y se desasió. Jessica corrió hacia Glabela y la ayudó a ponerse de pie.

—¡Vaya magia! —dijo con voz pastosa la enana al tiempo que se frotaba la cabeza.

Mammamose ya se había levantado y señalaba algo, pálida a causa del espanto. Jessica se volvió y lo que vio la asqueó. La dama se volvió para marcharse.

Elinghad había logrado ponerse en pie, pero ya no era un hombre. Era una monstruosa criatura que, de algún modo, se aferraba a la vida. La descarga de energía del draconiano le había volado parte de la cara y la cabeza, y el gas venenoso le había destrozado los pulmones. Con sus manos arañaba el aire, hasta que se volvió ciegamente hacia los atormentados chillidos del Gran Maestro.

Elinghad cargó contra el draconiano moribundo emitiendo un extraño sonido, grave e histérico, que reflejaba el indecible dolor que sufría. El caballero se precipitó contra el trono, sintió en sus dedos la carne quemada y le encontró la garganta. Pese a las llamas verdes que lo consumían, Elinghad siguió estrangulando a Iulus.

Con un estruendo, el trono, el Gran Maestro y el caballero desaparecieron. La lluvia entró a mares por el boquete en el muro, empapando el suelo y levantando vapor de las losas de piedra. Un viento helado penetró en la sala y apagó todas las velas.

En la oscuridad Jessica sintió una fría mano y una voz que le decía:

—Salgamos de aquí. —Era el elfo.