—Vamos. Ir ahora —siseó Glabela—. Por aquí. —La enana señaló un estrecho saliente rocoso, bajo el cual las sombras parecían especialmente profundas y oscuras, que revelaba la entrada de una cueva.
El castillo Lacerto se alzaba por encima de ellos como una enorme ave carroñera o una gárgola tallada en la roca que vigilaba, encorvada. Sus negros muros se erigían en torres de una esbeltez imposible, semejantes a colmillos, de los que colgaban como por arte de magia fantásticos minaretes. Abajo se estrellaba el mar tempestuoso.
Las rocas en las que el grupo se apiñaba resbalaban por efecto de las rociadas del mar y por la lluvia, y ellos estaban totalmente empapados. Los cortos rizos castaños de Jessica se le pegaron a la cara cuando la dama levantó la vista hacia el castillo y se preguntó cómo podrían entrar.
Glabela se impacientó y dio una patada en el suelo.
—No podemos ir a ninguna parte hasta que recuperemos nuestras armas —gruñó Valian y señaló a media docena de draconianos petrificados que yacían entre las rocas, a sus pies, con las espadas de los caballeros clavadas en sus cuerpos. Habían sorprendido a una patrulla de guardias baaz y lucharon con ellos entre las peñas que se levantaban a orillas del mar, hasta que no quedó ni un enemigo vivo. Jessica estaba curando una herida a lady Meredith en la frente y el escudo del elfo yacía partido sobre la arena, pero a esto se limitaba el daño sufrido.
Cuando morían, los cuerpos de los draconianos baaz se convertían en piedra y atrapaban las armas de sus enemigos.
Sólo lady Meredith había retirado su mandoble a tiempo. La dama la limpió de la negra sangre draconiana y la envainó, pero los demás tendrían que esperar hasta que los baaz se convirtieran en polvo para poder recuperar sus espadas. Sir Elinghad trepó a la repisa de roca para comprobar que no se acercaban otras patrullas.
Los Dragones Plateados los habían dejado en una arenosa cala, y el grupo había recorrido en las últimas horas casi cinco kilómetros por aquel duro y accidentado paisaje, hasta llegar donde Glabela decía que se encontraba la entrada secreta. Entonces, lo único que podían hacer era esperar y tratar de mantenerse mínimamente secos.
Una tormenta, de una intensidad que pocos habían presenciado, azotaba la escarpada costa. Gigantescas olas batían la rocosa orilla y lanzaban espuma y agua en forma de rocío cientos de metros tierra adentro. La gélida lluvia que acompañaba al temporal les caía encima como una lluvia de dagas, y todos los caballeros se alegraban de llevar armadura. Pero Glabela sólo contaba con su espesa mata de pelo, que repelía el agua como si fuera una piel de nutria, y protegía el rostro de la enana de lo peor de la tormenta.
Habían partido del castillo Uth Wistan esa misma mañana, bajo una lóbrega oscuridad, portando mochilas, armas y provisiones, y habían encontrado a tres Dragones Plateados aguardándolos en el patio.
Las tres criaturas habían accedido a llevar a los componentes de grupo de rescate cerca de la fortaleza draconiana después de sobrevolar el agreste y montañoso norte de la isla de Sancrist, pero ellos no tomarían parte en el ataque. Tras depositar a los caballeros sanos y salvos en el suelo los Dragones Plateados tenían que regresar para seguir vigilando a Pyrothraxus.
Sir Liam contempló desde las almenas cómo se elevaban en el aire. El viento que levantaban las alas le azotó los largos mostachos solámnicos, se le metió en los ojos y le hizo llorar. El caballero los despidió alzando la mano. Cuando se perdieron en el cielo nocturno, se dedicó a pasear por las almenas hasta el amanecer, sumido en sus pensamientos.
El alba tiñó el cielo de tonos escarlata y carmesí, anunciando una tormenta antes de que finalizara el día. Las montañas de Sancrist surgieron ante ellos, recortadas, salvajes e implacables. La llegada de Pyrothraxus había expulsado de ellas a la mayoría de los gnomos, por lo que nadie se fijó en los tres Dragones Plateados que volaban más altos que las nubes, perseguidos por la tormenta.
Pero, por muy veloces que fueran, la tormenta aún lo era más y estalló antes de que el grupo llegara a la ciudadela draconiana. Justo cuando el jefe de los dragones divisaba el castillo Lacerto, un rayo bifurcado rompió la formación y obligó a dos Plateados a virar a la izquierda. Las negras nubes los envolvieron durante unos aterradores segundos, pero después reaparecieron y los tres planearon sobre la costa hasta encontrar una cala protegida que les permitiera aterrizar al abrigo del viento.
Los dragones los depositaron en la arena y emprendieron inmediatamente el vuelo antes de que la tormenta descargara con toda su furia. Los caballeros iniciaron enseguida el ascenso por una rocosa pendiente y, al llegar arriba, vieron el castillo draconiano en la distancia, iluminado por un relámpago.
En ese momento, la lluvia caía implacablemente mientras ellos se acurrucaban detrás de las peñas, esperando que los cuerpos de los draconianos muertos se convirtieran en polvo. Los truenos sacudían el cielo y los rayos saltaban de las cimas de las montañas, mientras las aguas subían y bullían entre sus pies y empezaban ya a arrastrar los cuerpos de los baaz. Ya pensaban que tendrían que abandonar sus armas cuando una espada se inclinó, al tiempo que la piedra se desmenuzaba, y después otra, y otra más, y los caballeros se metieron en el agua para recuperarlas antes de que las olas se las llevaran.
Finalmente, todos estuvieron preparados. Elinghad descendió de su atalaya e informó de que no había nadie a la vista. Glabela levantó el brazo para señalar la cueva y, sin decir palabra, todos treparon hacia allí. Valian entró el primero, ya que su visión elfa le permitía ver en la oscuridad. Glabela avanzó a su lado, con una mano sobre la bolsa, lista para utilizar la poderosa magia que estaba a su disposición, tal como había prometido. Los demás encendieron antorchas y los siguieron.
***
El Gran Maestro Iulus tamborileó, impaciente, con sus garras sobre un brazo del trono de oro. El real asiento era una adquisición reciente, el botín de una galera de minotauros procedente del oeste, donde no había tierra conocida. Todos los hombres-toro habían muerto sin revelar de dónde procedían o el lugar del que habían partido, pero tampoco le importaba excesivamente. Iulus era un explorador, incluso un aventurero. Asimismo era el Gran Maestro de asesinos y esto significaba que era un oportunista. El trono era una oportunidad a la que no pudo resistirse.
Pero, para el general Zen, era un símbolo de corrupción. El sivak lo contemplaba con repugnancia así como al Gran Maestro repantigado en él. Le parecía un asqueroso reyezuelo hobgoblin, avaricioso y mezquino.
—¿De modo que nuestro amiguito aún se niega a hablar, eh? —comentó Iulus—. Tendremos que hacer algo al respecto.
—Milord, creo que perdemos el tiempo con esa miserable criatura. Es obvio que nos ha dicho todo lo que sabe. Deberíamos matarlo y acabar de una vez con esto, como sugiere lady Alya —propuso Zen.
—Tú trabajo no es pensar —ronroneó Iulus peligrosamente—, ni escuchar los consejos de humanas, por hermosas que sean. El gully sabe más de lo que dice.
—Pero si sólo es un enano gully —protestó Zen.
—¿Osas contradecirme? —gruñó el Gran Maestro, levantándose del trono. Su deformado y retorcido rostro draconiano se puso lívido, las venas y los músculos que estaban a la vista se hincharon y casi pareció arder—. ¿Quién crees que eres? Yo soy el maestro aquí, yo te entrené en el arte del asesinato, yo os entrené a todos. Sin mí, aún serías un mercenario que lame las botas de cualquier reyezuelo hobgoblin que te ofrece dos peniques más que su rival.
El general sivak gruñó, pero se contuvo.
—Perdonadme, milord —se disculpó haciendo una reverencia.
—Tráeme al gully y a esa autoproclamada Gran Bulp. Tal vez al joven Ayuy se le soltará la lengua al ver a su querida vieja madre bajo el látigo.
—Si, amo. —Zen inclinó la cabeza y se dispuso a cumplir la orden.
—Oh, e informa a lady Alya. Creo que disfrutará con esto —rió Iulus—. Dile que si esta vez el enano gully se niega a hablar, lo mataremos, pero primero haremos que presencie la muerte de Mammamose. Creo que esto picará la curiosidad de la dama.
El general Zen volvió a inclinarse, se dio la vuelta y abandonó la sala. Cuando se hubo marchado Iulus se quedó mirando la puerta, pensativo, y susurró:
—Y creo que, cuando este asunto acabe, te enseñaré la lección final sobre el asesinato, viejo amigo.
***
—¡Todo esto pasa por confiar en un gully! —rezongó fieramente Elinghad mientras arrancaba una flecha draconiana de su cota de malla y la arrojaba a un lado. Hizo una breve pausa para calcular el tiempo entre los golpes que se descargaban contra la puerta, descorrió el cerrojo, la abrió bruscamente e inmediatamente dio un tajo con la espada y derribó a un draconiano que blandía una maza. Luego, el caballero volvió a cerrar la puerta de golpe y corrió de nuevo el cerrojo, justo cuando una docena o más de flechas se clavaban en el otro lado y las astillas volaban.
Junto a él, Valian hacía rechinar los dientes y asentía, al tiempo que se vendaba una herida en la muñeca que le había causado una espada draconiana. El elfo confiaba en que el arma no estuviera envenenada. Lady Michele no había sido tan afortunada y yacía en el suelo, a pocos metros de distancia, con ojos vidriosos y una flecha emponzoñada aún alojada en el hombro.
—Esta vía tampoco está libre —gritó Meredith, al tiempo que ella y Jessica hacían presión contra otra puerta, que temblaba bajo una avalancha de golpes.
Había otra salida de la cocina pero, en su urgencia por defender las dos primeras de los draconianos, nadie había tenido la oportunidad de investigarla. En cualquier caso, su misión parecía haber fracasado. Habían perdido a lady Gabriele en la primera refriega y lady Michele agonizaba. Con los draconianos atacando desde dos direcciones, no podrían aguantar mucho rato.
Todo esto les pasaba por confiar en un gully. Habían vagado en la oscuridad durante horas, o al menos así se lo había parecido, tomando una ruta equivocada tras otra, en el laberinto sin fin de cavernas que horadaban la montaña. No habían visto ninguna puerta ni escalera que indicara que la montaña estaba habitada, y habrían llegado a dudar de la misma existencia del castillo si no lo hubieran visto con sus propios ojos, coronando la montaña por encima del mar. De vez en cuando, tropezaban con las espinas de algún pez muerto hacía mucho tiempo o con el caparazón blanqueado de un cangrejo en las cavernas más oscuras y húmedas, en las que se respiraba un aire viciado, como si no se hubiera renovado desde el Cataclismo. Los relucientes filamentos de algas aún adheridos a las paredes emitían una extraña fosforescencia. En un momento dado encontraron una fétida y hedionda laguna de agua marina, aunque calculaban que se encontraban a cientos de metros por encima del nivel del mar. La laguna se perdía en la oscuridad resonante, dando idea de su tamaño y profundidad, y los caballeros se estremecieron al pensar en los primitivos monstruos marinos que podrían acechar en sus aguas.
Pese a que Glabela era una pésima guía, el grupo había ido ascendiendo. El ruido del embate de las olas había ido disminuyendo progresivamente hasta desaparecer, y al fondo de una caverna encontraron una estrecha escalera excavada en la pared. Los escalones seguían una falla en la roca y pasaban rozando afloramientos rocosos que obligaron a los caballeros a avanzar de lado y a duras penas. En una de estas afloraciones, Valian encontró una escama draconiana dé color bronce encajada en una grieta de la pared, que procedió a mostrar a los demás, prueba positiva de que seguían el camino correcto.
Finalmente, la escalera había desembocado ante una puerta de hierro. Los caballeros estaban exhaustos y sin aliento, por lo que lady Meredith sugirió que descansaran. Luego, sir Valian había abierto cautelosamente la desprotegida puerta, se había asomado al exterior y había informado a los demás que daba a un corredor vacío, iluminado por antorchas.
Glabela, que ya estaba segura de dónde estaba, los había guiado por un laberinto de oscuros y sinuosos corredores. Fueron dejando atrás puertas y pasillos, pero la enana había seguido adelante con tal seguridad que nadie dudaba de que los guiaba a las mazmorras donde Ayuy estaba encerrado, si aún estaba vivo.
Al fin, Glabela se había detenido ante otra puerta de hierro iluminada por una única antorcha humeante. Era una puerta enorme, apabullante, con los herrajes oxidados y cubiertos por húmedo musgo, justo como son las entradas a un calabozo. Pero al abrirla aterrizaron en medio de un cuartel de draconianos, sorprendiendo a las malignas criaturas, que se quedaron mirándolos y los caballeros tuvieron que batirse en retirada. A medida que pasaban los minutos, la esperanza de rescatar a Ayuy se había desvanecido y empezaron a dudar de sus posibilidades de salir con vida del castillo.
Valian había recibido una herida en la muñeca que le había hecho soltar su espada, y lady Gabriele se había sacrificado para poner al elfo a salvo. Las armas draconianas se clavaron en su espalda. Cuando entraron a la cocina, los draconianos llegaron con arqueros. El grupo logró cerrar las puertas, pero no con la suficiente rapidez para salvar a lady Michele.
—¡Tenemos que escapar de aquí! —gritó Meredith a Glabela—. ¡Comprueba la otra puerta!
Pero la enana estaba paralizada por el terror. Se acurrucó en el suelo, debajo de una mesa, incapaz de moverse.
—No puedo soportar la idea de que voy a morir aquí por nada —exclamó Elinghad—. Es una misión sin sentido.
—¡Cuidado! —advirtió Valian cuando la tercera puerta se abrió. Jessica se preparó para lo peor y Glabela chilló.
Un enano gully ataviado con un alto sombrero blanco y un pegote de pasta blanca reseca en la barba entró en la cocina acarreando un cuenco de cerámica que abultaba casi tanto como él. Al encontrarse con los caballeros que se volvían hacia él con las espadas desenvainadas y una fiera expresión en sus rostros, el gully dejó caer el cuenco lleno de gachas de avena, dio media vuelta y huyó por donde había venido.
—¡Seguidlo! —gritó Meredith triunfante—. Vamos, idos todos. Corred. Yo defenderé esta puerta. Los demás marchaos. Jessica, no olvidéis a Glabela.
—No pienso dejaros —afirmó Elinghad. Valian se precipitó hacia la puerta abierta seguido por Jessica, que cargaba con la gully bajo el brazo.
—Id también vos —ordenó lady Meredith al joven caballero—. Yo los contendré en esta puerta un momento y después os seguiré.
Con una última mirada de muda protesta Elinghad Bosant, Caballero de la Espada, corrió tras sus compañeros.
Meredith se retiró de la puerta y desenvainó la espada. En cuestión de segundos, las planchas de madera cedieron, la puerta se rompió con estrépito y los draconianos entraron en tromba. Lady Meredith se dispuso a hacerles frente. Los draconianos lamieron sus espadas y avanzaron hacia ella.
Un grito en el corredor los detuvo. Entonces, se apartaron furiosos para permitir la entrada a un enorme draconiano plateado cubierto de pies a cabeza por una pesada armadura. El nuevo draconiano, que sacaba más de treinta centímetros a todos sus congéneres, entró en la cocina portando en su garruda mano una larga espada de hoja siniestramente curva. Al ver sólo a lady Meredith ante él, se echó a reír.
—¡La Suma Sacerdotisa! —exclamó con fingido deleite—. Mi nombre es Zen. Quería que lo supieras antes de morir.
La dama le respondió con el saludo caballeresco al enemigo. Luego, con un grito de batalla sorprendente en alguien de tan corta talla, la mujer atacó, hendiendo el aire con la espada y con el pelirrojo cabello ondeando.
***
Valian resbaló por enésima vez en la porquería y los despojos desparramados por los corredores. Parecían más bien oscuros y sucios callejones de una antigua ciudad que los corredores de un castillo construido pocos años antes, aunque, a fin de cuentas, se encontraba en la sección gully.
Había perseguido al cocinero gully varios cientos de metros antes de perderlo y perderse a sí mismo en un dédalo de zigzagueantes pasadizos que no parecían seguir ninguna estructura reconocible. El laberinto de pasillos era un lugar extraño, de pesadilla, que le recordaba algo, pero el recuerdo se le escapaba cada vez que intentaba volver sobre él. El caballero trató de regresar a la cocina, pero se internó cada vez más en una hedionda pesadilla.
Por los corredores resonaban gritos y aullidos, como desvaríos de lunáticos. La distancia entre las paredes se fue estrechando y haciéndose más desigual, hasta que se unieron por encima de la cabeza, arqueándose, como las ramas de un árbol. De vez en cuando, un agujero cálido y húmedo se abría a su derecha o izquierda; pero, cuando Valian se detenía y miraba adentro para tratar de decidir por dónde ir, percibía ojos que lo escrutaban desde la oscuridad, ojos hambrientos y al mismo tiempo asustados. A medida que su visión de elfo se fue ajustando a la oscuridad vio las siluetas de sus cuerpos, apiñados en grupos y rebullendo nerviosos.
Con súbito horror el elfo recordó los días, noches y semanas de terror en las laberínticas y antiguas profundidades de Silvanesti, muchos años atrás. Valian se había abierto paso, evitando las legiones del ejército de los Dragones y las patrullas de elfos, hasta un lugar al que sabía que ya nadie se aventuraba. Su esperanza había sido encontrar un enclave elfo perdido u olvidado, recuperar la memoria de la belleza a la que en otro tiempo perteneció, aunque sólo fuera para refugiarse sin ser visto, o morir allí.
Finalmente lo encontró. Sus esperanzas renacieron al vislumbrar la aldea entre los árboles. La guerra no parecía haber llegado hasta allí; nadie se preparaba para la batalla ni huía. Valian se acercó despacio, con cautela, ya que, pese a todo, aún llevaba el estigma de haber sido expulsado de la luz; si lo veían, esos elfos también tendrían el derecho de matarlo.
Al aproximarse tuvo un presentimiento de peligro, pero estaba tan ansioso por establecer contacto con otros de su raza que lo desestimó. Entonces, se percató de que los elfos de la aldea caminaban con los hombros encorvados y la espalda inclinada, y que sus brazos eran insólitamente largos. Además, ninguno entonaba canciones élficas, sino que se comunicaban con salvajes gruñidos. Uno debió de presentir al intruso entre los árboles, porque se volvió y Valian casi lanzó un grito de horror al contemplar al deforme y envilecido elfo. De la mandíbula inferior brotaban hacia arriba largos colmillos, semejantes a los de un jabalí, en los almendrados ojos ardía una llama rojiza de odio y el cabello, en otro tiempo liso y sedoso, era entonces un hirsuto pelaje. La angustia invadió a Valian, y fue incapaz de moverse, de resistir cuando lo rodearon, gruñendo como bestias, babeando y tocándolo con sus horrendas garras. Entonces lo hicieron prisionero, lo alzaron y lo llevaron triunfalmente a la aldea. Allí lo ataron en un altar con leña apilada, empapada de brea y aceite, sin dejar de bailar alrededor de su cuerpo tendido boca abajo. Valian se sentía como si hubiera abandonado su cuerpo y contemplara la escena desde lo alto. Vio cómo traían antorchas y encendían la leña de su pira y contempló cómo las llamas le lamían el cuerpo, le consumían el cabello, le acariciaban los miembros y le quemaban la carne.
Pero no había muerto. Valian se despertó en el suelo del bosque rodeado por los antiguos y ruinosos edificios de piedra de la aldea de sus sueños. La aldea hacía tiempo que había sido abandonada y olvidada y el bosque la había hecho suya; se despertó con la visión del futuro. Cuando se puso en pie y el cabello le cayó en la cara, era tan blanco como la ceniza, quemado por los fuegos de su pesadilla.
En ese momento, unas manos simiescas trataban de tocarlo, de acariciar su carne, y unas pequeñas criaturas se apiñaban a su alrededor, gruñendo, como demonios que acabaran de salir de la tumba. El terror se apoderó de él, pero era incapaz de moverse ni de reaccionar. Finalmente, el caballero arremetió y los pequeños simios corrieron a sus oscuras madrigueras, gritando. Valian huyó, aunque no sabía a dónde.