24

Un golpe en la puerta devolvió bruscamente a Liam a la realidad. Se había quedado adormilado y había soñado con cosas imposibles, mientras encima de su escritorio, del escritorio de Gunthar, descansaba el manuscrito que Liam había dejado, asqueado, tres semanas antes y no había vuelto a tocar. Desde la lectura del testamento pasaba casi cada día en el antiguo estudio de Gunthar, supuestamente corrigiendo y ordenando la Medida revisada. En realidad, se dedicaba a mirar por la ventana, a examinar los cuadros colgados de las paredes, a limpiarse las uñas o, simplemente, a dormitar. Nunca se sentía con ánimos para empezar a organizar la obra suprema de Gunthar, su regalo de despedida a la Orden por el que siempre sería recordado. La Medida de Gunthar inspiraba más miedo a Liam que un enemigo mortal. Él, que había luchado contra dragones a miles de metros por encima del nivel del suelo, era incapaz de corregir la Medida por la enormidad de la tarea que representaba.

El primer tercio no sólo era legible sino también perfecto, la obra de una mente brillante. Gunthar había empezado a revisar la Medida poco después de la Guerra de la Lanza. Durante la guerra, la estricta y ciega observancia de la Medida casi había destruido la Orden, por lo que lord Gunthar consagró su vida a reformarla y convertirla en un compendio de directrices flexibles y redactadas en estilo fluido, en las que un caballero o una dama podrían inspirarse en cualquier situación imaginable. Gunthar había trabajado cuidadosa y diligentemente en esta obra durante los años transcurridos entre la Guerra de la Lanza y la Guerra de Caos.

Pero la muerte de su último hijo, superviviente en la Guerra de Caos, había causado estragos en la mente de Gunthar. Si antes su pensamiento había sido claro y conciso, a partir de entonces se limitaba a esbozar ideas sin completarlas. No todas ellas eran desechables, pero era preciso desarrollarlas y ampliarlas. Tras la muerte de su esposa, los escritos de Gunthar se habían hecho aún más confusos y había empezado a divagar, a mezclar sus reflexiones sobre la Medida con evocaciones del pasado y cavilaciones sobre la vida cotidiana. Emborronaba páginas y más páginas, y quizás al final garabateaba rápidamente una idea sobre el ceremonial. Había cartas inacabadas dirigidas a su esposa en las mismas hojas en las que figuraban indicaciones para los diversos tipos de batalla, y se repetía continuamente. Incluso descubrió en aquellos decepcionantes documentos, once variaciones sobre la disposición de los centinelas en un terreno montañoso. Después de eso, apartó asqueado la Medida revisada y ya no la había vuelto a tocar.

«Mañana —se decía Liam cada día—, empezaré mañana. ¿Qué importa un día más? Primero tengo que poner en orden mis pensamientos».

Preocupado como estaba por la Medida, Liam había accedido de mala gana a ceder temporalmente el mando de la Orden a Tohr Malen y tenía que admitir que el caballero negro se manejaba admirablemente. Por sus dotes de mando y su poderosa personalidad, Malen ya se había ganado a muchos caballeros solámnicos. Su carisma y magnetismo hacían olvidar que en el pasado había dedicado su vida a la causa del Mal. Mientras Liam se hundía en una depresión, Tohr Malen estaba convirtiendo a los Honorables Caballeros de Sancrist en un poderoso y bien organizado cuerpo de guerreros; insuflaba nueva vida y energía a hombres y mujeres hastiados de inactividad. Liam sentía que estaba perdiendo autoridad y control.

Por esa razón había convocado el Gran Consejo, para forzar una votación antes de que todos tomaran partido por Tohr Malen.

El golpe en la puerta devolvió a Liam a la realidad de que era la hora de bajar y encararse a la asamblea. El caballero se puso lentamente de pie, mientras el paje aporreaba, impaciente, la puerta. Después de colgarse la espada en el talabarte, se pasó nervioso la mano por sus rizos entrecanos, se dirigió a la puerta y la abrió.

—Disculpad, milord —dijo el paje haciendo una reverencia—. El Consejo está listo.

Liam respiró hondo y asintió. El paje empezó a avanzar por el corredor y el caballero lo siguió con la cabeza alta y la mirada serena, como si se dirigiera a la que podía ser su última batalla.

Llegaron a una puerta en forma de arco justo cuando la campana tocaba mediodía y señalaba el cambio de la guardia.

—Qué apropiado —musitó Liam. El paje abrió la puerta y se apartó para dejar pasar al caballero, que tuvo que agacharse.

Liam se encontró en una antecámara en la que esperaban varios caballeros de renombre, como la Suma Sacerdotisa Meredith Valrecodo, que le sonreía con simpatía, y lord Quintan Estafermo, que evitó mirarlo. «De modo que Quintan se ha pasado al otro bando», pensó Liam.

El extraño y distante Caballero de la Espina, Trevalyn Kesper, rumiaba, solo, en un rincón, mientras que Tohr Malen paseaba nervioso por la diminuta sala. Al entrar Liam, Tohr sonrió y se acercó a él con la mano tendida.

—Sir Liam, sólo quiero decir que, sea cual sea el resultado de la votación, yo no os considero mi adversario. De hecho, confío en que un día podamos ser amigos —dijo mientras estrechaba la mano de Liam con fuerza.

—Lo mismo digo —respondió Liam cortésmente—. Asimismo dejaré a un lado mis sentimientos personales y acataré la legítima decisión del Consejo.

Una alta puerta situada enfrente de la de entrada se abrió con un crujido, sir Elinghad Bosant asomó la cabeza y susurró:

—Damas, caballeros, cuando gusten.

Liam asintió para indicar que estaba preparado y sir Elinghad miró a lord Tohr buscando su confirmación. «También Elinghad —pensó Liam tristemente—. ¿Y cuántos más?». Tohr asintió y el joven caballero retrocedió.

—Honorables Damas y Caballeros de Sancrist —dijo Elinghad con voz alta y contundente—. En pie para saludar al Primer Jurista, sir Liam Ehrling, sir Tohr Malen y sir Trevalyn Kesper —fue anunciando a medida que entraban en la capilla.

Era el mismo lugar en el que se habían celebrado los funerales por Gunthar; aunque, frente al altar, se había colocado una mesa y seis sillas. En el centro de una mesa había una vasija de arcilla llena de pequeños discos de cerámica circulares, la mayoría de los cuales eran blancos aunque uno negro sobresalía por arriba. Los cinco líderes de los caballeros tomaron asiento detrás de la mesa, de cara a la congregación formada por cualquier dama o caballero que quisiera asistir. La sexta silla, la reservada al representante de los Caballeros del Lirio, estaba vacía. Liam miró alrededor, pero nadie se ofreció a ocuparla.

Finalmente, entraron los lores caballeros, como los jurados de un juicio. Cuando todos hubieron tomado asiento, Liam se levantó y dijo:

—¿Dónde está lady Alya Hojaestrella, representante de los Caballeros del Lirio?

—Según nuestras informaciones llegará antes de una hora —respondió Tohr—. Mientras tanto, creo que podríamos empezar con los preliminares.

—Sí, bueno… —masculló Liam. Entonces carraspeó y dijo en tono monótono y desinteresado, al tiempo que ordenaba unos papeles sobre la mesa—: Honorables Damas y Caballeros de Sancrist, declaro abierto este Gran Consejo.

»Como ya sabéis, éste es el primer Gran Consejo de los Honorables Caballeros de Sancrist, por lo que trataré de explicar los cambios en las normas que algunos de vosotros ya conocéis. —Liam siguió hablando monótonamente un rato, y los asistentes empezaron a moverse nerviosos en sus asientos.

»En vista de que no hay noticias ni anuncios —dijo por fin—, podemos empezar con la razón de que hayamos convocado el Consejo. Hoy estamos aquí reunidos para elegir al primer Gran Maestre de los Honorables Caballeros de Sancrist. Puesto que aún no podemos aplicar la Medida revisada por lord Gunthar, mis compañeros y yo nos hemos puesto de acuerdo sobre un procedimiento justo para todos. ¿Hay alguna objeción? —Nadie dijo nada, por lo que prosiguió—: Primero, presentación de candidatos al puesto.

Lady Meredith se puso en pie y anunció en tono desafiante:

—Propongo a sir Liam Ehrling.

—Gracias, lady Meredith —dijo Liam—. ¿Alguien la secunda? —El Primer Jurista miró a Quintan, pero el líder de los Caballeros de Corona tenía la vista fija al frente y un rostro inexpresivo.

—¡Yo la secundo! —gritó uno de los presentes.

—La candidatura ha sido secundada —proclamó Liam, afectado por la deserción de sus antiguos incondicionales—. ¿Más candidaturas?

—Propongo a lady Mirielle —dijo lord Tohr.

—Y yo lo secundo —añadió Trevalyn antes de que Liam tuviera tiempo de preguntar.

—Lady Mirielle ha sido propuesta y secundada —dijo Liam ceñudo—. ¿Hay más candidatos?

Silencio en la capilla.

—Declaro las candidaturas cerradas —dijo Liam—. Ahora procederemos a la votación de la siguiente manera: cada miembro de este consejo de presidencia, formado por seis caballeros, emitirá un voto. Después se hará un sorteo entre las damas y los caballeros asistentes, y seis de ellos también podrán votar. Si la primera votación acaba en empate, se decidirá a suertes un séptimo votante para que emita el último y decisivo voto.

»No obstante, en vista de que lady Alya aún no ha llegado, creo que sería conveniente hacer un receso.

—Quizá podríamos empezar con el sorteo de los seis votos —propuso Tohr.

—Sí —accedió Liam de mala gana—, es una buena idea —y añadió dirigiéndose a la primera fila de caballeros—: Que todo el mundo se acerque y desfile ante la mesa. Al llegar al centro, volved la cabeza y sacad un solo disco de la vasija. Confiamos en que, por vuestro honor, no miraréis. Sólo votarán los que saquen un disco negro.

Las damas y los caballeros de la primera hilera se levantaron y desfilaron solemnemente hasta el centro del pasillo.

Uno a uno, fueron pasando frente a la mesa, se detuvieron y sacaron un disco de la vasija. Algunos escondieron el color que habían sacado, otros lo mostraron con alivio o consternación. Pronto ya no quedaron discos en la vasija y el último caballero regresó a su sitio, pero Alya aún no había llegado. Tohr se levantó, se aclaró la garganta y dijo:

—Esta mañana he recibido la información de que una dama venía hacía aquí desde el castillo La Fronda y se la espera en cualquier momento. Hasta entonces, creo que deberíamos proseguir. Si, finalmente, su voto es decisivo, esperaremos a que llegue.

—Sí —convino Liam tras reflexionar brevemente—, creo que es mejor seguir adelante. Hay una última cuestión: yo, como candidato, no puedo votar, pero tengo el derecho de delegar el voto.

El Primer Jurista miró a su alrededor. Estaba a punto de jugar su mejor carta y esperaba que la confianza que iba a depositar en una determinada persona influyera en su voto y en el de otros.

—Elijo a sir Elinghad Bosant —declaró finalmente.

—¡Liam! —susurró Meredith—. Elinghad me ha expresado en privado la gran admiración que siente por lady Mirielle.

—Sir Elinghad es un caballero con un gran sentido del honor, y estoy seguro de que tomará la decisión correcta —replicó Liam en voz lo suficientemente alta para que todo el mundo la oyera.

Elinghad lo agradeció con una solemne inclinación de cabeza.

—¡En pie las damas y los caballeros con discos negros! —ordenó Elinghad.

Seis caballeros, distribuidos al azar por la capilla, se levantaron. Con una chispa de esperanza, Liam reparó en que sólo uno era un Caballero de Takhisis.

—¿Sir Trevalyn Kesper, cuál es vuestro voto? —preguntó Liam.

—Voto por lady Mirielle, por supuesto —rió el Túnica Gris.

—Lady Mirielle —afirmó Tohr.

Meredith se puso de pie para emitir su voto:

—¡Sir Liam Ehrling!

—Lady Mirielle —dijo Quintan, sentado y evitando mirar a sus compañeros.

Era el turno de los seis caballeros que habían sacado discos negros.

—Sir Liam Ehrling —declaró el primero, un Caballero de la Rosa.

—Lady Mirielle —dijo el siguiente, un Caballero de la Corona, guiándose por el voto de su líder.

—Lady Mirielle.

—Lady Mirielle.

A Liam se la cayó el alma a los pies al escuchar cómo sus caballeros votaban en su contra.

—Sir Liam Ehrling.

Para sorpresa de todos, el Caballero de Takhisis había votado por sir Liam. Un murmullo recorrió la sala. Liam contó los votos, suspiró y miró tristemente a sir Elinghad.

Elinghad también contó los votos y al volverse hacia la mesa el sudor perlaba su altiva frente.

—Voto por lady Mirielle —dijo al fin—. Lo siento, milord.

Liam asintió y sonrió débilmente.

—Bueno, parece que, después de todo, no necesitamos el voto de lady Alya —comentó Tohr.

—Así parece —corroboró Liam con un suspiro.

El Primer Jurista indicó con un gesto a un paje que recogiera los discos blancos y negros y los devolviera a la vasija. Todos permanecían en silencio, aunque el resultado de la votación nunca había sido realmente dudoso. Durante las semanas transcurridas desde el funeral, Tohr había sabido ganarse tanto a los veteranos como a los caballeros recién ingresados en la Orden. Sus relatos de las acciones llevadas a cabo por las damas y caballeros que servían a las órdenes de lady Mirielle habían hecho latir con más fuerza sus corazones solámnicos. En ella no veían a una antigua servidora del Mal, sino una brillante mente militar que les ofrecía un futuro glorioso. Se había acabado el esperar. Tohr les había prometido que, cuando las fuerzas estuvieran consolidadas, declararían inmediatamente la guerra a los dragones llegados del otro lado del mar, es decir a Pyrothraxus y los de su ralea. Pocos caballeros podían resistirse a aquello.

No obstante, la mayoría era consciente de que con esa votación se sellaba el fin de los Caballeros de Solamnia. El final había llegado con demasiada rapidez y facilidad, y se echaba de menos un poco más de pompa y ceremonia. Pero el Consejo terminó bruscamente y sin ceremonias cuando Tohr se puso de pie y dijo con una sonrisa que a duras penas podía disimular:

—Bueno, supongo que esto es todo —y añadió dirigiéndose a Elinghad—: Cuando lady Alya llegue, que se presente ante mí de inmediato.

El Caballero de la Espada, agradecido por la oportunidad de abandonar la sala, inclinó la cabeza y se marchó.

Justo entonces, se abrieron de golpe las puertas del fondo de la sala y un agotado caballero cubierto de polvo del camino entró en la capilla.

—Lady Alya no vendrá —anunció.