16

Una leve brisa soplaba desde el valle y mecía las hojas de los árboles del huerto de Navalre. En realidad, el huerto no era de Navalre, pero él lo consideraba suyo pese a que no había plantado ni uno solo de los nogales, las pacanas ni otros árboles que crecían en profusión. Navalre se recostó en una pila de hojas y cerró los ojos, dejando que la brisa refrescara sus cansados y doloridos pies. El viento en los árboles y el borboteo del manantial eran como una mágica canción de cuna que entonara la misma naturaleza, aunque no parecía tener efecto en los cientos de ardillas que se afanaban recogiendo frutos secos para el invierno. Los animalillos parloteaban y correteaban entre las hojas, como si temieran que el invierno se presentara en cualquier momento y los pillara desprevenidos.

Pese a la nieve caída la semana anterior, Navalre sabía que el invierno tardaría semanas en llegar y podía permitirse un pequeño descanso. Al igual que las ardillas, también recolectaba frutos secos para el invierno. Cerca de él había dos cestas llenas a rebosar, una con pacanas y la otra con nueces. Navalre dejaba los frutos más duros a las ardillas y otros animales; había más que suficiente para todos. Al hombre nunca se le había ocurrido quedárselos todos para él, como hacían los campesinos que habitaban los bosques de las tierras bajas. Ellos ponían trampas y veneno, o adiestraban a los perros para proteger sus huertos de las criaturas del bosque. Navalre vivía en armonía con la naturaleza siguiendo las enseñanzas de Chislev, la que fuera diosa de los bosques. Al igual que los demás dioses, Chislev había abandonado Krynn durante la Guerra de Caos, pero él continuaba viviendo al ritmo de la naturaleza: contemplaba a los animales, velaba por ellos y aprendía de ellos cómo vivir sin las muletas de la civilización.

En otoño también recolectaba cereales silvestres de los prados, así como manzanas y caquis de los árboles del valle. Con las uvas de las vides silvestres, que crecían en las laderas más bajas, Navalre se hacía su propio vino. También recolectaba miel y la guardaba en jarras que él mismo moldeaba con arcilla a la que daba forma y después cocía en un primitivo horno. Su casa estaba construida con piedras del arroyo y el tejado con juncos que crecían junto al lago del valle. Todo lo que necesitaba lo encontraba a su alrededor, y lo que no utilizaba lo devolvía a la tierra.

Lo único que no le ofrecía ni el valle ni la montaña eran otras personas. Navalre vivía solo y le gustaba. Prefería con mucho la compañía de linces y ardillas a la de mercaderes y caballeros. Nadie lo molestaba y nadie sabía que vivía allí.

El hombre haraganeó toda la tarde tendido bajo los árboles junto al arroyo, contemplando a las ardillas y riendo con sus payasadas. No tenía ninguna prisa. En realidad, ni siquiera necesitaba las nueces porque ya tenía mucha comida guardada, pero las quería para hacer tartas para el solsticio hiemal. Todavía le gustaba celebrar las fiestas señaladas cocinando platos tradicionales del tipo que solían hacer las madres. Tendido sobre las hojas, Navalre pensaba en todas las cosas maravillosas que le gustaba comer hasta que su estómago empezó a protestar y se acordó de las tortas de cebada que había preparado por la mañana. Rápidamente recogió sus cestas llenas y descendió por la ladera, dejando el huerto a las ardillas.

El sol empezaba a ponerse cuando se aproximaba a su casa, construida a la sombra de una enorme haya a la orilla de un murmurante arroyo de montaña. La chimenea resaltaba contra el cielo rojizo y una tenue voluta de humo se alzaba en el tranquilo aire otoñal. Mientras cruzaba el arroyo poco profundo, saltando con facilidad de una piedra a otra, reparó en que la puerta estaba entreabierta, aunque recordaba haberla cerrado. En el pasado había tenido problemas con los osos, que se le metían en casa, por lo que siempre se aseguraba de cerrarla bien al salir.

Navalre se acercó, sigiloso, a la casa; dejó las cestas en el suelo junto a una pila de leña y arrancó un hacha de madera de un tronco haciendo palanca. Luego se colocó a un lado de la puerta y echó un rápido vistazo dentro. En la oscuridad del interior no vio ningún intruso, pero le llegó un extraño olor. Era un olor salvaje, como a almizcle, pero nada semejante a un oso; alguna otra criatura había llegado a las montañas, una criatura que él nunca había visto antes. Navalre se agarró nervioso al hacha.

—¿Hola? —llamó suavemente. Nadie le contestó, por lo que el hombre se deslizó al interior y miró con cautela a su alrededor.

La habitación parecía vacía, pero había claros indicios de la presencia de intrusos. Su asiento favorito, en el que había pasado tantos inviernos al lado del fuego, yacía en el suelo hecho cisco. Era como si un gigante se hubiera sentado en él y la silla se hubiera derrumbado bajo su peso. A continuación, Navalre comprobó que las dos tortas de cebada que había horneado esa mañana habían desaparecido; unas migajas sobre la mesa señalaban el lugar donde las había dejado para que se enfriaran. La tapa del barril de manzanas estaba en el suelo y faltaba más o menos la mitad. De pasada, el hombre notó que no se veía un solo corazón por ninguna parte, ni siquiera una semilla. Su mantequera estaba desmontada, las piezas debajo de la mesa, y alguien se había zampado toda la mantequilla. Ese alguien había devorado incluso las espinas del pescado que Navalre había comido la noche anterior y que había echado al cubo de desperdicios cerca de la puerta. Lo único que el merodeador no había tocado eran las jarras de miel alineadas en la repisa de la chimenea.

Navalre se dio bruscamente media vuelta cuando algo cruzó la puerta, que seguía abierta. Era una perra, una perra enorme que se paró al verlo. No era una perra salvaje pues, pese a las ramitas y hojas prendidas en su lanudo pelaje gris, era evidente que en el pasado la habían cuidado bien. Además, era mansa, porque parecía más sorprendida por la presencia de Navalre que otra cosa. No obstante, el hombre seguía enarbolando el hacha. Perra y humano se miraron mutuamente con la mesa de la cocina de por medio.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, pequeña? —preguntó Navalre en un tono forzadamente reposado.

Al oír su voz, la perra bajó la cabeza y empezó a menear el rabo. Entonces se acercó al hombre y le husmeó la mano que éste le tendía. Navalre apoyó el hacha en la mesa y se agachó para acariciarla. La perra le lamió la cara mientras el rabo golpeaba contra el suelo.

—¿Te has perdido? ¿Dónde está tu amo? —preguntó Navalre mientras la examinaba. Parecía estar en buen estado y, ciertamente, bien nutrida—. Caramba, estás bien alimentada —comentó el hombre—. Probablemente me has saqueado la despensa. —Navalre le hizo fiestas y la acarició, desprendiendo hojas y otros restos de su pelaje.

»Eres una perra de caza —afirmó el hombre al levantarse. Cogió un tronco del cubo al lado del hogar y lo usó para atizar los carbones del fuego, luego añadió leña menuda y ramitas hasta conseguir un pequeño fuego que ardió alegremente.

»¿Has perdido el rastro? Pues te has desviado mucho; no hay ningún castillo ni ninguna aldea en kilómetros de distancia —dijo Navalre—. Supongo que estarás hambrienta, ¿no? Iba a comerme las tortas de cebada para cenar, pero puesto que ya te las has zampado tú, tendré que preparar otra cosa. ¿Qué tal pescado? ¿Te gusta el pescado?

La perra se arrimó al fuego y meneó el rabo.

—Muy bien, pescado entonces. Voy a salir y ver si hay alguno en mis trampas. —El hombre se dirigió a la puerta y se volvió, esperando que la perra le siguiera, pero el can seguía junto al calor del fuego—. ¿Por qué no te quedas? —rió Navalre—. No tardaré.

El ermitaño recorrió menos de cien metros, río abajo, hasta un lugar donde la corriente se ensanchaba después de salvar una pequeña cascada. Vadeó el arroyo, metió la mano en el agua y sacó un cesto grande en forma de embudo hecho de ramitas entretejidas. Dentro culebreaban cinco lustrosas truchas marrones. Navalre estuvo a punto de dejar caer el cesto por la sorpresa; nunca había pescado tantas de una vez. En los meses de verano habría devuelto al agua las que no pensara comerse, pero aquella noche tenía una invitada y, en vista de que su despensa para el invierno se había visto inesperadamente mermada, decidió que secaría las que él y la perra no se comieran. El hombre vadeó el arroyo hasta la orilla y se sentó en una roca para limpiar los pescados aprovechando la última luz del día.

Al regresar a la cabaña, Navalre oyó voces dentro y, por la puerta abierta vio sombras danzando en las paredes. Por lo que oía y veía, era como si dos, tres o hasta cincuenta personas estuvieran peleando. Se oyó un fuerte chillido y estrépito; el ermitaño se precipitó al interior.

Encontró en medio de la habitación un montón de palos rotos y mantas revueltas; lo que antes había sido su cama. Por alguna razón había caído del altillo. En medio del desastre, varias criaturas de pequeño tamaño peleaban, escupían, propinaban puñetazos y trataban de arañarse, todo esto sin dejar de maldecir como marineros borrachos. Navalre se metió en la refriega, agarró a una de aquellas criaturas por el pescuezo y tiró de ella.

—¡Un enano gully! —exclamó cuando finalmente vio qué había atrapado. Los otros dos continuaron peleando.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó zarandeando al gully, que de pronto fue todo docilidad.

—Lumpo acapara todas mantas —explicó Ayuy.

—¡No! —gritó Lumpo, al tiempo que propinaba; airado, un codazo a Glabela bajo el mentón. La enana quedó despatarrada en el suelo con una expresión de sorpresa en la cara. El enojado Navalre la puso de pie bruscamente mientras Lumpo, victorioso, se acomodaba en la cama destrozada y se envolvía con todas las mantas. Parecía que los palos y las astillas no le importaban.

—¿Ves? —masculló Glabela arrastrando las palabras—. Acapara todas mantas.

—Sí, ya veo —replicó Navalre, que alargó la mano, arrastró a Lumpo fuera del lecho y lo obligó con rudeza a ponerse de pie—. ¡Y también veo que me habéis destrozado la cama! ¡Mirad qué habéis hecho!

Los tres gullys se aproximaron al lecho para examinarlo.

—Cama no muy buena —comentó Glabela.

—Palo se me clava en la espalda —dijo Lumpo, frotándose los riñones—. ¿Cómo puedes dormir en cama como ésta?

—Antes no tenía este aspecto —dijo Navalre—. Era una buena cama hasta que vosotros tres la destrozasteis. ¡Pero mirad qué habéis hecho! —El hombre recogió las piezas rotas de la cama para comprobar si alguna podía salvarse. Frustrado, arrojó las piezas al suelo.

—¡Y mirad mi silla! —gritó, dirigiéndose al hogar—. También la habéis roto vosotros, ¿no?

—No. Milisant rompe silla —repuso Ayuy con convicción.

—¿Por qué has roto mi silla? —espetó Navalre a Glabela.

—Yo no rompo silla. Milisant rompe —protestó la enana.

—Vale, y ¿cuál es Milisant?

Ayuy señaló a la perra acurrucada junto al fuego y que los contemplaba con la cara entre las patas. Al oír su nombre, la perra meneó la cola.

—Lumpo se sube a silla para coger potes del estante, pero no llega —explicó Ayuy—. Así que yo subo a hombros de Lumpo, y Glabela sube encima de mí. Bien. Glabela coge pote. Milisant sube a silla, y silla rompe. Milisant rompe silla.

—Os habéis comido todo lo que tenía —dijo Navalre, que suspiró y meneó la cabeza—. Os habéis comido mis tortas de cebada. Incluso os habéis comido la basura. ¿Por qué?

—Nosotros mucha hambre —respondió Ayuy.

Lumpo asintió y agregó:

—Pescado muy malo. Muchas espinas.

—¿Pedisteis permiso para entrar en mi casa, comeros mi comida, romperme la silla y destrozarme la cama? —preguntó Navalre.

—No —respondió Ayuy.

—¡No, no lo hicisteis!

—Claro que no, tú no aquí cuando nosotros llegamos —lo corrigió Ayuy.

—¡Pues ahora sí estoy aquí! ¿Qué tenéis que decir? —gritó Navalre.

—Glabela cansada y hambrienta. Quedo dos días —respondió la enana, y Ayuy y Lumpo se mostraron de acuerdo.

El asombro dejó a Navalre sin habla. Había oído hablar de los enanos gullys y había visto a algunos de lejos, pero nunca había tenido trato directo con ellos. Estos parecían ser unos buenos exponentes de la raza. Bueno, a él no le molestaban los visitantes ocasionales, es decir mapaches que asaltaban sus trampas de pesca u osos que devoraban las bayas que él había recogido. El hombre los contempló y se echó a reír.

—Oh, ya veo —dijo—. ¿Sólo dos días?

—No más de dos —respondió Ayuy.

—De acuerdo. La cena pronto estará lista —dijo Navalre—. Por favor, tomad asiento. —Los gullys se sentaron alegremente en el suelo alrededor del fuego.

—Podéis sentaros a la mesa. Hay un banco —les dijo Navalre—. Ahora vuelvo. Menos mal que no encontrasteis mi despensa de tubérculos. —Dicho esto salió.

—¿Ayuy, crees que cierra la puerta con clavos como último posadero? —preguntó Glabela—. No quiero esta posada quema con nosotros dentro.

—Eliges mal posadas —replicó Ayuy—. Una quema, una cae un rayo, una despertamos y todos ¡puf!, desaparecidos, una nos persiguen con palos. —El gully se frotó la cabeza por el doloroso recuerdo.

—Al menos yo elijo posadas. Lugar que vais vosotros, nunca hay posada. Sólo árboles y rocas y nada para comer —dijo Glabela—. Me muero de hambre. Si no cenar voy a desaparecer, ¡puf!

—Yo elijo esta posada —replicó Ayuy—. ¡Ésta buena posada!

—Cama rompe. Silla rompe. Lumpo atraganta con espina. Yo como dos manzanas y barriga duele —se quejó la enana.

—Tú comes dos y dos y dos manzanas. No me engañas a mí —replicó Ayuy.

Navalre entró de nuevo cargado con diversos tubérculos comestibles, que lanzó directamente al fuego. Lumpo empezó a husmear y los contempló con mirada hambrienta.

—¡Seguís sentados en el suelo! —exclamó el hombre—. Os lo ruego, probad el banco. —Con evidente mala gana los tres enanos se pusieron de pie y se acomodaron en el banco junto a la mesa, Lumpo en una punta, Glabela en la otra y Ayuy en el centro.

Navalre cogió una sartén del clavo del que colgaba y la colocó sobre las brasas. Luego, miró alrededor y chasqueó los dedos.

—No hay mantequilla —anunció—. Bueno, tendremos que pasarnos sin. Tal vez un poco de vino…

Vertió un chorro de líquido rojo de una calabaza en la sartén que se estaba calentando, y el vino chisporroteó. Entonces añadió el pescado y mientras se protegía el rostro del calor con la palma de una mano, con la otra espolvoreó la trucha con hierbas aromáticas y le dio la vuelta con un tenedor de madera. El aire se llenó de un apetitoso aroma, el estómago de Lumpo rugió como un oso y Milisant levantó las orejas.

En menos que canta un gallo Navalre había preparado una sustanciosa cena y la servía en la mesa. La perra ya había empezado: tendida en el suelo de tierra apisonada, raspaba con entusiasmo las espinas. Los gullys también habían intentado empezar, pero Navalre les golpeó los nudillos con el tenedor las veces suficientes para que, finalmente, esperaran a que todo estuviera listo. El ermitaño sacó de alguna parte una hogaza de pan (cómo los gullys la habían pasado por alto era un misterio, pero se alegraba de que hubiera sido así) y, pese a no tener mantequilla, había abundancia de dulce miel fresca. Navalre puso velas de cera de abeja sobre la mesa y la repisa de la chimenea y llenó un gran cuenco con vino, para que cada uno cogiera con su copa el que quisiera. Glabela y Lumpo nunca habían probado el vino, pero Ayuy a veces había podido lamer la copa de lord Gunthar al final de las comidas. El vino de Navalre, hecho con uvas de las tierras altas, se subía a la cabeza y era más potente que ninguno que el enano hubiera probado antes, y mucho más fuerte que las cervezas familiares a los paladares gullys.

—¡Ésta buena posada! —proclamó Glabela después de apurar su tercera copa—. Mejor posada. —La enana palmeó a Ayuy en la espalda para felicitarlo por la elección, haciendo que derramara su vino. Ayuy la miró, ceñudo, y volvió a sumergir su copa en el cuenco.

—¿Posada? —inquirió Navalre, perplejo—. Oh, ya veo. Creéis que esto es una posada.

—Correcto. Siempre yo elijo posada, pero Ayuy elige ésta. Elige bien —dijo Glabela con voz demasiado fuerte, al tiempo que cogía un boniato del plato de Ayuy y se lo metía en la boca.

—De modo que sois viajeros —dedujo Navalre.

—No, somos aghars —le corrigió Lumpo desde el otro extremo de la mesa—. O sea, enanos gullys. Viajero es caballo de papá.

—Claro, claro. Lo que quería decir es que vosotros tres, enanos gullys, estáis de camino a algún sitio.

—¿Camino? Creí que tú decir esto un banco —dijo Lumpo mirando el banco con recelo.

—Sí, sí, es un banco —rió Navalre, y Lumpo se relajó—. ¿Qué os ha traído a mi… mmm… posada?

—No nos trae nadie. Venimos solos —contestó Glabela, y se zampó el último boniato—. Caminamos dos días y dos y dos días, perseguidos por lacerto. Tenemos hambre, tenemos frío, pero nosotros valientes. No miedo de lacerto.

—Yo miedo de lacerto —confesó Lumpo.

—Yo no. Yo muerdo a lacerto en nariz. ¡Así aprenderá! —se jactó Glabela.

Ayuy resopló y Glabela le dio un manotazo.

—Lacerto dar miedo —convino Lumpo.

—Perdonadme, pero ¿qué es un lacerto? —preguntó Navalre.

—Hombres dragón —respondió Ayuy con gran solemnidad.

—¿Draconianos? —inquirió Navalre, muy asombrado.

—¡Correcto! —contestó Glabela—. ¡Eh, es listo!

—¿Los draconianos os persiguen?

—Ayuy ve cómo matar a papá —dijo Glabela.

—¡Eso gran secreto! —gritó Ayuy y dio un manotazo a la enana. Entonces se volvió hacia Navalre y dijo fieramente—: Tú no tener que oír esto.

—¿Los draconianos mataron a vuestro padre? —preguntó Navalre perplejo—. No lo entiendo. ¿Por qué matarían a un gully?

—No matar a gully —explicó Glabela—. Matan a papá.

—¡Tu no tener que decir! —gritó de nuevo Ayuy.

—¿Cuándo ocurrió? —inquirió Navalre con genuina curiosidad. El ermitaño sabía incluso menos de los draconianos que de los gullys. Desde luego había oído hablar de las malvadas criaturas nacidas de huevos de dragón, pero le parecía increíble que gullys y draconianos (por así decirlo mezclados) cruzaran el umbral de su casa.

—Papá no muere hace dos días —dijo Lumpo. Ayuy lo miró como si fuera a estrangularlo, pero Lumpo se defendió gimiendo al tiempo que reculaba hasta la punta del banco—: ¡No he dicho!

—¿Por qué nosotros no decir? —preguntó Glabela a Ayuy—. Tu dices papá decirte que avisar a otros. Él otros.

—Él no otros. Tú otros. Él quizá caballero malo —replicó Ayuy.

—Yo no soy ningún caballero —protestó Navalre un poco picado.

—Tú humano —dijo Ayuy.

—Es cierto, pero no todos los humanos son caballeros. En el pasado fui sacerdote de Chislev, la diosa de la naturaleza —explicó Navalre.

—¿Tú hablas con dioses? —inquirió un Ayuy impresionado.

—Antes sí —respondió el hombre titubeando—. Aún lo hago a veces, cuando me siento solo. No sé si Chislev me escucha, ni siquiera sé si puede oírme, pero yo protejo y cuido la tierra y las criaturas que en ella viven. Si los draconianos realmente os persiguen, aunque no me imagino por qué, y si realmente estáis en peligro, tal vez yo pueda ayudaros. Me gustaría saber más.

Ayuy posó sobre él una larga y dura mirada, como si sopesara la decisión con toda su capacidad mental. Gunthar había tenido razón al decir que Ayuy era un gully excepcional, pues poseía una conciencia de sí mismo que no abundaba entre los de su raza. Quizá fuera debido a que su madre lo dejó caer de cabeza cuando era un bebé, nadie lo sabía. Ayuy había pasado sus últimos años viviendo con caballeros (al menos en sus cuadras y perreras), por lo que, para él, ser humano equivalía a ser caballero. Pero aquel humano era obviamente muy distinto de cualquier caballero que hubiera conocido. Para empezar, Navalre poseía una barba verdaderamente atractiva y envidiable, incluso para los estándares gullys; ningún Caballero de Solamnia llevaba una barba como ésa. Además, sus ropas no estaban en mucho mejor estado que las de Ayuy, mientras que los caballeros eran muy meticulosos en el vestir cuando no llevaban su armadura.

Y otra cosa, Navalre les sonreía del mismo modo que Gunthar solía sonreír a Ayuy, y tenía el pelo canoso como Gunthar, aunque no tan gris ni tan bien peinado como el del Gran Maestre. Además, el hombre le hablaba con naturalidad, no en tono altivo ni despreciativo como solían hacer casi todos los caballeros, excepto Gunthar.

Pero Ayuy no sabía si podía fiarse de Navalre; sus temidos perseguidores habían estado a punto de capturarlos en dos ocasiones. A lo largo del viaje, las misteriosas criaturas les habían seguido el rastro infundiéndoles terror. No podían descansar ni pararse para llenar sus panzas a voluntad. Por la noche, solos en medio de la espesura, se escondían y oían susurros y pasos sigilosos que los rondaban. Sólo su instinto de preservación hacía que se quedaran inmóviles y en silencio. Así habían podido sobrevivir.

—Contadme qué es lo que ocurrió —les pidió Navalre suavemente.

—Todo ocurrió cuando mí, papá y Garr van a cazar cerdo grande y feo, Man-algo —empezó a explicar Ayuy.

—¿Mannjaeger? —exclamó Navalre.

—Sí, ése —respondió Ayuy.

—¿Tú, tu padre y Garr salisteis a cazar a Mannjaeger? —preguntó el ermitaño.

—Sí.

—Eres un tipo muy especial —comentó Navalre con los ojos abiertos por el asombro.

Ayuy le lanzó una mirada de incomprensión.

—Continúa explicando —le pidió Navalre.

Garr muere primero, pero sólo tiene pequeño arañazo —prosiguió Ayuy.

—¿Garr era tu hermano? —indagó Navalre.

Glabela prorrumpió en carcajadas y explicó:

Garr, perro, como Milisant.

—Lo siento. De modo que el jabalí mató a Garr. Continúa —le pidió Navalre.

—Cerdo ataca a papá y lo derriba, así que yo tiro piedras al cerdo y cerdo suelta a papá. Entonces papá clava a cerdo pincho y cerdo huye —explicó Ayuy.

—¿Tu padre clavó a Mannjaeger un cuchillo? —preguntó Navalre en tono incrédulo.

—No, vara larga con pincho en la punta. Muy pesada —aclaró Ayuy.

—Ya veo —replicó Navalre.

A medida que avanzaba el relato menos creíble le parecía. ¡Pensar que un gully no sólo saliera a cazar a Mannjaeger sino que lo hiriera con una lanza! De todos era sabido que un gully armado representaba un peligro mayor para él mismo que para sus enemigos.

—Entonces papá muere, así —dijo Ayuy e hizo una imitación muy convincente de las convulsiones que agitaron el cuerpo de Gunthar.

—Papá tiene arañazo aquí —prosiguió Ayuy, señalándose el muslo—. Él dice «Acércate» y me cuenta gran secreto que nadie tiene que saber. Entonces papá dice… —Ayuy puso una voz ronca que recordaba poderosamente los últimos suspiros de un moribundo— …«el libro… Kalaman… Liam… Belle… díselo a él… a nadie más». —Y añadió con su voz normal—: Entonces viene lacerto y yo corro a casa.

—Nosotros también vamos a casa —dijo Glabela.

La cabeza de Lumpo cayó sobre la mesa y empezó a roncar.

—Pero ¿qué significa este gran secreto? —preguntó Navalre, rascándose su poblada y desaliñada barba.

—Tú no tener que conocer secreto —protestó Ayuy, golpeando la mesa—. Ya decirte antes.

—Lo siento, pero volvamos a los draconianos. Has dicho que los draconianos mataron a papá. ¿Por qué?

—¡Ahora explico! —replicó Ayuy ceñudo—. ¿Cuentas tú historia o yo?

—Por favor, continúa —se disculpó Navalre.

—Antes de caza, lacertos hacen esto. Hacen jamalají jamalajá con manos para que perros no siguen, pero yo y papá seguimos —explicó Ayuy.

—Y Garr —agregó Glabela.

—¿Qué? —Navalre no entendía nada.

—Hechizo fácil —interrumpió Glabela—. Yo aprendo a hacerlo a los dos años.

—¿Un hechizo? ¿Quieres decir que hicieron magia?

—Gran magia. Jamalají jamalajá hechizo fácil. Sólo necesitas pata de pollo —respondió la enana—. Tengo pata de pollo. ¿Quieres ver? —La gully empezó a rebuscar en su bolsa.

—En otra ocasión —rehusó Navalre, y preguntó a Ayuy—: ¿De modo que los draconianos formularon un encantamiento para confundir a los cazadores, pero que os permitió a ti, a tu padre y a Garr dar con el jabalí? Parece factible…

—Es lo que decir —interrumpió Ayuy—. ¡Factible!

—¡Extraordinario! —La historia era tan extraña que resultaba creíble—. Y ¿qué pasó después de que papá muriera?

—Yo quedó dormido. Despierto y muchos draconianos alrededor. Dos, al menos dos. Lucho y escapo.

—¿De veras? —inquirió Navalre sorprendido.

—¡No! —gritó Glabela—. Milisant muerde lacerto en cola y lacerto deja caer Ayuy de cabeza, como de pequeño.

—Y después echo a correr —añadió Ayuy un tanto tímidamente—. Ellos persiguen. Yo voy a casa.

—¿Dónde está tu casa?

—Ciudad —contestó el gully.

Ciudad. Navalre había oído rumores de la existencia de ese lugar. Era una colonia que los enanos gullys habían fundado hacía relativamente poco tiempo. Eran muy pocas las personas que conocían su emplazamiento exacto. Navalre no era el único que vivía solo en las agrestes montañas, también había vigilantes, druidas, eremitas y gente por el estilo, que se reunían de vez en cuando e intercambiaban noticias y productos. Últimamente se hablaba de la floreciente ciudad gully, y todos se habían extrañado de que hubiera surgido casi de la noche a la mañana una población tan grande de esas miserables criaturas.

Se decía que estaba situada a varios días de marcha hacia el norte, dentro de los dominios del Dragón Rojo, Pyrothraxus. El único asentamiento humano en la zona era un viejo castillo de los caballeros solámnicos, construido para guardar un paso que hacía siglos que no se utilizaba. En los nueve años que Navalre llevaba viviendo en aquella región, el castillo sólo había estado ocupado dos veces; el resto del tiempo había sido un solitario refugio de grajos y lagartos.

—¡Caramba, qué historia! —dijo finalmente Navalre—. No comprendo todos los detalles, pero confío en que a la luz del día lo veré todo más claro. Mientras tanto, os invito a que os quedéis el tiempo que deseéis.

Ayuy asintió soñoliento y Glabela parpadeó. Alargó la mano para coger otro boniato y trató de metérselo en la boca, pero a medio camino la cabeza se le cayó sobre la mesa con un ruido sordo, aunque sus dedos seguían agarrando el boniato. La enana se lo arrimó a la mejilla como si fuera una muñeca.

Ayuy bostezó y sus mandíbulas crujieron.

—Nos quedamos dos días —anunció—. No más de dos días. —Luego, se estiró, se levantó, avanzó tambaleante, hasta el fuego y se acurrucó junto a Milisant.

—Pobres criaturas —susurró Navalre contemplándolos.

Sin hacer ruido, limpió los platos de la cena, recuperó las mantas de entre los restos de la cama y subió al altillo para estirarse. Mientras subía miró a sus invitados y se puso a pensar. Seguía pensando en ellos cuando el sueño lo venció. Soñó con árboles llenos de miles de ardillas con caras de gullys, todas parloteaban sin parar, mientras lobos negros acechaban en el suelo.