23

—¿Sabes dónde estás? —preguntó de pronto una voz desde la oscuridad.

Ayuy asintió, haciendo sonar sus cadenas; pero, entonces, recordó que probablemente no podían verle y respondió con un manso «sí».

—¿Sabes quién soy? —preguntó de nuevo la voz que resonó en el inmenso vacío de la cámara en la que el gully se encontraba.

Ayuy estaba encadenado por los tobillos, las muñecas, el cuello y la cintura a un bajo bloque de piedra. De vez en cuando, notaba que algo le correteaba por las piernas, pero la oscuridad le impedía ver nada. Tenía la impresión de que llevaba así muchos días.

—Mí no sé nada —replicó Ayuy.

Entonces, brilló una luz que iluminó una pequeña galería con un oscuro hueco en el fondo. Un ser estaba allí, de pie, mirando a Ayuy con su monstruoso ojo rojo. Era un draconiano, pero contrahecho y deformado por la magia que lo había creado. Un lado del rostro mostraba inquietantes rasgos, medio humanos medio reptilianos, pero el otro lado era una masa informe semejante a la cera fundida. En algunos lugares, el hueso desnudo le asomaba entre la carne deforme; mientras que, en otros, espeluznantes protuberancias óseas y córneas abultaban bajo la piel en formas fantásticas. Era como una pesadilla que hubiera adquirido vida.

—¡Mí no sé nada! —chilló Ayuy aterrorizado. El gully apartó la mirada y cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera conseguir que la espantosa visión se desvaneciera.

—Me llaman «El Primero» —dijo el draconiano—. Me llaman así porque soy el primogénito, el primero de mi especie que salió del huevo antes de que se perfeccionara la magia de nuestra transformación draconiana. La magia aún tenía defectos; y es por esto por lo que yo también tengo defectos; pero yo sobreviví mientras que mis hermanos tuvieron un final espantoso: murieron con los cuerpos retorcidos y las mentes destrozadas por su deformidad. Pero también soy más perfecto que los que vinieron después de mí; soy mucho más poderoso. Lo sé todo, de hecho, sé algo sobre ti, Ayuy Cocomur.

—Mí no Ayuy Cocomur. Coger gully equivocado —gritó Ayuy.

—Mientes —rió el draconiano—. Ambos lo sabemos. ¿Negarías tu propia identidad para salvar tu miserable pellejo? Claro que sí. Después de todo, no eres más que un enano gully.

—Mí no enano gully —repuso Ayuy, tratando que su voz sonara profunda y adusta—. Mí Enano de las Colinas. Tú zoquete; coger enano equivocado.

—¡Vamos, vamos! Basta ya de juegos estúpidos —dijo el draconiano, haciendo gala de una magnánima paciencia—. Tú eres un enano gully, el gully al que mis sirvientes han perseguido por media isla de Sancrist. Los has tenido entretenidos durante una semana, y a mí me has hecho un gran favor porque necesitaban entrenarse.

Una puerta se abrió con estrépito, y Ayuy volvió la cabeza para ver quién entraba. Eran dos draconianos, uno portaba una antorcha y el otro empujaba una carretilla.

—No todos mis sirvientes son cazadores, o asesinos, según los humanos. Los hay que poseen otras habilidades. Por ejemplo, los baaz que acaban de entrar son maestros en el arte de la tortura.

—¿Por qué torturar a Ayuy? —preguntó el gully, levantando la vista—. Mí sólo un enano gully.

—Porque, querido Ayuy, quiero saber qué te dijo Gunthar antes de morir. Sabemos, por tu propia boca, que te dijo algo. —La luz en la galería se fue atenuando y al gully le pareció que la voz del deforme ser bajaba flotando por el muro. Mientras tanto, los baaz estaban muy ocupados desplegando sus artilugios; Ayuy los contemplaba, temeroso, aunque no conocía su utilidad—. Estabas con lord Gunthar cuando murió y estoy convencido de que, siendo como era un comediante, te comunicó algún espantoso secreto con su último aliento de moribundo.

—¿Qué? —dijo Ayuy, totalmente desconcertado.

La deforme cara del draconiano se hizo de pronto visible junto a la luz de la antorcha de uno de los torturadores.

—¿Qué te susurró Gunthar al oído?, rata miserable. No trates de negarlo. ¿Qué te dijo?

La puerta volvió a abrirse estruendosamente y entró un hombre ataviado con un impecable uniforme azul de capitán. Los tacones de las botas tintinearon en el suelo de piedra mientras se dirigía a la mesa. Entonces se quitó su alto sombrero con plumas e hizo una reverencia.

—¿Y bien, general Zen? —preguntó el líder draconiano.

—El barco y su carga están intactos. Ahora mismo lo están descargando, y los prisioneros están ya en sus mazmorras —respondió el capitán.

—Mala suerte para ellos haber navegado demasiado cerca de esta isla. Buen trabajo, capitán —lo elogió el draconiano.

—Gracias, Gran Maestro Iulus —replicó el hombre, al tiempo que ejecutaba otra reverencia.

—Has adoptado una forma muy interesante.

—Ah, sí. El capitán era un hombre muy elegante —explicó Zen—. Volé al barco mientras pasaba por delante y, como suelo hacer, acabé con uno de los marineros que hacían la guardia, adopté su forma y arrojé el cadáver por la borda. Entonces, me dirigí al camarote del capitán, lo maté y adopté su forma. Después de esto fue un juego de niños; ordené al timonel que pusiera rumbo al puerto del castillo, donde esperaban nuestros soldados. Tomamos el barco sin luchar.

—General Zen, tu eficiencia es un ejemplo para todos nosotros. Entrega algunos prisioneros del barco a los vigías wyvern para recompensarlos. Asegúrate de que el jefe de los carceleros los elige animosos; a los wyvern les encanta jugar con la cena —ordenó Iulus.

—Sí amo —respondió Zen e inclinó la cabeza para despedirse.

—Un momento, amigo mío —ronroneó Iulus—. Eso puede esperar. Primero abandona tu horrible forma humana, está poniendo nerviosos a los baaz.

El general Zen retrocedió unos pasos, cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho. Su cuerpo empezó a cambiar; la nariz se alargó hasta convertirse en un hocico, los dedos se estrecharon transformándose en garras, en la lisa piel humana brotaron escamas plateadas y en hombros y espalda le nacieron grandes y poderosas alas. En pocos instantes había recobrado su forma natural de sivak. Ayuy se quedó boquiabierto.

—Ah, así está mejor —dijo Zen con una voz profunda y potente. Agitó las alas y se estiró como un gato que se despierta.

—Y, ahora, permíteme que te presente a nuestro invitado, que hacía tanto que esperábamos. General Zen, éste es el señor Ayuy Cocomur —dijo Iulus. El sivak bajó la mirada hacia el gully postrado en el suelo.

—Hola —saludó Ayuy.

—Tiene espíritu deportivo, ¿no crees? —comentó un regocijado Iulus—. Lo trajeron Jarj y el gazmoño de Shaeder. Jarj ha vuelto a demostrar su valía en este asuntillo, pero creo que deberíamos hacer algo para remediar la ostensible falta de sutileza de Shaeder.

—Estoy de acuerdo, milord —replicó Zen.

—Cuando llegaste, Ayuy estaba a punto de revelarme el secreto que le comunicó su amo antes de morir. Y también tiene que decirnos quién más lo conoce. Sabemos que, al menos, habló con una persona, con el ex clérigo de Chislev, Navalre Arcoris.

—Lo siento, milord —se disculpó Zen-Lo tenía justo delante de mí, con la hoguera de por medio. Él no sospechaba nada porque había adoptado la forma del vigilante que maté justo al anochecer. Si hubiera sabido que el clérigo también estaba implicado, lo hubiera silenciado entonces.

—Lo sé, amigo mío, y no te culpo —lo tranquilizó Iulus. Entonces se volvió y se arrodilló junto al gully; su hocico reptiliano rozaba la oreja de Ayuy—. La tortura es algo tan desagradable… —siseó—… pero tenemos que asegurarnos de que no mientes. Ahora, dime, ¿qué fue lo último que te susurró Gunthar esa aciaga tarde?

—¿Qué tarde? —inquirió Ayuy.

—No te hagas el tonto conmigo —gruñó el Gran Maestro—. Sabes perfectamente de qué tarde te hablo.

—Sí —admitió el gully con voz chillona.

—¿Qué te dijo?

—El libro… Kalaman… Belle —confesó Ayuy.

—¡Deja de decir tonterías, idiota! Sólo consigues empeorar las cosas —le amenazó Iulus, señalándolo con una larga garra dorada.

—Dice a Liam, dice a nadie —continuó Ayuy.

—Amo, es inútil —dijo Zen—. Mátalo y acaba de una vez con esto. De este modo, sea cual sea el secreto, ya no podrá decírselo a nadie.

—Pero si Gunthar sospechaba algo y dijo algo a esta miserable criatura antes de morir, es posible que también hablara con otros. Esto podría desbaratar nuestros planes. Con lo que nos diga el gully decidiremos si seguimos adelante con cautela o con confianza.

—Entiendo, amo —dijo Zen, pero su voz dejaba traslucir cierta duda.

—No te resistas, es inútil. Tenemos modos, modos muy dolorosos, para hacerte hablar —dijo Iulus, fijando la mirada de su único ojo en Ayuy.

—Yo ya hablado. ¿Puedo marchar? —preguntó Ayuy.

—Desde luego, no le falta espíritu deportivo —rió Iulus. Entonces se irguió en toda su estatura, de más de dos metros, y ordenó a los torturadores baaz—: No seáis demasiado duros con él, pero aseguraos de que no oculta nada.

El Gran Maestro se volvió, cogió a Zen por el brazo y juntos abandonaron la cámara de tortura. Cuando la puerta ya se cerraba, un penetrante chillido rasgó la quietud de la noche.

***

El aurak Iulus, Gran Maestro de Asesinos, dejó la copa de plata y aferró el borde de la mesa con sus garrudas manos. El único ojo se le puso en blanco.

—¡Este vino es soberbio! —gruñó extasiado—. Zen, realmente te has superado a ti mismo con la pesca de esta noche.

—No está mal —convino el sivak, mucho más reservado que su amo.

Iulus cogió el recipiente en su zarpa y la agitó, pensativo. Criados humanos, que llevaban collares de hierro, se afanaban en la sala, encendiendo candelas, recortando mechas y llevándose los platos de la cena. El Gran Maestro apuró el contenido de su copa sin dejar de mirar al sivak. El general Zen se limitaba a juguetear con el vino, tomando pequeños sorbos de vez en cuando.

—¿Qué te preocupa, amigo mío? —le preguntó Iulus—. Te gustaría escuchar un poco de música con el vino.

Sin esperar respuesta, Iulus se volvió en la silla y levantó una tapa de bronce de un tubo de metal que sobresalía de la pared. Del interior brotaron los débiles ecos de los gritos de los torturados.

—No, amo —suspiró Zen.

—¿Está sucia tu copa? ¡Haré que azoten al lavaplatos!

—El vino está bien —replicó Zen—. Éste es el problema. Nosotros bebemos los mejores caldos de Palanthas mientras que nuestros guerreros tienen que conformarse con cerveza aguada o con los brebajes que preparan ellos mismos. No me parece justo. Aún recuerdo los días en los que tú y yo comíamos el pellejo de los odres y carne de hobgoblins. Eso es lo que nos ha hecho lo que somos hoy: duros y fuertes.

Iulus asintió.

—¿Recuerdas cuando saqueamos Que-shu y redujimos Solace a cenizas? —preguntó Zen—. ¿Recuerdas cómo nos reíamos de lo opulentas que eran esas tierras y de lo mucho que merecían ser destruidas? Esto es lo que temo, que también nosotros somos cada vez más opulentos y merezcamos que nos destruyan. Este inquietante asunto del gully justifica mis temores.

—El gully no es nada. Pronto averiguaremos qué sabe, nos encargaremos de las personas a las que se lo contó y acabaremos de una vez con esto.

—Pero los caballeros… —protestó Zen.

—Muy pronto los Caballeros de Solamnia dejarán de ser un problema. Las cosas marchan muy bien. La Orden está acabada, y ni siquiera lo sabe.

Un criado entró en la sala y se acercó al Gran Maestro; se arrodilló junto a la mesa y le susurró algo que Zen no pudo oír. Iulus asintió, miró a su general y dijo:

—Hablando de caballeros, tenemos un visitante. —El criado se retiró apresuradamente.

Pocos momentos después la puerta volvió a abrirse y entró un caballero con el yelmo puesto y el visor echado para ocultar el rostro.

—¿Qué nuevas me traes? —inquirió Iulus.

—Pyrothraxus se ha retirado al Monte Noimporta —respondió el caballero con la voz amortiguada por el yelmo.

—¿Qué? —chilló Iulus. El lado de su cara retorcido y deforme se puso escarlata—. ¿Destruyó el castillo La Fronda y mató a los caballeros?

—El castillo ya no existe, pero el dragón se retiró sin poder asegurarse de que los caballeros y el clérigo de Chislev estaban dentro.

Iulus descargó un puñetazo en la mesa, y el grueso tablero de madera de roble se resquebrajó.

—Más nos valdría haber utilizado una bandada de Dragones Rojos —maldijo—. Al menos, a ellos podemos controlarlos.

—Pyrothraxus no permitirá que haya Rojos en Sancrist —objetó Zen.

—¿Idiota, crees que no lo sé? —gruñó Iulus.

Zen frunció el entrecejo por la reprimenda, pero no dijo nada. El Gran Maestro recuperó rápidamente el control de sus emociones.

—Bueno, no importa —dijo al fin—. Incluso si han escapado, no conseguirán llegar al castillo Uth Wistan antes de que se reúna el Consejo. Liam ha accedido a someter a voto la sucesión. Cuando lady Mirielle sea la comandante, los Caballeros de Solamnia estarán acabados.

—Pedirán que se envíe a alguien para rescatar al gully —intervino el caballero—. Todavía puede causarnos problemas, sería mejor matarlo ahora.

—Creo que sobrestimas la importancia de nuestro amiguito —repuso Iulus—. Lo eliminaremos cuando averigüemos su secreto. Mientras tanto, con Pyrothraxus amenazando la frontera, nunca se arriesgarán a enviar un contingente para rescatar a un gully.

—Muy bien —dijo el caballero—. Oh, por cierto, te he traído un pequeño regalo.

—¿De veras? ¿De qué se trata?

El caballero se quitó el yelmo y sacudió su melena morena.

—Algo llamado Gran Bulp, una esclava gully fugitiva. Se llama Mammamose. Ya estaría muerta, y me hubiera ahorrado muchas molestias, si no fuera por la incompetencia de tus soldados.

—Realmente hay que hacer algo con Shaeder —comentó Zen mientras indicaba a la dama que tomara asiento.

—Trae otra botella de este excelente vino —ordenó Iulus a uno de los criados.

—Trae dos —apostilló Alya, tras lo cual soltó una carcajada y arrojó a un lado su yelmo draconiano.