17

Cuatro draconianos caminaban penosamente entre las rocas y los peñascos de una de las regiones más áridas y desoladas que hubieran visto nunca. Sus destrozados pies, provistos de garras, sangraban, y les parecía que cualquier piedra o guijarro roto era más afilado que las hojas de obsidiana y las cabezas de flecha de los guerreros de Abanasinia; cualquier matorral era un zarzal; cualquier planta rastrera, una maraña de tallos y raíces con las que enredarse; y cualquier árbol, por raquítico que fuera, tenía pinchos en vez de hojas y astillas que esperaban clavarse en sus carnes.

En cabeza iba el menor de los cuatro, un baaz con escamas de un tono dorado como el latón y una siniestra testa de reptil con dos cuernos que se enrollaban en espiral. Se cubría las dobladas alas con una sucia capa verde, como si fuera un vigilante o un explorador. Los dos que lo seguían tenían escamas de matiz cobrizo e iban ataviados con ajustados trajes de piel negra que les daban una absoluta libertad de movimientos tanto a brazos y piernas como a las alas, semejantes a las de un murciélago, que les nacían en la espalda. Los kapaks, que así eran llamados, eran mayores que su compañero baaz, y no dejaban de hostigarlo con sus mofas y sus ponzoñosos comentarios. El cuarto era el más grande. Sus escamas de reptil brillaban con un lustre argentado y deslumbraban cuando reflejaban la luz del sol de mediodía. Este último llevaba una armadura de piezas de metal y cota de malla diseñada especialmente para su cuerpo de draconiano. En la espalda, entre las alas, portaba una espada larga y pesada. Era un sivak, una de las razas draconianas más poderosas.

Seguían un sendero que parecía poco más que el antiguo lecho de un arroyo en las inexorables y resecas montañas que los rodeaban. Tal vez fuera un paso de cabras, aunque no habían visto ni cabras ni ningún otro ser vivo desde que el sol se había levantado sobre esa maldita comarca. Los draconianos avanzaban cansinamente, tropezando, lanzándose gruñidos y maldiciones a cada paso. Las piedras y el resbaladizo esquisto se deslizaban bajo sus pies, haciendo que cayeran de hinojos una y otra vez.

—¡Aquí no hay nada! —gruñó uno de los kapaks.

—Éste es el camino —respondió el sivak sin alterarse—. Krass ha estado aquí muchas veces en los dos años que hace desde que llegó a la isla. ¿No es cierto, Krass?

El fatigado baaz se limitó a asentir.

—Pues yo creo que Krass se ha perdido —replicó el kapak—. ¿Por qué tendría su señoría que vivir en este yermo cuando tiene todo el Monte Noimporta a su disposición?

—Tú mismo te has respondido, Dreg —dijo el sivak—. Los gnomos del Monte Noimporta no lo dejan en paz.

—¿Rebeldes? —inquirió Dreg.

—No, hojalateros. No paran de husmear y de darle la lata para averiguar cómo trabaja. Ha tratado de deshacerse de ellos, pero no puede matarlos a todos. Son peores que los gullys.

Tras coronar una cresta de perfil semejante al lomo de una ballena, el explorador baaz se detuvo y señaló hacia el valle del otro lado. Los demás draconianos treparon junto a él y observaron en la ladera de enfrente la enorme entrada negra de una ancha cueva de techo bajo. Del borde superior de la abertura escapaba una voluta de humo grasiento.

—Ahí está —exclamó el sivak, al tiempo que se apretaba el costado donde le había dado un calambre—. La guarida de Pyrothraxus.

Los draconianos descendieron con dificultad la pendiente del risco y escalaron la otra ladera. No llegaron a la entrada de la cueva hasta poco antes del anochecer. Desde allí, mirando al sur se contemplaba un largo valle y, al fondo, la cima del Monte Noimporta, teñido de rosa por los últimos rayos del sol. Las alargadas sombras de las montañas los habían seguido en su descenso del risco, y en ese momento se encontraban en una peculiar penumbra en la que cada peña y cada roca resaltaban, como si estuvieran recortadas en papel, mientras que la entrada a la cueva era un agujero oscuro y neblinoso sin profundidad.

En la boca de la gruta se veían, desparramados, los relucientes huesos amarillos de docenas y docenas de seres (hombres, bestias, gnomos y enanos), reliquias del insaciable apetito del dragón del Monte Noimporta. El monstruo había llegado tres años antes con una tormenta y en un solo día conquistó la antigua ciudad de los gnomos en la montaña. Ojalá no lo hubiera hecho, porque aquellos que deberían haber temblado en su presencia no dejaban de acribillarlo a preguntas, o cosas peores. Se metían en su guarida mientras él dormía y lo pinchaban con agujas del tamaño de una cañería conectadas a jeringuillas a vapor. A veces, le suplicaban que les lanzara su flamígero aliento, para probar sus tejidos ignífugos más modernos. ¿Qué placer podía causar destruir criaturas a las que les importaba tan poco su propio fin? No sólo esto, sino que además medían y llevaban un registro de su propia destrucción. En estas circunstancias, Pyrothraxus tuvo que refugiarse en una cueva indigna de su tremenda importancia, en una cueva en la que apenas cabían sus amados tesoros, y mucho menos su titánico cuerpo.

No obstante, la entrada era tan grande que por ella habría podido pasar un barco. Al penetrar en su interior, los draconianos quedaron sobrecogidos por el formidable tamaño de la cámara y, sobre todo, por los enormes boquetes en la sólida roca causados por el paso del dragón. Había pocas cosas relacionadas con los dragones que pudieran impresionar a un draconiano, pero las colosales dimensiones de Pyrothraxus y de los nuevos dragones llegados del otro lado del mar los maravillaban y les infundían incluso un poco de temor. Los draconianos caminaron lentamente, con respeto reverencial y conteniendo el aliento ante el pensamiento de lo que les aguardaba dentro de la cueva. Así fueron avanzando.

La débil luz del crepúsculo exterior bastaba para iluminar la montaña de oro y acero que se alzaba ante ellos. Parecía una gran ola del océano coronada, nada más y nada menos, por dos barcos enteros. Las gemas emulaban a las estrellas en brillo, color ¡y en abundancia! Nunca, en toda su vida, habían soñado con tal acumulación de riquezas. Sólo verlas era casi una experiencia religiosa que llegaba a lo más hondo de su ser draconiano. Tenían delante las riquezas de medio mundo… y nadie las guardaba.

—Parece que su señoría no está en casa —susurró Dreg.

Antes de que nadie pudiera responder hubo un crujir de huesos y sobre ellos cayeron gotitas. Un segundo crujido resonó por encima de sus cabezas. Los draconianos levantaron la vista y vieron una testa de reptil, tan grande como un galeón de dos palos, que engullía lo que quedaba de Dreg. Los otros tres draconianos se encogieron aterrorizados.

—Pyrothraxus, venimos a traeros noticias de parte del amo Iulus —se apresuró a explicar el sivak.

La colosal cabeza se volvió hacia ellos para mirarlos; los rojos ojos relucían como dos fraguas enanas. Una pequeña llama salió disparada de uno de sus orificios nasales, grandes como barriles, e iluminó las caras vueltas hacia arriba.

—¡Un kapak! —tronó el tremendo dragón, y su voz desprendió rocas de las paredes—. Los kapaks me producen indigestión.

Las monedas tintinearon cuando una enorme garra se posó sobre ellas, cerca de los draconianos, y después la otra. El dragón bajó del saliente situado sobre la entrada al que se había encaramado y se deslizó sobre su lecho de tesoros. El formidable y rotundo vientre, que irradiaba calor, pasó tan cerca de ellos que ojos y boca se les secaron. Lo último en aparecer fue la gran cola serpentina, tan grande como el cuerpo, cabeza y cuello juntos. La bestia se sentó sobre las monedas y empezó a borbotear y ronronear, avivando los fuegos dentro de su vientre y llenando la cámara con un resplandor rojo que nacía de ninguna parte.

—¿Qué me traéis? —preguntó el dragón en tono hastiado.

—Noticias, poderoso señor. Gunthar Uth Wistan ha muerto —anunció el sivak.

—¡Magnífico, general Zen! —bramó Pyrothraxus—. Es una noticia realmente excelente. —El dragón levantó la testa y lanzó contra el techo un victorioso glóbulo de fuego. Inmediatamente llovieron gotitas de roca fundida—. ¿Así que el plan sigue adelante?

—¿Le conoce a usted, general? —inquirió el baaz.

—Pedí permiso a su señoría para construir nuestro castillo en su territorio —contestó el general Zen—. A cambio de que nos protegiera de ojos indiscretos del sur, le prometimos entregarle las tierras de los solámnicos después de la victoria. —Y gritó dirigiéndose al dragón—: Todo está listo, señor.

—El plan sale exactamente como prometiste, general Zen —rió Pyrothraxus. El volumen de su risa fue tal que levantó ondas en su mar de monedas.

—Sí, lord Pyrothraxus, así es. De hecho… —empezó a decir el sivak, pero su frase y la atención del dragón fueron interrumpidas por el repique de una campanilla de plata.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber Pyrothraxus.

El sivak masculló una maldición, pero respondió:

—Un instrumento mágico para comunicarnos a larga distancia. Uno de nuestros agentes en el sur…

—Responde —ordenó Pyrothraxus, y los fuegos en sus ojos llamearon.

Después de vacilar un momento, Zen introdujo la mano en una bolsa que llevaba a la cintura y sacó un gran espejo de plata de mano. Al hacerlo, el espejo repiqueteó de nuevo, esta vez más fuerte. El general agitó una garruda mano sobre su superficie tres veces, al tiempo que palpaba los extraños dibujos tallados en el mango. La superficie reflectante se puso opaca, después negra, y apareció un rostro neblinoso, apenas perceptible.

—¿Qué quieres? —siseó Zen.

—El gully ha essscapado —contestó una débil voz metálica desde el espejo.

—Bien. Continúa buscando y avísame cuando encuentres algo —ordenó Zen rápidamente.

—¿De qué gully habla? —inquirió Pyrothraxus.

—El que presssenció la muerte de Gunthar —respondió la voz del espejo.

—¡Shaeder! —gritó Zen mientras se refugiaba en la oquedad en la que había reparado antes.

—¡Qué! —rugió Pyrothraxus. Una explosión lanzó a Zen contra el muro de la oquedad y las llamas le lamieron los espolones de los tobillos y las puntas de las alas. El insoportable calor no mermó, sino que siguió chamuscando cada centímetro de su cuerpo. La piedra alrededor de él empezó a humear y a desmenuzarse. Zen notó que un grito se le escapaba de los labios, pero sus oídos no percibieron ningún sonido. El aliento del dragón lo consumía todo, el aire, la carne, incluso la voluntad de vivir. Sólo la roca de la montaña lo protegía, más o menos.

Finalmente, el fuego y el atronador ruido cesaron y su áspero grito resonó en el súbito silencio de la cámara. Entonces, recuperó el control y se calló.

—Hay interferencias —se quejó la voz del espejo.

Zen la oyó, pero no osó abandonar la oquedad.

—Puedes salir, Zen —ronroneó el dragón—. Prometo que no te mataré…, por ahora.

Zen salió cautamente. Pyrothraxus le dirigió una soñolienta mirada, pero los fuegos que destellaban detrás de sus párpados caídos eran signo de que seguía furioso. Del baaz y del otro kapak no se veía ni las cenizas, ni siquiera una mota de polvo, y las rocas humeaban. A medida que la montaña empezó a enfriarse, crujió y gruñó como si se quejara.

—Encuentra a ese gully —dijo Pyrothraxus. La calma de su voz era siniestra—. Si se descubren tus planes, no te protegeré ni a ti ni a los caballeros que reclutaste para hacer el trabajo sucio. ¡Si fallas, te aseguro que lo pagarás!

***

Ayuy y sus compañeros se quedaron en casa de Navalre dos días, y dos y dos más, hasta que pareció que, verdaderamente, iban a acabar con toda la comida.

Después del primero, el antiguo clérigo aprendió a no dejarlos solos en la casa cuando salía a buscar alimentos, porque se lanzaban contra cualquier cosa que pudiera masticarse, incluso las bisagras de piel de las puertas del armario. Eran peores que cabras. A Navalre nunca le habían gustado las cerraduras, pero no le quedó otro remedio que instalar un sencillo cerrojo en la puerta para mantenerlos fuera. Ayuy, Glabela y Lumpo podían pasear por donde quisieran (Navalre les comentó más de una vez que el arroyo estaba muy cerca y que en él podían bañarse) y comer cualquier cosa que encontraran, con la condición de que no entraran en la casa ni en la despensa de tubérculos.

Milisant se daba la gran vida cazando conejos y retozando por los prados como una potranca, mientras que Glabela se aficionó a pescar truchas del arroyo sin red ni gancho. La enana se quedaba sentada en la orilla tan quieta como un gato y, cuando los peces pasaban nadando junto a ella, hacía cazoleta con una mano y los lanzaba a la orilla, donde esperaban Ayuy y Lumpo. La mayoría de las truchas eran devoradas mucho antes de llegar a la sartén.

En todo ese tiempo no hubo ninguna figura misteriosa que los acechara en los árboles ni pasos sigilosos que perturbaran su sueño. Ayuy se sentía contento y satisfecho como no lo había estado desde antes de la muerte de Gunthar. Por la noche dormía como un tronco, como sólo pueden hacerlo gullys felices, y Milisant seguía cazando conejos en sueños.

Por la noche, se sentaban alrededor del fuego y Navalre les narraba historias de los dioses de antaño y de cómo se comportaban las criaturas del bosque. Lumpo solía quedarse dormido y Glabela escuchaba a medias sin dejar de picar y mordisquear casi sin descanso. Sólo Ayuy parecía realmente interesado.

Los gullys también contaban historias, pero las exponían y las acababan rápidamente al habitual modo gully, sin sentido ni propósito. El modelo habitual era más o menos: «Recuerdas cuando…», seguido por risas y comentarios del tipo: «Esa historia divertida. Cuéntala otra vez». A veces, uno de ellos explicaba mal la historia, lo que conducía a batallas campales en el suelo que no sentaban nada bien a los muebles. Navalre tuvo numerosas oportunidades de practicar sus dotes de carpintero.

Cuando la fiesta decaía, uno de ellos inevitablemente se ponía a cantar Noventa y nueve botellas de cerveza. La canción duraba hasta que se desplomaban exhaustos, roncos y graznando, ya que nunca entendían que tenían que cantar los números al revés y en cada verso repetían que tenían noventa y nueve botellas de cerveza.

A medida que el otoño avanzaba y se aproximaba el invierno, la inquietud se iba apoderando del bosque. Navalre lo notaba, pero era incapaz de determinar de dónde procedía; al parecer los gullys también lo notaban, porque Lumpo solía tener pesadillas y muchas veces se despertaba gritando, y Ayuy cada vez se pasaba más horas de pie, en la puerta después de cenar, vigilando la tranquila espesura. En cuanto a Glabela, su apetito aumentó y se comportaba como un oso que acumula grasa en previsión de los malos tiempos.

En más de una ocasión, cuando regresaba a casa por entre la maleza al atardecer, Navalre se volvía porque le parecía vislumbrar una sombra, pero no había nada. El ermitaño se sorprendía a sí mismo tratando de escuchar pasos sigilosos en el sendero o se preguntaba la razón de la súbita quietud y del susurro de los árboles. Todo aquello lo desazonaba. Tomó por costumbre llevar consigo siempre un hacha, y su mente se llenaba de imágenes de Dragones Rojos surcando el cielo. Navalre empezó a considerar la posibilidad de que Pyrothraxus estuviera extendiendo su área de influencia desde su guarida en el Monte Noimporta, en el norte.

Un día, mientras preparaba el desayuno dijo a los gullys:

—Si hoy no cierro la puerta, ¿prometéis portaros bien? Es posible que no haya regresado al anochecer, en cuyo caso tendréis que quedaros solos. ¿Podréis hacerlo? ¿Puedo fiarme de que no haréis destrozos?

—Tú fía de nosotros —le aseguró Glabela, dándole palmaditas en una pierna—. Nosotros buenos.

—Os dejaré mucha comida para que no tengáis que buscarla por ahí. Confiad en mí, volveré mañana.

—Nosotros confiar —dijo Ayuy—. Prometemos. Yo vigilo a estos tragones. ¡Ayuy jefe!

Y así fue como, después de desayunar y con muchos recelos, Navalre se despidió de los tres gullys, que le desearon buen viaje, desde la puerta de la casa. El ermitaño cogió su bastón y empezó a descender la ladera. Se dirigía a un antiguo pozo oculto en el fondo del valle, donde vigilantes y druidas se reunían y donde los moradores del bosque podían comprar y vender productos y objetos útiles mediante un sistema de trueque único. Muy pocas veces los trocadores se encontraban cara a cara. Una persona dejaba, por ejemplo, una cesta de manzanas; la siguiente persona se llevaba las manzanas pero dejaba un cuchillo elfo; la próxima persona que pasaba por allí cogía el cuchillo y dejaba un saco de harina; y finalmente regresaba la primera persona y se llevaba la harina.

Esa vez Navalre no iba para hacer un cambio, sino en busca de noticias del mundo exterior. Confiaba en encontrase con alguien en el pozo que pudiera arrojar luz a sus recientes premoniciones.

Anduvo la mayor parte del día hasta llegar al bosque del valle siguiendo el arroyo que fluía junto a su puerta, y avanzando por un sendero que conocía como la palma de su mano, porque lo había hecho él. Cuando era necesario cruzar la corriente, Navalre había construido sencillos puentes (de troncos en las montañas y de juncos más cerca del valle). A medida que el arroyo descendía, serpenteando por la ladera, otros arroyuelos, regatos y simples hilillos de agua se unían a él, por lo que llegaba al fondo del valle convertido en un torrente cuyas impetuosas aguas bajaban rumorosas, por numerosas cascadas y rápidos. Finalmente, en los prados más bajos volvía a enlentecerse y sus frías aguas entre ciénagas y pantanos hasta alcanzar el lago, donde extendía sus aguas para que el sol las calentara. Allí los carrizos crecían en profusión en las orillas, ofreciendo refugio a multitud de aves acuáticas, mientras que las truchas poblaban sus frías profundidades.

El aire era bastante más cálido en el valle. Mientras que a mayor altitud ya se respiraba la proximidad del invierno, allí abajo el otoño se prolongaba con gran profusión de dorados y de brillantes escarlatas en el paisaje. El bosque susurraba, mecido por una suave brisa y la luz del sol formaba en la senda dibujos, siempre cambiantes, con manchas doradas. Todo era tan agradable que costaba creer que algo pudiera ir mal, y Navalre empezó a dudar de sus presentimientos. Se detuvo y, a través de un hueco entre los árboles, contempló su montaña, preguntándose qué estarían haciendo los gullys; al imaginárselos devorando todos sus muebles, se rió entre dientes.

A medida que el día menguaba y Navalre penetraba en el corazón de la espesura, los árboles formaron un dosel cada vez más tupido que los rayos del sol no podían atravesar. Una profunda y pertinaz penumbra reinaba entre los vetustos árboles, altos y poderosos. Sus troncos grises, semejantes a pilares de un oscuro y silencioso templo, formaban apretadas filas en todas direcciones y se confundían en una brumosa mancha oscura allí donde alcanzaba la vista. Sólo una senda, apenas visible en la semioscuridad, marcaba el camino. Era un lugar sin agua ni arroyos, porque la lluvia no podía atravesar la densa cubierta de los árboles y regar el suelo. Era un lugar casi tan inhóspito, polvoriento y seco como un desierto.

Las sombras se hicieron más densas cuando empezó a anochecer, pero Navalre no se detuvo para descansar y tampoco encendió una antorcha. El hombre conocía el camino de memoria y, así, continuó caminando en plena noche. Una fría brisa lo refrescó, llevando consigo la promesa del agua y, efectivamente, al poco rato Navalre salió del bosque y fue como cruzar una puerta abierta en un muro. Un amplio círculo de robles descollaba en un prado de unos buenos cien pasos de ancho. En el centro del claro se levantaban las ruinas de anchas columnas de mármol que relucían como una visión en un sueño de embrujo. El firmamento, negro y cristalino, estaba salpicado con las nuevas estrellas de Krynn que se habían formado después de la Guerra de Caos, cuando la Gema Gris de Gargath se hizo añicos. El rocío brillaba con luz trémula en la hierba del prado, que le llegaba a Navalre a la altura de los muslos y lo mojaba ligeramente mientras se dirigía al pozo situado junto a las ruinas, donde ardía una pequeña hoguera que prometía calor, noticias y compañía.

No obstante, Navalre se acercó cautelosamente. Era mejor no surgir inesperadamente de la oscuridad, ya que la gente del lugar era precavida y podría encontrarse con una flecha clavada en la garganta antes de que tuviera tiempo a explicarse. Al aproximarse aún más, aflojó el paso y vio una figura envuelta en ropas que se acurrucaba junto al fuego para calentarse las manos.

—¡Ah del campamento! —gritó. La figura alzó la cabeza, pero por lo demás se quedó inmóvil—. ¿Puedo acercarme? —preguntó Navalre, primero en Común y después en idioma solámnico.

La figura asintió y lo invitó a aproximarse con un ademán.

—Saludos —dijo el ermitaño, acercándose a la luz de las llamas.

—Salve, hermano del bosque —le respondió el embozado desconocido en idioma solámnico—. Por favor, siéntate y solázate con el calor de mi fuego.

Navalre aceptó de buena gana, ya que aunque en el corazón del bosque el aire era sofocante, en el prado soplaba un fresco vientecillo otoñal. Cuando se sentó, alcanzó a ver el rostro que el desconocido ocultaba bajo la capucha.

—¿Laif? ¿Laif Lorbaird? —preguntó Navalre.

El hombre se sobresaltó, como si le sorprendiera oír el sonido de su propio nombre; pero, luego, sonrió y se echó atrás el capuz revelando una maraña de cabello negro azabache. Acto seguido, reconoció su identidad con una inclinación de cabeza.

—Ya me pareció que eras tú, Laif. Por los dioses, ha pasado mucho tiempo.

—No tanto, amigo mío —replicó Laif—. ¿Qué te trae por aquí?

—Digamos que estaba preocupado por una extraña sensación de inquietud que ha invadido el bosque en el que vivo —contestó Navalre—. ¿Qué hay de nuevo en el mundo?

—Muchas cosas, muchos cambios —dijo Laif Lorbaird con fuerte acento solámnico—. Los Caballeros de Solamnia y los Caballeros de Takhisis se han unido para formar una sola Orden.

—¡Increíble! —exclamó Navalre.

—Es cierto. Los Caballeros de Takhisis han empezado a ocupar castillos de Sancrist que llevaban mucho tiempo abandonados.

Navalre meneó la cabeza con incredulidad.

—Lord Gunthar ha muerto —continuó Laif, y Navalre asintió con tristeza.

—Bueno, al menos esto no es inesperado —dijo—. Era muy viejo. ¿Cómo murió?

—Mientras cazaba un jabalí —respondió Laif.

—¿Un jabalí? —inquirió Navalre con cierta sorpresa.

—Ya era viejo y probablemente lo que lo mató fue la excitación de la caza y no el jabalí.

—Ya veo —masculló Navalre, inquieto por la coincidencia entre esa noticia y la historia de cómo murió el papá de Ayuy—. ¿Qué te trae por aquí, amigo mío?

Laif se inclinó hacia adelante, como si se dispusiera a revelar un gran secreto. La luz de las llamas puso reflejos en sus ojos oscuros.

—Persigo algo maligno. Ha venido desde el sur y ha atravesado todos los bosques, sembrando discordia y temor. Probablemente esto es lo que has sentido. Lo he seguido hasta aquí, pero he perdido el rastro.

—¿Tú, un vigilante del agreste bosque, has perdido el rastro? —rió Navalre—. Me cuesta mucho creerlo.

—Ese ser maligno es muy listo —replicó Laif, y sus ojos ardieron con más intensidad—. Viaja encarnado en la forma de un enano gully en compañía de otros gullys. ¿Has visto acaso algún gully?

De pronto, Navalre sintió un intenso frío interior. Quizá fuera por cómo habían relucido los ojos de Laif a la luz del fuego cuando le había preguntado por los gullys, como carbones incandescentes. Un oscuro instinto le advirtió que no dijera nada sobre sus invitados.

—No desde hace muchas estaciones —mintió.

—¡Ah! —suspiró Laif al tiempo que se echaba de nuevo la capucha sobre la cabeza—. Qué lástima.

—Debo irme —anunció de improviso Navalre.

—¿Estás seguro de que no deseas quedarte? —le preguntó Laif amablemente.

—Sí, debo irme, de verdad. Gracias. Te deseo mucha suerte.

—Ve con Paladine —dijo Laif en solámnico formal. Luego, echó el cuerpo hacia atrás y se arrebujó en sus ropas, como si se dispusiera a dormir.

Navalre se marchó, apresuradamente, tratando de disimular sus prisas. Se alegraba de haberse alejado del fuego y de que la oscuridad del prado lo ocultara. Él encuentro, en vez de calmar sus inquietudes, sólo había conseguido alarmarlo aún más; cruzó apresuradamente el prado mirando con frecuencia por encima del hombro.

Al llegar justo al borde giró de nuevo la vista atrás para comprobar que nadie lo seguía, tropezó y cayó de cara. Se quedó unos minutos tumbado en la alta hierba, escuchando, antes de retroceder a rastras para recuperar su bastón. Lo encontró encima del cuerpo de un animal muerto con el que obviamente había tropezado. El ermitaño recogió el bastón y se dispuso a marcharse; pero, en ese instante, la luna asomó su fantasmal rostro por encima de los árboles y bañó el prado con un pálido resplandor. Las columnas blancas de las ruinas destacaron sobre el oscuro bosque como recortes de cartón iluminados por un feérico fuego. A los pies de Navalre yacía el cuerpo de un hombre, y el ermitaño le dio la vuelta con una creciente sensación de horror. Entonces, ahogó un grito, retrocedió y miró alarmado hacia el fuego. Éste ardía alegremente, pero ya no se veía a nadie. Navalre dio media vuelta y huyó hacia el bosque.

Laif Lorbaird se quedó allí, tendido en el suelo con ojos lechosos, fijos en las estrellas, y una daga clavada en el corazón.