22

Los gullys regresaron del desierto en masa cuando olieron el agua. Navalre y Lumpo se pasaron la mayor parte de la tarde sacándola del pozo y llenando todas las vasijas y jarras que los gullys pudieron encontrar. Para sorpresa de los caballeros, muchos de aquellos recipientes eran cuencos y cálices de oro batido y plata adornados con piedras preciosas. Como por arte de magia los gullys hacían aparecer de sus montículos de tierra tesoros dignos de las mejores familias de Sancrist o incluso Palanthas.

Al anochecer, Navalre encendió una hoguera alrededor de la cual los gullys celebraron su liberación con cerveza de cacto. Se trataba de un brebaje fabricado por un grupo de viejas comadres que masticaban piezas de cacto hasta que se les hacía una pasta en la boca y después la escupían en un caldero comunitario. Cuando el caldero estaba lleno, dejaban que la pasta reposara unos cuantos días para fermentar. En esa ocasión los gullys sacaron un caldero que había fermentado durante dos días. Muy pronto todos tenían un tazón o una jarra que sumergían en el turbio brebaje rosa.

Glabela ofreció a Valian un cuenco lleno de espumante cerveza, pero él declinó cortésmente arguyendo que prefería agua. La enana se encogió de hombros, se dejó caer a su lado y se puso a mirarlo por el rabillo del ojo mientras bebía la cerveza a sorbitos. Tímidamente alargó una mano y tocó el largo cabello blanco del elfo.

—Tú guapo —dijo.

—Gracias —replicó el elfo, que la miró con un punto de alarma.

—Tú caballero amable —susurró la enana—. Ayuy decir caballeros malos, pero tú caballero bueno.

El elfo acercó su cabeza a la de Glabela e inquirió:

—¿Y por qué dijo Ayuy que los caballeros son malos?

—Papá dice cuando muere —susurró la gully.

—Ya veo.

—Pero él equivoca. Tú amable —musitó ella.

Frente a ellos dos, Alya y Jessica flanqueaban a la Gran Bulp. Alya se inclinó hacia adelante y golpeó su copa de oro contra una roca.

—Creo que ya es hora de que nos cuentes toda la historia. Ya hemos perdido mucho tiempo en este viaje. Quiero saber qué le ocurrió a Ayuy.

La Gran Bulp se levantó tambaleándose.

—Gran Bulp Mammamose I contar. Así ocurrir. Yo nazco en buen lugar, mucha comida, yo muy feliz —empezó a explicar.

—No queremos oír toda la historia de tu vida —suspiró Alya exasperada—, sólo qué le ocurrió a Ayuy anoche.

—Yo muy feliz —continuó Mammamose con un impaciente ademán—. Crezco feliz, caso feliz, tengo bebé feliz. Entonces dejo caer bebé de cabeza y llamo Ayuy.

—Esta mi historia favorita —dijo Glabela y aplaudió—. Cuenta otra vez.

—Más tarde —la riñó la Gran Bulp—. Un día cosas estropearse. Llegan lacertos, ponen todos gullys en gran barco, navegamos y navegamos, dos días. Muchos lacertos en barco, todos tipos. Capitán no tiene alas.

—Un aurak —apuntó Valian—. ¿Cuántos lacertos había en el barco?

—Dos —respondió, levantando cinco dedos—. Barco trae aquí.

—¿Aquí? —inquirió Jessica.

—No aquí, allí —corrigió la gully, señalando al norte—. ¿Cómo crees que barco llegar aquí? Esto desierto.

—Lo siento —se disculpó Jessica.

—Bajamos de barco —prosiguió la Gran Bulp—. Lacertos obligan a trabajar para construir gran castillo en montaña cerca de mar. Golpean a bulps con látigo y encierran en mazmorras. Poca comida. No contentos. Todo día cortar piedra.

—Mammamose se retorció las manos como si recordara el dolor.

»Cuando castillo acabado, lacerto grande sin alas dice que él Gran Bulp. Otros lacertos llaman a él El Primero. Ellos siempre, siempre ocupados y olvidan gullys. A veces nosotros cocinar, otras limpiar castillo. Un día rayo cae sobre torre y nosotros reparar. Después volver a olvidar. Nosotros un poco felices, pero aún poca comida.

Mientras Mammamose relataba las penurias sufridas por los gullys, la expresión de aversión en el rostro de Alya fue sustituida paulatinamente por otra de interés. Finalmente, interrumpió a la enana:

—¿Estás diciendo que aquí, en esta isla, hay una fortaleza draconiana?

—Castillo Lacerto —le confirmó la Gran Bulp.

—Nunca he oído hablar de él —comentó Jessica encogiéndose de hombros.

—¿Cuánto tiempo hace que se construyó ese castillo? —indagó Valian.

—Dos años —contestó Mammamose, levantando cuatro dedos—. No más de dos.

—Es increíble —afirmó Alya.

—Pero ¿qué le ha pasado a Ayuy? —intervino Navalre.

—Yo intento decir, pero ellas interrumpir —declaró la Gran Bulp ceñuda—. Yo intento decir nosotros hambre en el castillo. Entonces yo busco manera de salir para buscar comida; yo encuentro. Así que salgo buscar comida. Aghars me siguen, muchos aghars. Yo ando y llego aquí. Todos aquí. Yo digo ahora yo Gran Bulp. Yo Gran Bulp Mammamose I y este lugar Ciudad. Mucha comida aquí; buenos lagartos, buenos bichos, buenos cactos, buena agua, buena cerveza. Yo feliz.

»Pero Ayuy triste. Él raro porque yo dejar caer de cabeza. Ayuy no queda, coge jóvenes aghars y marcha por allí. —La gully señaló al sur—. Yo digo no ir, porque meterse en líos. Pero él no escucha. Él nunca escucha a Mammamose. —La Gran Bulp se sorbió la nariz y se enjugó una lágrima de madre.

»Y él mete en líos. Vuelve aquí, pero lío también vuelve. Lacertos vienen. Lacertos quemar casa, coger a Ayuy y llevárselo por ahí —añadió señalando al norte.

—¿Cuántos lacertos eran? —preguntó Valian.

—Dos —contestó ella, levantando dos dedos.

—Entonces sólo podemos hacer una cosa —declaró Navalre—: ir al norte en busca de ese castillo.

—Estoy de acuerdo —convino Jessica.

—Hay que hacer algo. Se impone un reconocimiento aunque no podamos rescatar al gully —dijo Valian.

Alya se quedó callada, pensando, mirando fijamente en dirección norte. Finalmente decidió:

—De acuerdo, pero ahora lo principal es alertar a la hermandad. —Jessica quiso protestar, pero Alya la hizo callar con una mano alzada y añadió—: Hay en juego algo mucho más importante que un enano gully. Es preciso avisar a los demás de lo que ocurre para poder hacer planes. Si realmente hay draconianos en esta isla, debemos alertar a la Orden. No podemos lanzarnos de cabeza a ciegas, sin tener ningún plan.

Dicho esto, la dama se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones de cuero.

—Uno de nosotros debería dirigirse al norte para buscar el castillo, mientras los demás regresan al castillo Uth Wistan para avisar a los demás.

—Yo iré —se ofreció Valian, poniéndose de pie.

—No —rehusó la dama—, vos volveréis con los demás. Yo iré al norte y trataré de rescatar al pobre Ayuy.

—No creo que sea lo más prudente —objetó el elfo—. Yo soy el más adecuado para rastrear a los draconianos. ¿Por qué queréis hacerme regresar?

—¿Y qué os hace pensar que yo voy a regresar? —intervino Navalre.

—Porque si lo que hemos oído es cierto, el peligro real aún está por venir —replicó Alya—. Vuestro deber es extender la alarma. Mammamose sabe ir al castillo, ¿verdad? Ella me guiará.

—¿Yo? —se sorprendió la Gran Bulp.

—Ahora Valian está al mando —dijo Alya mientras cogía dos odres más de sus compañeros y se los colgaba al hombro—. Jessica, tenéis que ayudar a convencer a los caballeros solámnicos. Prefiero no imaginarme qué dirán Liam Ehrling y los demás si Valian y un antiguo clérigo de Chislev aparecen acompañados de dos gullys y afirman que existe una fortaleza de draconianos de la que nadie ha oído hablar. Paraos en La Fronda para recoger a Milisant. Esto y el testimonio de primera mano de Navalre deberían bastar.

—Deseo hacer constar mi protesta —dijo el elfo.

—Tomo buena nota de ello. Ahora dadme vuestras raciones. Vosotros podéis reabasteceros en La Fronda. —La Dama de Takhisis se volvió, agarró a la Gran Bulp por el cuello del vestido y la obligó a levantarse—. Vámonos, Mammamose.

Alya se internó en el desierto nocturno seguida por la gully, a la que llevaba casi a rastras.

Valian la contempló hasta que se perdió de vista; luego, se dio media vuelta y miró los rostros perplejos de sus compañeros. Los labios del elfo eran una línea grabada en su pálido rostro pétreo, pero sus ojos almendrados ardían de rabia.

—En marcha —gruñó.

***

A poca distancia, entre los pinos, el arroyo fluía atronador y humeaba, saturando el aire con una fría bruma que el sol no conseguía disipar. Lady Jessica Rocavestina, Navalre Arcoris y los dos gullys, Glabela y Lumpo, se acurrucaban unos contra otros, temblando, y los dientes les castañeteaban mientras Valian trataba de hacer saltar una chispa en el trozo de yesca húmeda que sostenía en la mano. Los otros lo miraban con atención, como para animar al fuego a que prendiera en la yesca que se había empapado cuando cruzaron el arroyo.

Finalmente, la habilidad del elfo prevaleció y una llamita empezó a quemar la paja y los jirones de ropa que el elfo sostenía en la palma de la mano; la dejó rápidamente en el suelo y dispuso alrededor ramitas y pedazos de corteza de pino moderadamente secos, sin dejar de soplar sobre la llama para avivarla. Poco después, todos se apiñaron en torno a un débil fuego con el que intentaron calentarse las manos frotándoselas, aunque apenas se notaba el calor. No obstante, bastó para levantarles el ánimo. Incluso Glabela, que no había dejado de gimotear desde que había estado a punto de ahogarse, esbozó una sonrisa. El estómago de Lumpo empezó a protestar.

—Va-vaya to-tormenta la d-de anoche —comentó Navalre castañeteándole los dientes—. N-nunca había vi-visto el ar-rroyo de La Fronda tan cr-crecido.

—Ni yo tampoco —convino con él Jessica, al tiempo que se abrazaba los codos y los pegaba a los costados—. El vado siempre ha estado practicable, incluso en el peor tiempo. Lo siento mucho.

—No es culpa vuestra —murmuró Valian—. Yo no debería haberme fiado, pero teníamos que cruzar. No podemos perder tiempo.

—Menos mal que hicisteis que nos atáramos unos a otros, como los escaladores —dijo Jessica—. Cuando sentí que perdía pie en medio del cauce, pensé que nos había llegado el final.

—Sí, bueno, ahora ya ha pasado. Cuando estemos secos tendremos que seguir camino al castillo La Fronda —dijo Valian—. Necesitamos caballos.

—Y comida —agregó Lumpo.

Pese a todos los esfuerzos del elfo, la leña húmeda apenas ardía y producía un humo insoportable que les impedía acercarse más al fuego para que sus prendas secaran lo antes posible. Tardaron horas en calentar sus cuerpos empapados por el agua helada y en escurrir sus ropas. Los que habían salido peor parados eran los gullys, que parecían dos ratas mojadas; cuando por fin sus harapos se secaron, éstos se pusieron tan rígidos que casi no podían andar. Había algo más, algo extraño en su apariencia, que nadie podía definir, hasta que finalmente Navalre dio en el clavo:

—¡Están limpios! —exclamó triunfante.

Glabela husmeó con cautela a Lumpo e inmediatamente se apartó.

—Apestas —dijo, tapándose la nariz—. Hueles a nada.

—Aire duele en piel —se lamentó Lumpo—. Limpio no sano.

Ambos gullys partieron en busca de un lodazal en el que revolcarse, mientras los demás recogían las cosas y los seguían, no sin antes haber apagado el fuego con los pies.

Después de una dura marcha de dos horas por el escarpado bosque de pinos de La Fronda, llegaron a una loma en cuya cima no crecían árboles. Al otro lado del valle, teñido con los tonos dorados y carmesíes del otoño, se alzaba otra colina igualmente desnuda, aunque rematada por los ruinosos muros y las torres del castillo La Fronda. Entre los árboles que crecían en la ladera, vislumbraron la senda.

—Vamos. Casi hemos llegado y aún queda mucho por hacer —dijo Navalre.

Él fue el primero en empezar a descender la loma con los demás a la zaga. Jessica se entretuvo unos segundos más para solazarse con la vista. La dama suspiró y echó un vistazo al cielo para saber más o menos qué hora era. Allí, al fondo, algo sobrevolaba el valle.

—Mirad, un águila. Es la primera que veo por aquí.

Navalre entrecerró los ojos y contempló, curioso, al águila. Valian, que miraba por encima del hombro en la dirección que la dama señalaba, se quedó helado.

—¡Agachaos! —gruñó.

—¿Qué? —preguntó Jessica con perplejidad.

—¡Agachaos y escondeos todos! —El elfo agarró a los gullys y tiró de ellos tras una peña—. No es ninguna águila. Es un dragón.

—¿Qué? —inquirió la dama, confusa—. ¿Aquí?

Navalre, que ya se había tendido en el suelo, tiró de Jessica.

—Estaos quieta —susurró—. Es demasiado tarde para escondernos. Percibiría cualquier movimiento.

Decía mucho del tamaño del dragón el que lo hubieran confundido con un águila a tanta distancia. La espera se hizo casi insoportable hasta que se acercó lo suficiente para que sus rasgos fueran claramente visibles, incluso para ojos no elfos. Las alas, desplegadas, semejantes a las de un murciélago, proyectaban en el valle una sombra increíblemente ancha, mientras su cola azotaba el aire causando un sonido que recordaba al estallido de truenos. Sus escamas, rojas como la sangre, refulgían bajo el sol.

—Pyrothraxus —susurró Navalre sobrecogido.

Cuando estuvo sobre las torres del castillo La Fronda, el dragón inició el descenso. El viento que levantaban sus enormes alas arrancó de cuajo árboles de la colina sobre la que se alzaba el castillo, que salieron volando cientos de metros hacia el valle. El monstruo posó su colosal cuerpo sobre los frágiles muros de la fortaleza, aplastándolos con su peso, tras lo cual agarró entre sus poderosas garras dos torres medio desmoronadas y las redujo a polvo. La cola derribó una tercera torre. Sólo quedaba en pie la torre más sólida, en la que lady Jessica tenía sus aposentos privados.

—¡No! —gritó e hizo ademán de levantarse. Pero Navalre la inmovilizó contra el suelo con su propio cuerpo.

—No lo hagáis —le advirtió—. Estaos quieta. No hay nada que podáis hacer.

Entonces, oyeron los agudos relinchos de los caballos y al mirar vieron cómo el dragón arrancaba el tejado de las cuadras y lo lanzaba a un lado. Luego, introdujo dentro dos de sus enormes garras y sacó un caballo que se retorcía. El monstruo ladeó su cabeza coronada por cuernos y dejó caer al pobre animal en sus fauces, tras lo cual repitió la operación con un segundo y un tercer equino.

Después de devorarlos todos, el dragón fijó la atención en la última torre. Nuevamente, Jessica se debatió.

—¡Piedragua! —gritó.

—¡El enano! —exclamó Navalre en tono sofocado—. Lo había olvidado.

El dragón abrió las fauces y la garganta se le hinchó al tiempo que vomitaba fuego líquido que envolvió la torre. Las antiguas piedras se fundieron como cera, burbujeando y estallando tan ruidosamente que podía oírse incluso al otro lado del valle. En pocos momentos, el hogar de Jessica no fue nada más que una charca de roca fundida, y del resto del castillo sólo quedaron unas cuantas piedras desparramadas. La llorosa dama luchó ferozmente con Navalre, hasta que, finalmente, exhausta, se dio por vencida.

El dragón levantó las alas, las batió con fuerza en el aire y empezó a elevarse más y más mientras ascendía sobre el valle. Jessica y Navalre fueron súbitamente conscientes de que estaban al descubierto cuando el dragón se volvió en su dirección; pero no había ningún lugar en el que ocultarse, por lo que se acurrucaron uno contra otro. Valian y los gullys trataron de hacerse invisibles tras un esmirriado árbol.

El dragón pasó justo por encima de sus cabezas, a pocos metros de distancia de la copa del árbol, y todos sintieron el calor que irradiaba su cuerpo. Un rancio hedor a sulfuro y carne quemada les produjo arcadas, mientras el aire se llenaba de un penetrante olor a oro y acero calientes.

Pyrothraxus se ladeó y describió un círculo para regresar al norte, de donde había venido. Navalre soltó a Jessica; pero la mujer no hizo ningún gesto para levantarse del frío suelo de la loma y, con el rostro surcado de lágrimas, fijó en el cielo una mirada de incomprensión. Valian trepó a la cima y se acercó a ella.

—¿Creéis que el enano…? —preguntó el elfo.

Navalre se llevó un dedo a los labios, al tiempo que miraba significativamente a Jessica, y asintió. El elfo inclinó la cabeza y sus cabellos blancos le taparon la cara. Más abajo, los gullys, aún encogidos tras el árbol, gemían lastimeramente.

—Dragones —susurró Jessica.

Nadie tuvo valor para mirarla y ver el dolor que se le reflejaba en el rostro.

—Dragones —repitió en un ronco susurro. Lentamente se puso de pie y gritó—: ¡Mirad! ¡Dragones Plateados!

Tres dragones se alzaban rápidamente desde el valle, como flechas de plata disparadas por un arco. Dos desde la derecha y uno desde la izquierda se elevaron de modo certero hacia la forma cada vez más pequeña de Pyrothraxus. En el último momento el Rojo los vio y viró bruscamente. Los Plateados se cruzaron justo por debajo de él, gritando, con largas columnas de escarcha blanca que les brotaban de las bocas con las que pretendían helarle las alas. Pyrothraxus respondió con un glóbulo de fuego que manó de su nariz, pero era demasiado tarde y fue demasiado lento. Los Dragones Plateados, más pequeños, se alzaron por encima de él y se reunieron, flotando en el aire como si conferenciaran, mientras Pyrothraxus pugnaba por batir las alas más rápidamente.

Jessica gritó. Fue un verdadero grito de batalla que sorprendió a los demás. La dama desenvainó su espada y la blandió vigorosamente mientras ejecutaba una danza alocada. Navalre, e incluso Valian, se apartaron de ella.

—¡Matadlo! —azuzó a los Dragones Plateados.

En respuesta, los Plateados se zambulleron a la vez contra la testa del Rojo. Pyrothraxus echó la cabeza hacia atrás y prosiguió su pesado y lento vuelo hacia el norte, encorvado, como un águila acosada por simples urracas. Los Dragones Plateados continuaron zambulléndose y bombardeando la cabeza de Pyrothraxus hasta que se perdieron de vista. Jessica prosiguió su danza guerrera hasta que los dragones ya no fueron visibles en el cielo del anochecer y, entonces, se desplomó.