26

Valian Escu paseaba por las almenas del castillo Uth Wistan en la oscura noche de Sancrist. Por suerte no estaba de guardia, ya que un ejército de goblins habría podido asaltar la muralla y él ni siquiera se hubiera enterado. Su mente estaba en otra parte, recorriendo los maravillosos bosques de su niñez elfa. Valian había nacido en Silvanesti y allí había muerto cuando lo desterraron de la luz. Desde ese momento, ningún elfo de Krynn podía hablarle, ni siquiera reconocer su existencia; sus padres se referían a él como si de un difunto se tratara.

En el alcázar de las Tormentas, cuna de los Caballeros de Takhisis, había renacido. Con ellos había encontrado la familia y el sentimiento de pertenencia que tanto anhelaba. No obstante, los caballeros no lo habían aceptado completamente, y en ese momento le parecía que todo lo que tanto había luchado por conseguir no era más que una mentira, un engaño cuidadosamente preparado. ¿Dónde estaba el tan cacareado honor de los Caballeros de Takhisis? Yacía encerrado en una mazmorra draconiana, encarnado en la figura de un enano gully.

¿Qué era lo primero que lo había alertado? ¿Tal vez la sorprendente decisión de lady Mirielle de unirse a los Caballeros de Solamnia, sus más acérrimos enemigos? ¿O quizá fue más tarde, en La Fronda, cuando Alya se empeñó en negar la presencia de draconianos en la isla de Sancrist? ¿O fue una extraña coincidencia que Pyrothraxus atacara La Fronda y rompiera así la inestable paz no declarada?

Y también estaba lord Tohr, asimismo empeñado en negar la existencia de la fortaleza draconiana, y la presión que había ejercido para terminar con la votación para elegir al líder de la nueva Orden. Sir Liam tenía razón, Pyrothraxus no representaba una amenaza real; el dragón había sido enviado para destruir a Jessica, al clérigo y a él mismo.

Mientras reflexionaba sobre esos asuntos, Valian recorrió todas las almenas del castillo pasando por encima de la puerta de entrada del patio interior, en el que Ayuy vivía, y por el lugar en el que Gunthar y Tohr se habían encontrado la primera noche, que ahora parecía tan lejana. El elfo continuó su paseo con la cabeza gacha y las manos enlazadas a la espalda.

Se detuvo bruscamente al oír una voz familiar muy cerca de las habitaciones de lord Tohr. A la luz de la antorcha que ardía en el patio vio una ventana abierta pese a que la noche era muy fría. Las oscuras cortinas impedían que la luz se filtrara. Era Tohr quien hablaba.

—¿Estáis seguro de que funcionará? —preguntaba a alguien.

Valian se arrimó a la ventana para escuchar mejor.

—Pues claro, milord. Esta poción fue creada antes de la Guerra de Caos. No os preocupéis, una vez que su magia os rodee, ningún humano de Krynn podrá resistirse a vuestros encantos. Todos harán lo que vos deseéis —respondió otra voz, la de Trevalyn.

De improviso, Valian apartó a un lado las cortinas y entró en la habitación.

—¿Y también funciona con los elfos? —inquirió. El Caballero de la Espina estuvo a punto de caerse de espaldas por la sorpresa, pero el rostro de lord Tohr permaneció calmado, como si lo hubiera estado esperando. El caballero negro sostenía en su mano surcada por cicatrices una diminuta ampolla de vidrio llena de un fluido rojo.

—Me alegro de que hayáis venido, Valian —saludó al elfo en tono cortés mientras dejaba la ampolla en el escritorio que tenía delante—. Quería hablar con vos para poneros al día de nuestra situación aquí.

—Si yo planeara usurpar el poder de los solámnicos en su propio castillo, al menos tendría la precaución de cerrar la ventana —se mofó Valian.

—Un descuido —replicó Tohr—. Hemos sido muy descuidados. Trevalyn, por favor, cerrad esa ventana para evitar más invitados inesperados.

El Caballero de la Espina se metió tras la cortina y cerró la ventana de golpe. Luego, regresó al lado de Tohr con las manos embutidas en las mangas de su túnica gris.

—De modo que éste ha sido el plan desde el principio —afirmó Valian.

—De hecho, no. Nosotros creíamos que Liam sería elegido Gran Maestre. Por esta razón lady Mirielle no vino en persona. Pensamos que tardaríamos años en llevar a cabo nuestros planes y colocar el cetro en manos de uno de los nuestros. ¿Pero ahora? —Tohr se encogió de hombros—. Ha resultado sorprendentemente fácil ganarme a sus propios hombres. Todo lo que puedo decir es que Liam tuvo su oportunidad y perdió en una votación justa.

—Os olvidáis del asesinato de Gunthar —espetó el elfo—. Ahora conseguimos mediante el asesinato y la falsedad lo que no podemos ganar luchando. ¿Por qué no fui informado?

—Ya conocéis la respuesta a esa pregunta. Vivimos en un mundo que funciona por la política, amigo mío. Los héroes ya no alcanzan la gloria a lomos de Dragones Plateados, sino que se abren paso por las trincheras de las palabras, tomando lo que pueden y contando todas las pequeñas victorias, sin importar cómo se ganan.

—¿Incluso las victorias sin honor? —indagó Valian.

—El honor vendrá más tarde —explicó Tohr—. Sed realista, Valian. Los Caballeros de Solamnia están acabados; nunca comprendieron la gran verdad que lord Ariakan captó desde el principio: los guerreros necesitan guerras. Los solámnicos se han destruido a sí mismos en la paz. Podríamos vencerlos en el campo de batalla; sí, pero ¿a qué coste? ¿Cuántas vidas salvaremos derrotándolos con nuestros métodos?

—Lamento decepcionaros, milord, pero aún no habéis ganado —dijo Valian—. Ahora conozco vuestro secreto.

—Si realmente pretendéis frustrar nuestros planes, no deberíais cometer el error de pregonarlo aquí esta noche —replicó Tohr con una sonrisa de lobo.

—Os ofrezco una salida, una salida honorable. Pedid otra votación y esta vez no propongáis a lady Mirielle. Gunthar tenía razón; es mejor que trabajemos juntos en vez de unos contra otros —urgió Valian—. Esto nos haría más fuertes, más grandes, más nobles.

—Y ¿qué ocurre con nuestra reina? ¿Qué pasa con Takhisis? —siseó Trevalyn.

—Takhisis está muerta —repuso Valian secamente—. Murió ese día en la Torre del Sumo Sacerdote, cuando lord Ariakan invocó su nombre en vano.

—Takhisis no murió, sólo se puso a salvo de la furia de Caos. Un día volverá —proclamó el Caballero de la Espina.

—No importa. No podemos esperar su regreso —repuso Valian—. Lo mejor que podemos hacer ahora es unir las dos Órdenes.

—Amigo mío, para ser elfo sois realmente ingenuo —rió Tohr—. El sueño de Gunthar era absorber la Orden de los Caballeros de Takhisis sin necesidad de batallar. Fue Gunthar quien envió la carta a lady Mirielle, fue Gunthar quien propuso que uniéramos las dos Órdenes. Desde luego, ya habíamos enviado draconianos a esta isla para contar con un punto de apoyo y también los enviamos a negociar con Pyrothraxus. De ese modo nos evitábamos tener que combatirlo, como los solámnicos. El hundimiento del Donkaren nos enseñó que los tratados con él no son más que papel mojado.

»La carta de Gunthar nos cogió a todos por sorpresa. ¿No os habéis dado cuenta de que en eso radicó la genialidad de Gunthar? Él habría sido el Gran Maestre de la nueva Orden y la habría dirigido a su antojo. La Orden de los Caballeros de Takhisis habría desaparecido, mientras que los Caballeros de Solamnia pervivían bajo otro nombre. Todo lo que hemos hecho ha sido cambiar las tornas.

—No todavía —objetó Valian—. No funcionará. Yo lo impediré.

—No sois consciente de lo precaria que es vuestra situación —afirmó Tohr.

—Mi posición siempre ha sido precaria —replicó el elfo.

—¿Creéis que sois un héroe, que vais a salvar a la Orden, como Sturm Brightblade? —le espetó Tohr en tono de mofa. La voz se le hizo más siniestra al tiempo que la cara se le distorsionaba en un gruñido—: Los muertos no se convierten en héroes.

Valian reaccionó con rapidez y agilidad y antes de que Tohr pudiera pedir ayuda, el elfo ya había desenvainado la espada y la apuntaba al corazón de su amo, listo para atravesarlo.

Tohr se quedó helado. Trevalyn, a su lado, se estremeció del susto o de ira. Tohr trató de hablar con calma, pero sin éxito: su voz temblaba de miedo.

—No iréis a matar a un hombre desarmado.

—¿Dónde tenéis la espada? —gruñó Valian entre dientes.

—No necesito espada —contestó Tohr—. ¡Tengo un escudo!

Súbitamente, agarró a Trevalyn por la manga y lo lanzó contra el elfo oscuro. El caballero vestido de gris soltó un agudo chillido de sorpresa cuando la espada de Valian se deslizó entre sus costillas.

—Trae mala suerte… matar a… un mago —boqueó Trevalyn al tiempo que asía la espada. La sangre le salpicó los labios y manó de su pecho tiñendo de negro su túnica gris.

Valian, momentáneamente desconcertado, tiró del acero para liberarlo. Trevalyn se derrumbó a sus pies.

—Ya no tienes magia —le dijo al cadáver—, y de todos modos nunca me gustaste.

Entonces se volvió hacia Tohr, pero el Caballero de la Calavera ya había salido afuera y llamaba a gritos a la guardia. Con un gruñido de rabia, Valian apartó violentamente la cortina, abrió la ventana y escapó a las almenas justo cuando tres caballeros irrumpían en la habitación, blandiendo las espadas.

***

La vela de Liam se había consumido casi por completo y ya no era más que un cabo apenas más grande que su dedo gordo. Tenía delante, sobre el escritorio, los papeles de Gunthar, pero aún no había empezado. Pese a que la Orden necesitaba imperiosamente algún tipo de mando y dirección, a él le resultaba imposible empezar la tarea. ¿Era por miedo al fracaso, a su propio fracaso, o era por miedo a tener que anunciar que la Medida revisada por Gunthar era un desastre? ¿Podría admitir aquella posibilidad ante todos?

Pero, en ese instante, tenía otras cosas en que pensar; por ejemplo, en su fracaso en la votación por la sucesión y en lo que les había comunicado Valian Escu acerca de la existencia de una fortaleza draconiana. Esa misma tarde se había entrevistado con Jessica Rocavestina, y la dama había confirmado todo lo que el elfo había dicho, y más. Jessica le había explicado con más detalle la parte referida al clérigo, Navalre Arcoris; su encuentro en el bosque con un ser capaz de adoptar la forma de quienquiera que matara y el ataque a su casa mientras estaba fuera. La dama también le había descrito las heridas de la perra, Milisant. Al escucharlo Liam había recordado que los mozos de cuadra habían comentado que uno de los sabuesos no había regresado de la caza, pero en aquellos momentos no le había dado importancia. La dama había roto a llorar cuando describió la destrucción de La Fronda; lloraba como si lamentara la pérdida de un viejo y querido amigo.

Liam simpatizó con ella, aunque no era propio de su carácter mostrar simpatía. Todas las viejas costumbres y los viejos lugares desaparecían y nada ocupaba su lugar: los dioses, la Orden, incluso la magia. Pese a la profunda desconfianza que le inspiraba la magia, el caballero tenía que admitir que el mundo era un lugar mejor con ella que sin ella. En esta nueva era ya no había héroes y los que quedaban de la era anterior resultaban ser pobres recuerdos de sí mismos; los enanos gullys vivían a costa de los despojos de un mundo glorioso que nunca habría de volver.

Liam respiró hondo y se armó de valor. Encendió una nueva vela con la llama de la anterior y la colocó encima de su escritorio. Después, alargó la mano para coger la primera hoja de la pila que tenía más cerca.

Avanzó página a página, tachando con su pluma los pasajes irrelevantes en el conjunto de la obra. Fuera, los guardias iban pasando, y su pluma trabajaba sin descanso. A veces reía por lo que leía y otras meneaba la cabeza con pesar, pero trabajó hasta bien entrada la noche, olvidando la cena, olvidando el descanso, olvidándolo todo excepto la tarea que tenía entre manos. La nueva luna blanca, que salió tarde, brillaba a través de su ventana. El caballero hizo una breve pausa para abrir una nueva botella de tinta.

Liam cogió la página siguiente y, al desplegarla en el escritorio con la pluma ya preparada, un pedazo de papel voló de la parte superior de la pila y aterrizó boca abajo delante de él. El caballero le dio la vuelta y leyó:

«Abandona este absurdo proyecto y márchate, o tú y tus caballeros sufriréis las consecuencias».

Liam se recostó en el respaldo de la silla y lo leyó de nuevo. Luego, lo sostuvo contra la luz de la vela y comprobó que el papel parecía haber sido arrancado de un libro. La filigrana era de Betterman, un taller de encuadernación en Kalaman.

Antes de que pudiera reflexionar sobre la nota, sonó una tímida llamada en la puerta. Con el papel aún en la mano, el caballero se acercó cautamente a la puerta y aguzó el oído. Al no oír nada, preguntó:

—¿Qué queréis?

—Milord, perdonad, pero aquí hay alguien que quiere veros —contestó el capitán de la guardia desde el pasillo.

—¿A estas horas? —se extrañó Liam. El caballero estaba en guardia desde que había oído la historia de los sivaks que asesinaban y después adoptaban la forma de sus víctimas—. ¿Quién es?

—Es el clérigo que ha llegado con lady Jessica esta tarde —contestó el capitán—. Ya le he dicho que vos estabais muy ocupado, pero él insiste.

—Decidle que lo veré por la mañana.

—¡Debo ver a sir Liam! —gritó otra voz.

—Sir Liam os recibirá por la mañana. ¡Ahora idos! —le advirtió el capitán.

—Tengo noticias sobre la muerte de Gunthar. ¡He estado en la cripta! —gritó el hombre, y se oyeron ruidos de lucha.

Liam ahogó una exclamación, fue a la puerta de un brinco y la abrió, airado.

—Tráelo —siseó—. Y no hagáis ruido o despertaréis a todo el castillo.

El capitán, un fornido ergothiano, arrastró a Navalre Arcoris hasta la habitación y lo arrojó al suelo sin ceremonias.

—Podéis iros —despidió Liam al guerrero con un ademán. Navalre se puso en pie, se apartó los cabellos de la cara y se volvió para mirar a sir Liam.

—¿Qué es eso de que habéis visitado la cripta? —inquirió el caballero, al tiempo que regresaba detrás del pesado escritorio de madera de roble, colocándolo entre él y el frenético clérigo, y usándolo para ocultar la daga que empuñaba—. Es un lugar al que sólo pueden acceder los iniciados.

Navalre carraspeó y dijo:

—Ya sabéis que pasé cierto tiempo con un enano gully llamado Ayuy Cocomur, el cual afirmaba haber presenciado la muerte de Gunthar.

Liam asintió, impaciente.

—Ayuy hizo una imitación muy buena de la muerte de lord Gunthar —prosiguió Navalre—. Y mencionó otras cosas, por ejemplo sobre el perro, Garr, que me hicieron sospechar de la causa de la muerte de Gunthar.

—Trevalyn Kesper ya ha determinado la causa de la muerte. Ha dicho que… —Liam se interrumpió y enarcó una ceja.

—Ah, ahora empezáis a comprender qué hacía yo en la cripta. —El clérigo avanzó hacia él y se metió la mano en el bolsillo.

Inmediatamente, Liam retrocedió con la daga presta para atacar. Navalre se quedó inmóvil con la mano medio dentro medió fuera del bolsillo.

—No llevo ninguna arma —se defendió—. Mirad. —El clérigo mostró un poquito del pedazo de papel que tenía entre los dedos para que Liam lo viera—. Es sólo un pedazo de papel.

Liam bajó el arma. Navalre suspiró aliviado y desplegó cuidadosamente la hoja.

—Las cogí de la herida de Gunthar en el muslo —explicó mientras dejaba el papel sobre el escritorio.

—¿¡No habréis profanado el cuerpo!? —exclamó Liam alarmado.

—No, claro que no —replicó Navalre con una risita nerviosa—. Las encontré en la superficie de la herida.

Liam se inclinó precavidamente hacia adelante para observar. No había nada excepto unas gotitas ambarinas en un pliegue.

—Antes de venir a Sancrist, los elfos de Qualinesti me enseñaron un veneno con el que los draconianos, a veces, untan sus flechas —explicó Navalre.

—¿Veneno? —exclamó el caballero.

—Al secarse se solidifica en pequeños nódulos semejantes al ámbar. Sólo se disuelve en una sustancia: la sangre. Los demás líquidos no tienen ningún efecto sobre él.

—¿Podéis probar lo que decís? —indagó Liam.

—He venido aquí para probar el veneno, para que lo veáis con vuestros propios ojos. Si me pasáis esa botella de brandy, podremos empezar.

Liam cogió, receloso, una botella colocada en la mesa detrás de él y se la tendió al clérigo. Navalre quitó el tapón y vertió sobre la palma de su mano una pequeña cantidad de licor. Entonces hundió un dedo en el líquido y dejó caer una gota sobre uno de los nódulos ambarinos. La gota salpicó el papel y lo manchó, pero el nódulo permaneció inalterable.

—Ahora si sois tan amable —pidió Navalre al caballero, tendiéndole la mano.

Liam lo miró sin comprender.

—Con la daga —indicó el clérigo, moviendo los dedos.

Liam asió la mano de Navalre y la sostuvo con firmeza en la suya; luego, dio la vuelta a la daga y pinchó el pulgar del clérigo. Navalre se estremeció y una gota de sangre brotó del corte.

Con cuidado de que la herida no tocara el nódulo, Navalre estrujó el pulgar encima del papel. La gota de sangre se hinchó y osciló durante lo que pareció una eternidad antes de caer, cerca de la gota de brandy.

A medida que la sangre empapaba el papel, los nódulos ambarinos empezaron a disminuir de tamaño hasta que se disolvieron en la sangre.

El Primer Jurista descargó el puño en la mesa lanzando al suelo pilas de papeles y gritó, airado:

—¡Tenéis razón, lo envenenaron!

—Es por esto por lo que los draconianos persiguieron al gully con tanta saña, porque conocía el secreto de Gunthar —afirmó Navalre.

—¿Qué secreto? —inquirió Liam, a quien la sangre se le subía a la cabeza.

—Algo que Gunthar susurró al gully justo antes de morir: «el libro… Kalaman… Liam… Belle… díselo a él… a nadie más». Creo que quizá tenía algo que ver con la Medida revisada.

—Es posible. —Liam consideró con esperanza aquella sorprendente información. Qué alegría sería que Gunthar hubiera acabado la Medida y la hubiese escondido en algún lugar. Pero ¿dónde? ¿Qué quería decir Gunthar? ¿Estaba en el castillo Uth Wistan o quizás en Kalaman? ¡Kalaman!

Sus ojos buscaron, raudos, la nota que tenía en la mano, en la filigrana de Kalaman. El libro que Liam había regalado a Gunthar hacía años, un libro que no guardaba en su estudio sino en la habitación de Belle, la antigua alcoba de la esposa de Gunthar y que ahora ocupaba…

—¡Traedme inmediatamente a lord Tohr! —gritó Liam al tiempo que se dirigía, airado, a la puerta y la abría bruscamente. El caballero retrocedió al encontrarse con lady Jessica con el brazo alzado, como si estuviera a punto de llamar. La dama se quedó boquiabierta.

—¡Lady Jessica! —exclamó Liam—. ¿Qué hacéis aquí? Disculpadme, por favor. ¡Guardias! —gritó, tras lo cual volvió a retroceder, sorprendido—. ¡Vos!

Dos Caballeros de la Espada mantenían firmemente agarrado a Valian, que se debatía como si pretendiera escapar.

—Sir Valian vino a mi habitación y me pidió que lo llevara ante vos, sir Liam —trató de explicar la dama—. Dice que es importante.

—Desde luego que lo es —replicó Liam y ordenó al capitán de la guardia—: Capitán, retened al elfo. No tratéis de escapar, Valian.

—He venido para advertiros —gritó Valian al ver que el guardia entraba en la habitación con la espada desenvainada—, no para… escapar.

—¿Advertirnos de qué? —preguntó Liam.

—De que desde el principio lord Tohr ha conspirado para hacerse con el control de los Honorables Caballeros de Sancrist —contestó Valian—, y de que hizo matar a Gunthar, aunque no sé cómo.

—Con veneno —intervino Navalre.

—Lo que sospechaba —comentó el elfo.

El capitán de la guardia, de pie en el centro de la habitación, los miró, confundido.

—¿Lord Gunthar envenenado?

En ese instante, otro guardia apareció en la puerta abierta y miró a su alrededor, como si buscara a alguien. Sus ojos se posaron en el capitán.

—Capitán, sir Trevalyn Kesper ha sido encontrado muerto en los aposentos de lord Tohr Malen —anunció.

—Fui yo —admitió Valian.

—Y ¿qué hay de lord Tohr? —preguntó Liam.

—No está en su habitación y todos los demás Caballeros de Takhisis también han desaparecido. Los guardias tampoco encuentran a muchos de los nuestros. Tal vez los demás…

Todos se volvieron al oír el son de cuernos en el patio. En el corredor resonaron pasos. Liam cruzó precipitadamente la habitación y abrió la ventana. Una flecha se clavó en las pesadas cortinas, al lado de su cabeza.

Fuera, los hombres lanzaban desafíos solámnicos y se oía el entrechocar de metal. Las hachas golpeaban contra escudos como si fueran martillos y se oían gritos de dolor. Se encendieron fuegos que iluminaron todo el cielo.

—Hermanos contra hermanos —se lamentó Liam con lágrimas en los ojos—. ¿En qué nos hemos convertido?