Ninguna trampa, por ingeniosa que fuera, podría ser tan obvia. Un rastro de migas, peladuras de fruta, cortezas de pan, cáscaras, vainas y corazones de manzana formaban una pista que incluso un gully ciego podría seguir. Jarj pensó que era un pensamiento muy irónico, teniendo en cuenta qué presas pretendía cazar. Pese a que esas presas tenían un nombre, Jarj todavía pensaba en ellas como «eso», como un objeto, un blanco para su cuchillo cuando llegara el momento.
Sabía que el momento estaba cerca. Su lengua vibró excitadamente en el aire al pensar en lo que iba a hacer con el cuchillo. Al principio, la cacería apenas le había interesado; pero, después de semanas de fracasos, esperaba con anhelo el momento de matar. Antes de empezar a seguir ese nuevo rastro había dejado un mensaje en el camino, palitos que formaban un dibujo codificado a la manera de los elfos, en la que indicaba su posible destino, para que los demás supieran que los enanos gullys se dirigían a Ciudad.
Jarj se llevó una buena sorpresa cuando comprobó que el rastro terminaba en una pared de rocas desnuda. Después de examinar un rato los alrededores sin encontrar ningún indicio, empezó a sospechar que le habían dado otra vez gato por liebre. Obviamente, habían retrocedido en algún punto del rastro, pero Jarj nunca hubiera creído que los gullys fueran tan listos. A no ser que tuviera la suerte de cara, nunca sería capaz de encontrar la buena dirección en la oscuridad. Estaba anocheciendo rápidamente y tendría que esperar hasta la mañana siguiente para seguir buscando. Jarj empezó a sospechar que quizás había un cerebro que guiaba a los gullys, ya que la pista había estado pensada para que él la siguiera hasta llegar a un punto muerto. Quizás era…
—¡Una trampa! —gruñó al tiempo que desenvainaba la daga al oír el crujir de una ramita a su espalda. Giró en redondo, pero sólo vio los robustos matorrales que conformaban el paisaje de la zona, a la sombra de las montañas. Jarj se agachó, aprestándose a luchar o huir y sacudiendo, enfadado, su larga cola reptiliana. Luego, lamió la hoja de su daga para envenenarla con su ponzoñosa saliva.
—Vaya, Jarj ha vuelto a perder el rassstro —rió alguien en los matorrales.
Jarj enfundó, enojado, la daga al ver aparecer de detrás de una peña una silueta totalmente vestida de negro. La figura se aproximó y sus ropas susurraron sobre el sendero de piedra.
—No se trata de simples enanos gullys —afirmó Jarj con la vista fija en pared de roca—. Ningún gully es tan listo.
—No esss lisssto —siseó la figura embozada, echándose hacia atrás la capucha y revelando su faz draconiana—. Sssobresstimass su inteligencia. Sssólo es un gully.
—Los bozaks lo saben todo —rezongó Jarj—. ¿Si sabes tanto por qué no lo has atrapado todavía?
—Esss trabajo de losss kapaksss. Yo essstoy aquí para ayudar, no para husssmear rassstros —dijo el bozak.
La boca de Jarj se retorció en una mueca burlona que dejó al descubierto sus largos colmillos amarillos hechos para desgarrar carne.
—Los bozaks dejan a los kapaks hacer el trabajo y después reclaman todos los honores —espetó Jarj.
—No olvidemosss que sssomosss hermanosss.
—Alabado sea el Antiguo Maestro, que nos guía —dijo el kapak haciendo una reverencia—. Su sabiduría no tiene límites.
—Bien dicho, hermano Jarj.
—Gracias, hermano Shaeder. Pero ¿ahora qué? Según tú, sobrestimo su inteligencia…
—Esssperasss assstucia donde ssssólo hay sssimplicidad, inclussso estupidez. El gully hace sssólo lo que haría un idiota, y esss por esssto por lo que tú no consssiderasss otrasss posssibilidadesss —dijo Shaeder.
—¿Cómo cuáles? —preguntó Jarj, cada vez más impaciente con su hermano draconiano.
—No pueden essscalar porque esss demasssiado empinado —respondió el bozak, levantando la vista hacia la pared de roca que se elevaba sobre sus cabezas—, y no han dado la vuelta. ¿Hasss buscado puertasss sssecretasss?
—No aún, no pensé que… —La voz de Jarj se fue apagando.
—¿No pensssassste qué?
Jarj dio media vuelta y escudriñó rápidamente la roca buscando cualquier signo de una entrada astutamente disimulada. En menos de lo que se tarda en decirlo descubrió pequeñas letras grabadas en la roca que decían: «Entrada secreta. Tú no ver», y un poco más abajo, cerca de una prominencia muy evidente, podía leerse: «Esto no pestillo». Con una sonrisa maliciosa Jarj presionó el «no pestillo» y la roca se abrió, dejando al descubierto un estrecho y oscuro pasadizo que se internaba en la colina.
Después de lanzar al bozak una mirada conspiradora, Jarj entró, y Shaeder lo siguió. El pasadizo era estrecho, sinuoso, y daba vueltas sobre sí mismo en total oscuridad. Los draconianos no necesitaban comprobar con la vista si seguían el camino correcto, pues avanzaban pisando las peladuras, las cortezas de pan y las cáscaras que habían tirado los gullys, aunque tenían que andar encorvados, porque Jarj tenía tendencia a chocar contra bordes y salientes rocosos bajo los cuales los enanos habían pasado sin ninguna dificultad. Después de darse un buen golpe en la cabeza, Jarj pensó que estaba viendo las estrellas, hasta que se dio cuenta de que eso era realmente lo que sucedía. A través de una grieta en el techo de la cueva, veía brillar allá arriba, en el cielo negro, unos pocos luceros.
Así recorrieron cuidadosamente unos cien metros de suelo seco y polvoriento; finalmente, el techo se abrió de nuevo al cielo nocturno y, a partir de allí, también se fue ensanchando. Muy pronto se dieron cuenta de que se dirigían al norte por el fondo de un escarpado cañón y aflojaron el paso. Incluso a la luz de las estrellas vieron que en las paredes se abrían multitud de cuevas y agujeros. El suelo ya no era liso y regular sino accidentado y escarpado, con bloques de roca que se inclinaban a un lado o al otro, algunos hacia arriba, otros hacia abajo y otros estaban a punto de caerse en oscuras brechas en las que un guijarro podía deslizarse y desaparecer sin ningún ruido. Uno de aquellos bloques acababa abruptamente, al límite de un precipicio de vértigo. Jarj se detuvo de golpe justo al borde, Shaeder tropezó con él y estuvo a punto de arrojarlo al vacío. Jarj no dijo ni media palabra; en vez de eso miró fijamente hacia abajo y silbó alegremente para sus adentros.
—Ahí esssstá —dijo Shaeder tras trepar junto a su compañero—. La Ciudad de los gullys.
A algunos metros por debajo de ellos y poco más de un kilómetro de distancia, en el fondo de un valle cubierto de maleza y salpicado por pequeños aguaderos insondables, se extendía una multitud de montículos de tierra. No se veía ninguna luz, pero aquí y allí se elevaba una tenue voluta de humo gris y olía a leña quemada. Sin embargo por encima de aquel olor prevalecía el de los enanos gullys, de cientos y cientos de gullys.
—Mira —dijo Shaeder, señalando un corte en la roca al borde del precipicio—, essscalerasss. —Ambos draconianos se asomaron por el borde del barranco y repararon en los escalones tallados en la pared vertical de roca que configuraban una escalera, sin duda peligrosa pero utilizable, para bajar al valle. Ninguno de los dos tenía ningunas ganas de descender por allí, con sus anchas alas y sus largas colas, pero no era necesario; tenían su propia manera de bajar. Pese a que no destacaban como voladores, planear se les daba muy bien. Si podían tirarse de un lugar lo suficientemente alto, eran capaces de planear muchos minutos y cubrir grandes distancias.
Jarj retrocedió un poco para coger carrerilla, se lanzó al vacío y desplegó las alas para aprovechar el viento. Shaeder contempló el modo en que su compañero se alejaba del precipicio flotando en el aire como una enorme ave de carroña, utilizando la cola a modo de timón para mantenerse a una distancia segura de las rocas. Entonces el bozak se despojó de sus pesadas ropas, se agachó y saltó por el borde. También él desplegó las alas y planeó tras su compañero.
Los draconianos aterrizaron a unos centenares de metros de distancia del montículo más próximo al precipicio, justo al lado de una pequeña charca. El terreno era rocoso, con más arena que tierra; pero, cerca de los aguaderos, unas pocas plantas muy resistentes se las habían arreglado para chupar el suficiente alimento para sobrevivir. El valle estaba cercado por altas montañas, que se alzaban como los mellados muros de una fortaleza que se estuviera cayendo a pedazos, y aislaban esa árida zona del resto del mundo exterior. En la vaguada abundaban las liebres de desierto y los pequeños roedores, así como manadas de robustos ponis salvajes de hirsuto pelaje. El suelo aún temblaba por la estampida que habían causado los draconianos al volar sobre ellos. Densas nubes de polvo tapaban las estrellas.
Jarj se arrastró hacia la charca y hundió el hocico en el agua para beber. Enseguida volvió a sacarlo tosiendo y casi atragantándose. Shaeder rió.
—Son aguas alcalinas —masculló Jarj—. Esta tierra está maldita.
—No esss de extrañar que losss gullysss ssse inssstalaran aquí —comentó Shaeder—. Son capacesss de vivir en casssi cualquier parte comiendo dessspojosss que ni una cabra tocaría.
—Bueno, yo digo que encontremos al gully que nos interesa y que nos larguemos. Me meteré en uno de estos montículos y «preguntaré» a sus habitantes —dijo Jarj—. Cuando sepamos dónde está, irrumpiremos en su madriguera y nos lo llevaremos.
—Nada de muertosss —le recordó Shaeder—. El Primero quiere a Ayuy vivo para interrogarlo.
—¿Interrogar a un enano gully? ¡Es imposible! —se mofó Jarj.
—Conocemosss manerasss. Hablará y dessseará ssser másss lisssto para decirnosss másss cosssasss —se rió Shaeder con su risa estridente, al tiempo que se frotaba sus garrudas manos disfrutando por adelantado.
—Bueno, cuando averigüemos dónde se esconde, entraremos sigilosamente y, después de reducirlo, nos lo llevaremos antes de que nadie se dé cuenta.
El kapak se encorvó y se dirigió al montículo de tierra más cercano flanqueado por su compañero bozak. Ambos gatearon sobre la eminencia y buscaron una puerta o algún orificio de entrada. Los montículos eran simples montones de arena, gravilla y tierra apilada. Los grabados y escritos en algunas de las piedras les daban apariencia de mucha antigüedad. Probablemente los gullys habían hecho sus casas en antiguos túmulos funerarios y vivían entre los restos y las pertenencias de gente olvidada.
—Tal vez por aquí haya tesoros —suspiró Jarj con avaricia—. Quizá deberíamos quedarnos y averiguarlo.
—Primero el gully. Másss tarde puedesss volver sssolo en busssca de tesorossss —le advirtió Shaeder—. Aunque sssi de passsada te fijasss en algo…
Los draconianos se introdujeron en una hendidura en el montículo, donde se había encajado una estrecha puerta de madera enmarcada por gruesas vigas también de madera. Se veía vieja y gris, tan erosionada por los elementos que casi estaba podrida. Jarj apartó a un lado a su compañero y se acercó. Con un gruñido, la abrió de una patada.
La madera gimió, crujió y todo el montículo se vino abajo. Una gran nube de polvo y arena se levantó con estrépito, ahogando los chillidos de los enanos sepultados vivos. Jarj y Shaeder salieron tambaleándose, tosiendo por efecto del denso polvo alcalino y parpadeando para quitarse la arena de los ojos. Los gritos de los gullys se extinguieron rápidamente. Los draconianos finalmente pudieron respirar y contemplaron sobrecogidos la destrucción.
Pronto se vieron rodeados por cientos de gullys que, al oír el derrumbamiento, habían salido corriendo de sus propios túmulos. Al principio no se fijaron en los draconianos, porque estaban demasiado ocupados contemplando fascinados el montículo hundido. No era algo nuevo; paseando por la ciudad podían verse otros túmulos en estado similar. No obstante, los gullys parecían atemorizados, tanto que no repararon en la presencia de los draconianos.
—Si nos atacan… —siseó Jarj.
—No muessstressss temor. En el passsado fuimosss sssusss amosss y aún no lo han olvidado —replicó Shaeder. Entonces alzó la cabeza y lanzó un prolongado grito desgarrador con el que los draconianos despertaban a sus esclavos gullys para llamarlos al trabajo.
Los gullys no habían olvidado aquel sonido y se encogieron, temerosos. Y pese a su aplastante superioridad numérica, inmediatamente agacharon la cabeza ante aquellos dos draconianos.
—Hemos venido en busca de un gully llamado Ayuy Cocomur —gritó Jarj.
—¡Corred! —gritó un gully al amparo de la oscuridad. Instantáneamente cundió el pánico y los enanos empezaron a huir en todas direcciones, tropezando unos con otros, chocando entre sí y con los draconianos. Jarj y Shaeder corrían peligro de ser arrollados por la estampida.
—¡Hemos destruido un túmulo y podemos destruir más! —gritó Jarj, tratando de asustar a los gullys y doblegarlos—. ¡Podéis esconderos, pero si no nos entregáis a Ayuy desplomaremos todos los montículos encima de vuestras miserables cabezas!
No sirvió de nada; en pocos momentos todos los gullys habían desaparecido. A muchos de ellos se los oía, lloriqueando de terror, dentro de sus túmulos, pero la mayoría había huido al desierto.
Jarj miró a su compañero y encogió sus cobrizas alas. Ambos treparon al próximo montículo y aporrearon la puerta. El túmulo crujió y tembló, pero aguantó.
—¡Ayuy Cocomur, sal o morirás! —gritó Jarj.
—Ayuy no aquí —respondió una voz entre sollozos.
—¡Entregad a Ayuy y salvaréis vuestras vidas! —volvió a gritar el kapak.
—¡Él no aquí! —gritó la voz.
Jarj abrió la puerta de un puntapié. En el interior resonaron gritos de pánico, pero el túmulo no se derrumbó. Shaeder avanzó hacia la entrada, extendió sus garrudas manos con los dedos en abanico y los pulgares tocándose, y empezó a murmurar en una extraña lengua palabras cuyo significado se escapaba a la mente. El resultado fue repentino y violento; de las puntas de sus garras brotó una cortina de llamas en forma de arco. Tan sólo duró un segundo; pero, cuando se apagaron, los resecos maderos de apoyo y el marco de madera medio podrida de la puerta ardían como si los hubieran untado con resina.
Shaeder brincó hacia atrás para alejarse de las llamas, sin dejar de reírse con su risa aguda. Pocos segundos después, un rugiente pilar de fuego se desparramó por la entrada, al tiempo que de la chimenea brotaba un chorro de llamas azules. Los gullys chillaban en el interior de miedo y dolor, y sus voces se hicieron cada vez más agudas hasta que un atronador rugido las cortó. De la cima del montículo brotaron lenguas de fuego y el túmulo se derrumbó sobre sí mismo con estrépito mientras un hongo de humo negro se alzaba por encima del valle.
En los demás montículos se hizo de pronto el silencio. Jarj y Shaeder se aproximaron al siguiente, cuya puerta se veía entornada a la luz de las llamas. Desde la entrada, una menuda gully observaba la devastación con sus grandes ojos colmados de lágrimas. Alrededor del cuello le colgaba una cadena de oro de la que pendía un rubí del tamaño de un huevo de petirrojo. La gema refulgía a la luz del fuego y el oro mostraba destellos rojizos. Jarj lo contempló conteniendo la respiración.
—Enanos gullys llevando joyas de oro —gruñó—. Tendremos que remediarlo. —Entonces, señaló a la gully y gritó—: ¡Eh, tú! —La enana lo miró sin miedo, y el draconiano volvió a gritar con befa, tratando de intimidarla—: ¡Si, tu! Ven aquí, gusano miserable.
La enana vaciló, como si tratara de decidir si echar a correr o hacerle frente. Al final, se acercó lentamente, con aire cansino, aunque dispuesta a salir de estampida en cualquier momento. Jarj se rió entre dientes.
—¿Eres tú el líder? —preguntó, y la enana asintió.
—Mi Gran Bulp Mammamose I —respondió con voz aguda.
—¿Conoces a Ayuy Cocomur?
Nuevo asentimiento de la enana.
—Entréganoslo o destruiremos Ciudad y os mataremos a todos —amenazó Jarj. La Gran Bulp lo miró un momento y, después, al otro draconiano.
Shaeder movió los dedos en su dirección y dijo: «Abradacabra».
La enana dio un salto, con el terror reflejado en los ojos; luego, se volvió y señaló la puerta del montículo en el que se había escondido. Dentro se oyeron ruidos y un lamento desesperado, pero la puerta se abrió y por ella salieron tres gullys andando de espaldas. Otros los siguieron, gritando y lanzándoles maldiciones, pero al ver a los draconianos, se encogieron y rompieron a llorar histéricos.
Los tres gullys arrastraron un pesado saco frente a los draconianos, lo dejaron en el suelo, echaron una mirada a la Gran Bulp y huyeron hacia la oscuridad. Dentro, algo se revolvía, gemía y se debatía.
Jarj cogió un extremo del bulto y lo abrió con la daga; lo levantó y Ayuy cayó al suelo. Shaeder agarró al gully por el pescuezo y lo zarandeó.
—Quieto —siseó.
—Es él —dijo Jarj a su compañero. Entonces, se inclinó y pegó el hocico al rostro de Ayuy—. Eres muy escurridizo, asqueroso gusano —gruñó—, pero ahora ya te tengo. «El Primero» quiere verte.
A Ayuy le flaquearon las piernas, se derrumbó como un pelele y levantó la mirada. Los dos draconianos se inclinaron sobre su víctima y disfrutaron atormentando al gully con descripciones de lo que le esperaba. Mientras ellos se divertían, la Gran Bulp retrocedió hacia la puerta donde otros enanos seguían encogidos y sollozaban. Al acercarse a ellos, una enana se destacó y se arrastró hacia la líder. Era Glabela. Lumpo permanecía agazapado cerca de la puerta con los ojos helados de terror.
—¿Mammamose, cómo hacer esto a Ayuy? —gritó Glabela mientras se aferraba al pringoso vestido de la Gran Bulp.
—Cierra pico, comedora de setas. Lacerto matar todos si no doy a Ayuy —replicó la líder.
—Pero él tu hijo —gimió Glabela—. ¡Ayuy tu pequeñín!
—Tengo plan. Calla y mira —repuso Mammamose. Entonces hizo una seña a otro gully, que se acercó cautamente, sin apartar la mirada de los draconianos.
—Dame rama que hace trueno —ordenó.
El gully asintió y sacó de entre sus harapos una larga cartera de piel aljofarada y con cierre de oro. El enano la abrió y sacó una larga varita de ámbar, que por un extremo era tan gruesa como un dedo pero por el otro acababa en punta. En el extremo grueso poseía un diminuto zafiro incrustado en el ámbar. Glabela la contempló, maravillada, olvidando por un momento sus temores por Ayuy.
—¿Qué es? —inquirió.
—Esta rama hace trueno —contestó Mammamose—. Gran magia, acabar con lacertos.
—¿Cómo funciona?
—Cuando digo palabra mágica y toco bonita piedra azul de extremo —explicó indicando el zafiro—, dispara rayo por otro extremo y fríe todo, ¡pam!, de repente.
—¿Qué palabra mágica? —quiso saber Glabela.
—No decirte —replicó la Gran Bulp, que alzó su naricita en gesto despectivo—. Tú sólo pequeña comedora de setas.
—¡Eh, vosotras! —gruñó Jarj.
Mammamose giró en redondo, ocultando la varita tras ella. Los draconianos habían atado a Ayuy las manos a la espalda, pero le habían dejado las piernas libres. El gully miraba lastimeramente a Glabela, con sentimiento, y la enana rompió a llorar.
—Ven aquí —ordenó Jarj a la Gran Bulp.
La enana se aproximó, pero se detuvo a unos cuantos metros, ocultando aún la varita. Glabela la siguió, con el gully que portaba la cartera de piel a la zaga. Pese al miedo que éste sentía, se trataba de su varita, y tenía que vigilar que no se rompiera.
—Acércate, pequeña —pidió Jarj en tono meloso—. No te haré ningún daño. Sólo quiero darte las gracias por habernos entregado a este criminal.
La Gran Bulp dio otro paso adelante. El largo brazo del kapak salió disparado y sus garras aferraron la cadena que llevaba la enana alrededor del cuello; tiró bruscamente y le arrancó el amuleto, rompiendo la cadena y casi decapitando a Mammamose. Al mismo tiempo, Shaeder saltó hacia adelante y arrebató al otro gully la cartera de piel.
—Yo me llevaré esssto —rió.
—¡Muévete! —gruñó Jarj, al tiempo qué propinaba un puntapié a Ayuy y se guardaba el amuleto en una bolsa que llevaba al cinto.
Shaeder ocupó la retaguardia riéndose desagradablemente entre dientes. La Gran Bulp se frotó su magullado cuello, mientras los demás gullys hacían piña a su alrededor, Glabela incluida.
—¡Muge! —ladró Mammamose, apuntando la varita a la espalda de los draconianos. Nada ocurrió. La enana probó otra vez—: ¡Muge!
—¡Ésta no palabra mágica! —protestó el otro gully.
—Toco piedra azul —se defendió la Gran Bulp—. ¿Por qué no funcionar?
—Tener que decir palabra mágica —respondió el gully.
—Yo digo palabra mágica.
El gully cogió la varita por el extremo puntiagudo y trató de arrebatársela. Los dos gullys se enzarzaron en una pelea, dando vueltas y más vueltas, uno a cada extremo de la vara y tirando en direcciones opuestas. Jarj y Shaeder se detuvieron a mirar. Ayuy atisbo entre sus piernas.
—¡Toco piedra azul! —se oyó gritar a la Gran Bulp en medio de la refriega.
—Tú no dices palabra mágica.
—¡Digo muge!
—Muge no palabra mágica.
—¿Cuál entonces?
—¡Cruje!
Con un ensordecedor trueno un rayo azul salió disparado y se perdió en el cielo nocturno. Pese a que no podía alcanzarlos, Jarj y Shaeder se agacharon instintivamente, maldiciendo, e impresionados por la repentina exhibición de magia por parte de un humilde enano gully.
—¡Una varita mágica! —gritó Jarj, agarrando a Ayuy para que no se escapara—. Cógela antes de que vuelva a usarla.
Shaeder corrió hacia los gullys con la cabeza inclinada, pero se encontró con que todos habían desaparecido. Sólo quedaban unos viejos zapatos en el suelo en el centro de una pequeña pila de cenizas. La varita también había desaparecido. Con la cabeza aún gacha, Shaeder corrió a reunirse con su compañero kapak.
—Vámonosss de aquí —siseó, sin detenerse a esperar, y se perdió en una nube de polvo.
Jarj levantó a Ayuy, se lo echó sobre la espalda y, también agachado, echó a correr casi a cuatro patas, batiendo las alas para ayudarse. Ayuy lanzó un lamento desde la espalda del draconiano y se fundió en la noche.