21

—¡Oh, no! —exclamó Navalre. Milisant rompió a ladrar y a gemir mientras renqueaba, nerviosa, al borde del precipicio. Jessica corrió hacia allí, seguida por Valian y Piedragua. Alya, que iba a la cola, siguió avanzando despreocupadamente.

—Hemos llegado tarde —suspiró Jessica, de pie, al lado de Navalre. En el valle, una columna de humo negro se elevaba en la ciudad gully. Todas las llanuras entre el barranco y las lejanas montañas estaban cubiertas por racimos de pequeños puntos negros que vagaban sin rumbo fijo, como hormigas a las que hubieran destruido el hormiguero.

—¿Crees que… Pyrothraxus…? —balbució la dama.

—No, el dragón lo hubiera arrasado todo —respondió Valian—. Por lo que veo, yo diría que sólo dos draconianos atacaron Ciudad.

El grupo había seguido el rastro dejado por los enanos gullys y los draconianos, guiados casi todo el tiempo por Milisant, aunque de vez en cuando Valian también demostraba su conocimiento de los bosques. Después de atravesar los túneles, negros como la noche, iluminándose con las antorchas que habían llevado siguiendo el sabio consejo de Piedragua, lo que les evitó más de un cabezazo, desembocaron en el cañón y en el barranco desde el que se dominaban las llanuras y Ciudad.

—¿Sólo dos draconianos contra toda un pueblo? —se maravilló Navalre.

—Son enanos gullys —intervino Piedragua, como si esto lo explicara todo. En vista de que nadie decía nada, añadió—: Incluso dos kenders y un pollo enfermo podrían tomar el lugar.

—Bueno —comentó Alya al llegar junto a ellos y ver la ciudad y el humo—, aquí acaba todo. Tanto andar para nada.

—¿Qué queréis decir? Tenemos que bajar y averiguar qué ha ocurrido —protestó Jessica.

—¿No es evidente? Quienquiera que perseguía a los gullys ya tiene lo que quería. Hemos llegado demasiado tarde. Ya no podemos hacer nada —dijo Alya.

—Es posible que los draconianos sigan allí —objetó Jessica.

—Lo dudo —repuso Valian tras gruñir como una pantera—, pero me gustaría asegurarme.

—Y a mí también —agregó Navalre.

—Si Ayuy estaba allí, ellos ya lo habrán encontrado y ahora estarán lejos. Lo único que encontraréis será un cadáver, y quizá ni siquiera eso —objetó Alya—. Tenemos cosas más importantes que hacer, y esto os incluye a vos, Valian.

—¿La presencia de draconianos en Sancrist no os parece importante? —la interpeló Jessica con perplejidad.

—No especialmente —repuso Alya—. ¿Qué son unos pocos draconianos? ¿Qué importancia tienen? Además, aún no estoy convencida de que haya ningún draconiano.

—Entonces es que sois estúpida —le espetó Valian.

—Cuidad vuestras palabras, caballero. Recordad que tengo un rango superior —replicó la Dama de Takhisis. El elfo se volvió y miró a Jessica, pero le embargaba tal furia que los ojos parecieron atravesarla sin verla.

—Aquí hay unos peldaños —apuntó Navalre, y Piedragua se asomó curioso por el borde del precipicio.

—Ayuy era el favorito de Gunthar —dijo Jessica vacilante, como si la idea acabara de ocurrírsele—. Al menos tenemos que averiguar por qué los draconianos iban tras él. —La dama dirigió a Alya una mirada implorante—. Y si hay alguna posibilidad de que siga vivo, no podemos abandonarlo a su suerte.

Alya frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Yo voy a bajar —anunció Navalre.

—De acuerdo —concedió Alya en tono cortante.

Valian descendió sobre el primer escalón y se agachó para examinar el trabajo de cantería, tras lo cual afirmó:

—Estos peldaños no han sido tallados por los gullys. Son mucho más antiguos.

—Qué sabrá un elfo de cantería —bufó el enano.

—Si no me crees, compruébalo tú mismo —le sugirió Valian.

Con una expresión adusta, Piedragua examinó los peldaños de mala gana. Entonces apoyó la espalda y se rascó la cabeza con extrañeza.

—¡Por los huesos de Reorx! Que me convierta en kender si sé quién los hizo. Son tan antiguos como estas montañas.

Milisant no puede acompañarnos —dijo Navalre—. No puede bajar por aquí; son demasiado estrechos.

—Tendrá que quedarse con Piedragua —decidió Jessica.

—¡No, yo también quiero ir! —protestó el enano.

—Necesito que regreses a La Fronda y que tengas los ojos bien abiertos. Llévate a Milisant contigo —intentó calmarlo Jessica—. Cuídala y asegúrate de que sus heridas sanan.

—O sea, que ahora soy la niñera de un perro. Mi abuelo se estará revolviendo en la tumba al pensar que un Piedragua se ha convertido en la niñera de un perro —refunfuñó el enano.

Milisant se mostró tan poco entusiasmada como Piedragua ante la perspectiva de quedarse sola con él. La perra gimió, aulló y ladró cuando Jessica y Navalre la abandonaron en el barranco. El enano contempló cómo se iban perdiendo de vista gradualmente y después apartó a la perra del borde del precipicio.

Los escalones eran muy angostos, tanto que tenían que pegar un hombro a la roca para evitar caer al vacío. Para empeorar las cosas, resbalaban porque se desmoronaban a su paso. La escalera descendía, sinuosa, a lo largo de la irregular pared de roca y obligaba a los caballeros y a Navalre a salvar hendiduras y oquedades en los puntos en los que las infrecuentes lluvias habían erosionado casi por completo los escalones. Finalmente todos llegaron a la base y se oyó más de un suspiro de alivio. Cerca, yacían los horribles restos de otros que habían tenido menos suerte.

Después de un breve descanso, el cuarteto emprendió la marcha por la altiplanicie cubierta de maleza en dirección a Ciudad. Era tal el anhelo de Navalre por averiguar qué había sido de sus tres antiguos huéspedes, que encabezaba la dificultosa marcha por la polvorienta llanura. Los demás lo seguían, deseando no tener nunca que recorrer esa región en pleno verano. El sol de finales de otoño les parecía un ardiente ojo que los contemplaba, implacable, absorbiendo la fuerza de sus piernas y el aire de sus pulmones. El polvo alcalino que levantaban con los pies se les convertía en arcilla en la boca y se endurecía alrededor de los ojos, dando a los rostros un macabro tinte gris, excepto en las comisuras, donde se agrietaba y dejaba relucir el sonrosado tono de la piel. Asimismo se introducía bajo la cota de malla y hacía que las junturas de las armaduras crujieran y se encallaran.

Entraron en Ciudad tambaleándose bajo el sol de mediodía. Se había levantado un cálido viento que empujaba el polvo alrededor de los montículos y formaba remolinos y espirales que, finalmente, morían al abrigo de antiguos muros. Los cuatro humanos recorrieron la ciudad vacía y no encontraron otro signo de vida que las evidencias de un abandono súbito y reciente. Cuando llegaron junto al túmulo que aún ardía, las últimas brasas producían volutas de humo que el viento agitaba. Navalre se paró a examinar un par de zapatos, muy gastados, tirados en medio de una ancha pista que podría ser utilizada como calle. Valian y Jessica investigaron los montículos próximos, pero todos estaban extrañamente vacíos. Mientras tanto, Alya encontró un lugar agradablemente umbrío bajo un antiguo muro y se sentó; se descalzó, quitó la arena y la grava que se habían acumulado en las botas, comprobó el odre y lo encontró inquietantemente desinflado. No los habían llenado desde la noche anterior, y todos los aguaderos junto a los que habían pasado en ese miserable desierto contenían agua que no se podía beber.

—No podemos quedarnos mucho rato —gritó la dama a Jessica y Valian—. Tenemos que volver antes de que se nos acabe el agua. —Valian asintió y prosiguió su investigación.

Alya se recostó contra el muro y cerró los ojos; la sombra que proporcionaba el muro era una bendición. La mujer se permitió tomar un sorbo de agua tibia y lo mantuvo en la boca para humedecer sus labios resecos y la lengua. Lo peor no era el sol del desierto, sino el polvo alcalino que resecaba todo lo que tocaba. Después de tragarse el agua, abrió los ojos para comprobar dónde estaban Valian, Jessica y el antiguo clérigo.

Justo frente a ella había tres seres achaparrados, de un gris cadavérico y tan silenciosos como fantasmas. Contemplaban el odre con evidente anhelo, relamiéndose los labios gruesos y ásperos. Uno de ellos alargó tímidamente una mugrienta mano hacia el pellejo que colgaba del cinto de la mujer.

—Tócalo y te corto la mano —le advirtió Alya.

—Mí Gran Bulp Mammamose I —graznó el ser—. Esta mi Ciudad. Tú pagar tasa sorbo de agua.

—Si eres la Gran Bulp, puedes conseguir agua tu sólita —replicó Alya.

—Agua en pozo —suspiró la gully.

—¡Un pozo! ¿Dónde?

Mammamose señaló el montículo hundido y quemado. Justo al lado se veía un bajo muro circular formado por piedras ennegrecidas y unas pocas ramas chamuscadas.

—Pozo bueno. Fuego quema cubo. Ahora no alcanzar agua —graznó la Gran Bulp. Alya se aproximó al poco y, protegiéndose los ojos del sol, miró por encima del borde de piedra. Abajo, en la oscuridad, percibió una trémula luz de reflejo, y de la piedra le llegó un aroma frío y húmedo que prometía agua.

—¿Tienes una cuerda? —preguntó Alya, mientras se rascaba la cabeza y miraba alrededor, buscando la manera de llegar al líquido.

La Gran Bulp asintió y rebuscó en la bolsa que le colgaba de una correa, a la espalda. Segundos después, sacó un cordel de algodón medio podrido de apenas treinta centímetros de longitud y se lo tendió a Alya.

—Tiene que ser un poco más larga —comentó la dama distraídamente—. ¡Valian! ¡Jessica! —gritó al vislumbrar a los dos caballeros y al clérigo que salían de un montículo. Cuando vieron a las rechonchas criaturas junto a Alya, los tres corrieron hacia ella.

—¿Habéis visto alguna cuerda? —les preguntó cuando estuvieron más cerca.

—¿Es éste… Es Ayuy alguno de éstos? —preguntó Valian, y Alya se encogió de hombros.

Al oír el nombre de Ayuy, los tres gullys se apartaron, temerosos, de los caballeros, dispuestos a emprender la huida pese a la sed.

—Estamos buscando a Ayuy Cocomur —les dijo Jessica con una sonrisa, tratando de apaciguar sus temores—. ¿Lo habéis visto?

La más menuda de los tres gullys cubiertos de polvo prorrumpió en quejumbrosos lamentos. Las lágrimas le corrían por el rostro formando pequeñas bolas de lodo que se le pegaban a las mejillas.

—¡Lacertos llevar a Ayuy! —gimió.

—¿Lacertos? —se extrañó Alya.

—Draconianos —le explicó Navalre. El hombre se arrodilló junto a la llorosa enana—. ¿Glabela? Soy yo, Navalre.

La gully pestañeó, fijó en él una breve mirada y, acto seguido, le echó los brazos al cuello y rompió de nuevo a llorar. El tercer gully se unió a ellos y añadió sus lágrimas.

—Éstos son los dos que acompañaban a Ayuy —explicó Navalre, gritando para que lo oyeran. Desasió a Glabela de su cuello, le apartó el pelo de la cara y le preguntó—: Escúchame. ¿Está vivo Ayuy?

La enana asintió con el labio inferior tembloroso.

—¿Adónde se lo llevaron?

—Llevan a Ayuy a montaña —contestó Glabela entre sollozos.

—¿Qué montaña? —preguntó Alya—. En esta zona no hay nada más que montañas. Ahora lo más importante es conseguir agua. ¿Habéis visto alguna soga o cadena?

—Sí —respondió Valian.

—Pues id y traedla. Veamos si sois capaz de encontrar también un cubo con asa —ordenó la mujer.

El elfo se alejó después de lanzar una sombría mirada a su superior.

—Después de beber y limpiarnos el polvo de la cara, nos sentaremos y averiguaremos qué ha pasado aquí —añadió.

—¡Bien! —convino la Gran Bulp, que susurró a Alya en un aparte—: Estos comedores de setas se morirían de sed si no fuera por nosotras.