19

La torre norte es la torre más alta de La Fronda —explicó Jessica, y su voz resonó en el corredor de techo alto y lleno de corrientes de aire—. Se la llama Torre Burgo de la Rosa, en honor de los Caballeros de la Rosa. Aquí están los mejores aposentos, también mi habitación —y añadió con un matiz de pesar que no podía ocultar—: Estoy segura de que también vos querréis vivir en esta ala.

—Claro que sí —replicó Alya con una cortés sonrisa.

Jessica se detuvo junto a una puerta revestida con planchas de hierro y enmarcada por un arco bajo.

—Por esta puerta se sale al patio. Si queréis seguirme…

—Naturalmente —dijo Alya. Con una sonrisa, Jessica abrió la puerta, dejó pasar a sus invitados y finalmente salió ella.

En el pasado, el lugar había estado pavimentado con losas, pero la mayoría de ellas se había roto tiempo atrás o las raíces de los árboles las habían levantado. Un bosquecillo ocupaba porciones del espacio, y las partes donde no crecían árboles se veían invadidas por maleza, plantas espinosas y hierbas. La hiedra de color verde oscuro, tapizaba por completo los muros de piedra, aunque Jessica se cuidaba de que no cubriera los marcos de las ventanas de las áreas habitables del castillo. Algunas secciones del antiguo muro de cerramiento se habían desplomado sobre el patio, y en los montones de piedras se guarecían y construían sus madrigueras todo tipo de pequeños animales, desde lagartos a ardillas listadas. Alya recorrió la zona cercana a la puerta y se detuvo a examinar un joven arce cuyas raíces se abrían paso entre las gastadas losas del suelo, mientras que Valian Escu se quedó quieto como una estatua, husmeando el aire con mirada ausente.

El castillo La Fronda era un vestigio de épocas pasadas. Sus torres y almenas, e incluso el diseño en sí, se habían quedado anticuadas mucho, mucho tiempo atrás, antes incluso de que Huma alcanzara la gloria intemporal a lomos de su Dragón Plateado. En otra época, sus cuatro torres cuadradas, símbolo del poder y la riqueza del señor del castillo, se habían alzado majestuosamente en el valle para proteger un antiguo paso hacia el norte. Las torres estaban unidas por cuatro gruesas murallas tan sólidas como podían construirlas los picapedreros de la época. Alrededor del gran patio pavimentado, donde los soldados marchaban y se entrenaban luchando con espadas de madera y travesaños o compitiendo contra estafermos, se habían dispuesto corredores y despensas, cocinas y arsenales.

—Gran parte del castillo está en ruinas —se disculpó Jessica—. Yo he tratado de arreglarlo un poco, pero apenas he podido hacer nada. Ahora ya casi me gusta más como está.

—Pronto lloverá —anunció súbitamente Valian, cambiando de tema.

Al parecer, el elfo oscuro era capaz de predecir el tiempo oliendo el aire. A lo largo del camino, desde el castillo Uth Wistan, el caballero las había sorprendido con su profundo conocimiento de la naturaleza. Como elfo nacido en el bosque silvano, a los humanos su armonía con el entorno se les antojaba casi sobrenatural. Para Jessica, Valian era un misterio: feo y extraño a causa de sus angulosos rasgos y sus frías maneras; pero, al mismo tiempo, no exento de atractivo y encanto. Su cuerpo, ni musculoso ni escuálido, no podía compararse con el de ningún hombre que la dama hubiera conocido. Todos sus movimientos denotaban una gracia felina, sus miradas ardían como las llamas, y su tono y sus maneras eran tan frías como el azul glacial de sus ojos.

—Hay bastantes goteras en el techo —comentó Jessica, tratando de empezar una conversación con él—, pero no en la torre norte. Es como vivir en una cueva. De hecho, resulta muy agradable.

—Los enanos viven en cuevas —sentenció Valian, al tiempo que se volvía para entrar de nuevo en el castillo—. Voy a ocuparme de los caballos.

—Yo he aprendido a no hacerle caso —le dijo Alya, sonriendo ante los esfuerzos de Jessica por ser agradable—. Los elfos parecen vivir en un plano diferente al nuestro. No digo que sea más elevado, sino sólo distinto; aunque a ellos les gusta pensar que son superiores. Los elfos creen que una profunda vida mental compensa sus debilidades físicas, aunque Valian no es débil. Para ser elfo es casi escultural.

Jessica asintió. Un elfo oscuro era simplemente un elfo que elegía un estilo de vida que chocaba con los tradicionales conceptos elfos de la moralidad y el bien, por lo que era separado de la sociedad elfa.

—¿Qué hizo Valian para que lo expulsaran? —osó preguntar Jessica.

—Mató a otro elfo —contestó distraídamente Alya mientras contemplaba el cielo que se iba oscureciendo.

—¡Es horrible! —exclamó Jessica—. ¿Por qué?

—Parece que va a llover —comentó Alya—. ¿Qué? Oh, fue algo relacionado con las clases. Él es silvanesti, desde luego, y parece que cuando era joven él y una doncella elfa se enamoraron y querían casarse, pero ella ya estaba prometida con otro, un elfo importante, creo. La mañana de la boda, cuando el novio se dirigía a la ceremonia, Valian le salió al paso; lucharon y Valian lo mató.

»Por esto lo desterraron. ¿Podéis creer que todo eso pasó antes de la Guerra de la Lanza? Por su aspecto nadie diría que es mayor que vos o que yo; pero, en realidad, es más viejo de lo que era lord Gunthar. ¿Qué os parece si entramos? —sugirió Alya cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer sobre el patio.

Las dos damas entraron juntas y subieron la escalera de la torre hasta una habitación que Jessica llamaba la «sala de los tapices». Las paredes estaban adornadas con antiguos tapices de colores apagados, algunos de ellos hechos trizas, y en las esquinas se amontonaban viejos y polvorientos bastidores donde se cosían y bordaban aquellas telas. Desde una única ventana alta se veían las agrestes montañas del norte y la frontera de las tierras de los caballeros. El cielo se encapotó y empezó a caer una cortina de lluvia que silbaba contra los gruesos muros, mientras que de vez en cuando un distante trueno retumbaba en las salas vacías del castillo. Jessica encendió varias velas y sacó el polvo a dos sillas cerca de la ventana.

—Y ¿cómo fue que Valian se unió a los Caballeros de Takhisis? —preguntó después de que ambas tomaran asiento.

—Bueno, los elfos lo expulsaron, pero él no se marchó de Silvanesti. Vivió allí muchos años y se reunía en secreto con su amada siempre que podía. Se jugaba la vida, porque si lo hubieran descubierto lo habrían matado en el acto. Ahí tenéis un ejemplo de la moral elfa —dijo Alya, dejándose llevar momentáneamente por sus sentimientos.

»Como estaba diciendo —prosiguió—, continuó viviendo en los bosques de Silvanesti, evitando el contacto de todo el mundo menos el de su amada. Pero entonces llegó la guerra. Los draconianos de Takhisis atacaron los límites septentrionales de los reinos, los elfos se armaron y las patrullas se hicieron más frecuentes. A Valian cada vez le costaba más no ser descubierto, por lo que buscó refugio en la que probablemente era la parte más profunda e inexplorada del bosque de Silvanesti. Algo le ocurrió allí, algo terrible. Hasta el día de hoy se niega a hablar de ello, pero es una prueba de su voluntad y coraje el que sobreviviera. Cuando fue capturado por el ejército de los Dragones Verdes, tenía el pelo blanco, como hoy, y deliraba como un loco afirmando que veía el futuro. Los clérigos de la Reina de la Oscuridad se lo llevaron para interrogarlo y lo tuvieron encerrado muchos años en una mazmorra. Valian afirma que esas visiones le mostraron la inevitable creación de los Caballeros de Takhisis y que los clérigos de la Reina Oscura trataron de sondear su mente para averiguar más detalles. Su máxima preocupación era que en la visión se le prometió que si se hacía Caballero de Takhisis un día se reencontraría con su amada. Dicen que cuando lord Ariakan fundó los Caballeros de Takhisis, Valian rogó que lo dejaran ingresar, pero no fue hasta el estallido de la guerra que fue liberado de la mazmorra y fue aceptado en la hermandad. Los dirigentes aún no estaban preparados para confiar en un elfo, y si cedieron fue sólo porque necesitaban desesperadamente soldados.

—¿Y se reencontró con su amada? —preguntó Jessica, fascinada por la historia. Alya asintió y explicó:

—Valian formaba parte de las fuerzas de reconocimiento enviadas a comprobar las defensas de los silvanestis. Al finalizar la Guerra de la Lanza, Porthios, hijo de Solostaran, y Alhana Starbreeze regresaron con un contingente de elfos para restablecer el reino de los elfos. La amada de Valian volvió con ellos, con la esperanza de encontrarlo aún allí, aunque parecía imposible. Los caballeros negros querían Silvanesti para sus propios propósitos y los líderes deseaban poner a prueba a Valian: si su intención era traicionar a los caballeros negros, tenían que saberlo antes de aceptarlo en la Orden; pero si era leal a la causa, sería un excelente explorador contra sus congéneres. Y así fue. Los elfos prepararon una emboscada a los caballeros, pero Valian la descubrió y ayudó a diseñar una contraemboscada. Los Kirath, los guardias elfos de frontera, cayeron en ella y hubo una sangrienta batalla; pero los caballeros jugaban con ventaja gracias al plan de Valian. Cuando todo hubo acabado, los caballeros habían vencido y todos los elfos habían perecido.

»Fue entonces cuando Valian la encontró entre los muertos. Más tarde, supo por boca de elfos prisioneros que ella nunca se había casado. Creyendo que había perdido a Valian para siempre, había jurado no contraer matrimonio, dedicar su vida a las artes guerreras y convertirse en exploradora y vigilante bajo la tutela de los elfos salvajes. De modo que, cuando Porthios y Alhana regresaron para reclamar Silvanost, ella se ofreció voluntaria como guardia de frontera —concluyó Alya.

—¡Es espantoso! —exclamó Jessica.

—Sí, lo es —rió Alya—. No es así como debería acabar una historia de amor.

—Pero ¿por qué, en nombre de los cielos, es aún caballero? —inquirió Jessica.

—No lo sé. Supongo que no tiene otra cosa. Después de la escaramuza, fue aceptado provisionalmente y, aunque ahora ocupa una posición de cierto poder, sigue siendo un caballero provisional. Perdió a su amada, perdió a su gente y todo lo que le queda es el honor y los pocos amigos que ha hecho entre nosotros, así que supongo que no tiene ningún otro lugar al que ir —respondió Alya.

Jessica meneó incrédulamente la cabeza, horrorizada. Nunca había oído una historia tan terrible como la que acababa de escuchar y que ponía un deprimente punto y final a una jornada que, hasta entonces, había sido muy agradable. Normalmente, el golpeteo de la lluvia contra los muros del castillo le transmitía una sensación de paz y seguridad, pero ese día era distinto. El viento aullaba alrededor de las torres y las vigas desprendían polvo por efecto de los truenos. El viejo castillo murmuraba y gemía como si todos los fantasmas se hubieran despertado y estuvieran celebrando un cónclave en alguna sala secreta. Jessica sintió un escalofrío.

—Vaya tormenta para ser gildember —comentó Alya, usando el nombre solámnico para referirse a octubre—. ¿Es normal?

—No, es muy poco habitual —contestó Jessica.

Las puertas de la habitación se abrieron y Valian entró.

—He instalado a los caballos en la cuadra. Parece bastante cálida y seca, y hay abundancia de heno —dijo.

—Piedragua, mi sirviente, trabajó duramente el pasado verano para reparar el tejado —explicó Jessica.

—Ah sí, su enano —replicó Valian con voz inexpresiva—. Voy a retirarme a mi habitación hasta que suene el gong para cenar. —Sin esperar respuesta el elfo se volvió y salió de la habitación, dejando la puerta abierta.

—Me temo que no tenemos ningún gong —se disculpó la Dama de Solamnia.

—No os preocupéis, Cuando tenga hambre ya bajará —la tranquilizó Alya, y sonrió.

Ambas damas guardaron silencio mucho rato, escuchando las voces del viento y de las piedras así como el gemido de la tormenta. Finalmente, los truenos se calmaron y se perdieron en la distancia, hacia las colinas del sur. Alya se levantó, anduvo hasta la ventana y comentó:

—Está anocheciendo. —Un retumbo diferente sonó abajo y la Dama de Takhisis preguntó—: ¿Qué es eso?

—Alguien llama a la puerta —respondió Jessica con expresión perpleja.

—¿Visitantes? —inquirió Alya.

—Nunca tenemos visitantes —replicó Jessica. La llamada se repitió. Ambas damas abandonaron rápidamente la sala y descendieron la larga escalera de caracol hacia la pesada puerta de dos paneles de la entrada principal. Piedragua ya estaba allí, y lo oyeron hablar con alguien. Parecía estar discutiendo, porque su voz se hizo más aguda.

—No, aquí no hay ninguno. Buenas noches —dijo.

—¿Qué pasa? —gritó Jessica, pero el enano no respondió. En vez de eso dijo enfadado:

—No aceptamos vagabundos. Ahora márchate. ¡Buenas noches! —El enano cerró la puerta de golpe y corrió el cerrojo.

—Piedragua, ¿con quién hablabas? —preguntó Jessica.

—Con nadie, lady Jessica —contestó el anciano enano—. La cena está casi lista. Les he preparado un magnífico ganso asado.

—Piedragua, ¿quién había en la puerta? Nunca tenemos visitantes —insistió Jessica.

—Sólo un harapiento humano con un chucho sarnoso —masculló Piedragua.

—¿Cómo has podido echarlos, con la tormenta que está cayendo? —lo riñó Jessica.

—Conozco a estos tipos. Dadles una comida caliente y nunca os los quitaréis de encima. Es mejor echarlos con viento fresco.

Alguien volvió a aporrear la puerta.

Jessica se adelantó a Piedragua y abrió la puerta para permitir que el desconocido entrara, tambaleándose. El hombre estaba empapado y goteaba, formando charcos en el suelo. Detrás de él apareció un perrazo de raza indefinida que tenía un aspecto aún más miserable y empapado. Ambos cojeaban, y el can llevaba viejas vendas húmedas alrededor de las patas delanteras.

Con una ceñuda mirada dirigida a su ama y al desconocido, el enano se volvió gruñendo.

—¡Por los huesos de Reorx! —maldijo.

—Una Dama de Takhisis —dijo el desconocido con sorpresa—. Entonces es cierto. —Todos se volvieron de pronto cuando el perro se sacudió el agua del pelaje, mojándolos con una suave rociada. Piedragua blasfemó.

—¿Qué es cierto? —preguntó Alya.

—Creí que mentían. Entonces lo que dicen de… papá debe de ser cierto —dijo el desconocido distraídamente, como si pensara en voz alta. De pronto pareció darse cuenta de lo que hacía, porque sus ojos se aclararon y puso mal gesto bajo su poblada y enmarañada barba—. Perdonadme —se disculpó—, es un hábito de vivir solo. Me llamo Navalre Arcoris, soy un antiguo clérigo de Chislev.

—¡Un clérigo! —exclamó el enano—. ¡Por las botas negras de Reorx!

—Y esta pobre perra empapada es…

—¡Milisant! —exclamó Jessica. Al oír su nombre el animal bajó la cabeza y meneó el rabo, salpicando con agua los zapatos de todos los presentes. La Dama de Solamnia se arrodilló junto a ella y empezó a acariciarla y a rascarle detrás de las mojadas orejas. Milisant respondió lamiéndole la cara—. Era una de las perras favoritas de lord Gunthar. ¿Cómo ha llegado aquí? ¿Os envía lord Ehrling? —preguntó a Navalre.

—¿Quién? No. Iba en compañía de tres enanos gullys. ¿Habéis dicho que era uno de los perros de Gunthar? —inquirió el ermitaño.

—Me parece que es una historia muy larga —comentó Alya—, y vos estáis empapado.

—Oh, cuánto lo siento —se disculpó Jessica, recordando de repente sus deberes de anfitriona—. Por favor, entrad. Os buscaremos ropa seca. Piedragua pon otro plato en la mesa.

—No hay suficiente ganso para cinco —rezongó el enano mientras se dirigía a la cocina—. Alguien tendrá que quedarse sin, y apuesto a que sé quién será.

***

Después de la cena, las damas y el caballero pusieron al día a Navalre sobre los últimos acontecimientos ocurridos en la isla de Sancrist, de los cambios en las Órdenes así como de la muerte accidental de lord Gunthar. El visitante mostró especial interés por las circunstancias que concurrieron en el fallecimiento de Gunthar e incluso les preguntó si estaban seguros. Los caballeros le explicaron cuál era su misión: preparar el castillo para la llegada de tropas y buscar por el camino a un gully llamado Ayuy Cocomur. Ante la mención de este nombre Navalre asintió, como si finalmente se convenciera de algo que sospechaba hacía tiempo.

Mientras Piedragua recogía la mesa, Navalre les relató su curiosa historia de cómo llegó un día a su casa y se encontró a Ayuy, Glabela, Lumpo y Milisant atrincherados en ella y sin ganas de marcharse. También les contó la historia de Ayuy sobre la muerte de su papá, y todos estuvieron de acuerdo en que las circunstancias eran muy parecidas a la muerte de Gunthar. No obstante, Alya señaló que Ayuy pudo haber oído la historia en el castillo antes de huir y, tal como era costumbre en los gullys, imaginarse que él mismo era uno de los protagonistas.

—Entonces, estáis de acuerdo —insistió Navalre—. Seguro que se refería a la muerte de Gunthar y no a la muerte de su propio padre.

—¡Pues claro! Y lo que es más, todos saben que Ayuy lo llamaba «papá». Todos los gullys lo llamaban así —dijo Jessica.

—Y ¿qué pintan los draconianos? —preguntó Navalre.

—¿Qué draconianos? —inquirió Alya. Valian levantó la vista, súbitamente interesado. Jessica se dio cuenta, con sorpresa, de que la dura mirada del elfo iba dirigida a su compañera y no a Navalre.

—Aún no lo he contado todo —se explicó el ermitaño—. Ayuy dijo que después de que Gunthar muriera aparecieron unos draconianos en la escena y trataron de matarlo. Pero escapó, y desde entonces lo persiguen.

—¡Ridículo! —bufó Alya.

—En Sancrist no hay ningún draconiano —dijo Jessica, dándole la razón. Pero Valian no dijo nada.

—Ayuy insiste en que los draconianos intentan matarlo —dijo Navalre, y pasó a relatar los acontecimientos de los últimos días acabando con el descubrimiento de la perra herida y la desaparición de los gullys—. Ayuy afirma que posee un importante secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó Valian de sopetón.

—No lo sé —admitió Navalre sin mucha convicción.

—¿Bueno, habéis visto vos a algún draconiano? —quiso saber Alya.

—No, pero vi a Pyrothraxus sobrevolar el valle —respondió—. Fue el mismo día, y diría que fue sin duda una señal del Mal.

Jessica ahogó una exclamación.

—Y no sólo eso, porque encontré un montón de extraño polvo frente a mi puerta —añadió Navalre—. Esa noche no lo vi, pero a la luz del día resultaba evidente. Milisant le gruñó.

—¿Polvo? ¿Tenía alguna forma? —preguntó Valian.

—De hecho sí —contestó el ermitaño mirando al elfo—. El viento lo había alterado un poco pero aún recordaba una forma humanoide.

Para la sorpresa general, Valian aporreó la mesa enfadado y gritó:

—¡Un baaz! ¡Maldita sea!

—No saquemos conclusiones precipitadas, sir Valian —le reprendió Alya suavemente, pero con voz acerada, y añadió dirigiéndose a Jessica—: Tiene que haber otra explicación. Me parece increíble que los draconianos se dediquen a perseguir a tres gullys por medio Sancrist.

—¿Por qué? —protestó Valian—. Esto es exactamente lo que están haciendo. ¿Qué me decís del montón de polvo? Tiene que ser un draconiano baaz. Conozco muy bien a esos cobardes porque tuve a los suficientes bajo mi mando durante la Guerra de Caos; se trasforman en piedra cuando mueren.

—Estoy de acuerdo con Alya —intervino Jessica—. Tiene que haber otra explicación. Si realmente hubiera draconianos vagando por Sancrist, alguien los habría visto y habría dado la alarma.

—No, si matan a quienes los vean —arguyó Valian—. No, si entre ellos hay sivaks, capaces de adoptar la forma de cualquier persona a la que matan.

—Francamente, todo eso me parece muy improbable —repuso Jessica.

—Sólo hay una manera de averiguarlo. Tenemos que ir a ese lugar del que nos habéis hablado —dijo Valian inclinando la cabeza hacia Navalre—. Ciudad. Tenemos que dar con Ayuy antes de que los draconianos lo hagan.

—Es justo lo que pienso —convino Navalre—. No podemos dejar a esos pobres gullys a merced de los draconianos.

Valian miró fijamente a Alya unos momentos y, finalmente, la mujer asintió y decidió:

—Iremos a Ciudad.