Seamus Gavin dio un patinazo frente a la puerta de la biblioteca y un fajo de papeles cayó de su portafolio de piel de gran tamaño, desparramándose por el suelo. Al inclinarse para recogerlos a toda prisa, los libros que sostenía precariamente bajo un brazo le resbalaron y rodaron ruidosamente por el suelo.
Mientras recogía torpemente sus cosas, sin dejar de mascullar disculpas y pese a que estaba solo en el pasillo, la puerta de la biblioteca se abrió derramando una cálida luz en el corredor. Seamus levantó la mirada y se apartó de un soplido los pocos cabellos grises que le tapaban la vista.
—¡Seamus Gavin! Me pareció que erais vos. Caramba, ya os habíamos dado por perdido. —Lady Meredith Valrecodo se rió entre dientes mientras ayudaba al anciano comerciante de Palanthas a levantarse.
El comerciante palmeó el brazo de la mujer y suspiró.
—El día no tiene horas suficientes, lady Meredith. Si no es una cosa, es otra. No sé cómo arreglármelas —dijo Seamus mientras la dama hacía una pila con sus libros y papeles y entraba en la biblioteca—. Gracias, sois muy amable. Dejadlos en cualquier parte. Ya los ordenaré cuando recupere el aliento.
Cuando entró, algunos de los caballeros presentes en la biblioteca lo saludaron cordialmente, y el hombre dirigió una sonrisa y una inclinación de cabeza a cada uno de ellos. Quintan Estafermo le sirvió una copa de brandy mientras Liam Ehrling le ofrecía la silla más grande y confortable, y la más arrimada al fuego. Entretanto, lady Meredith le presentó a las demás damas y caballeros, que no pertenecían a la Orden de Solamnia sino que exhibían los temidos símbolos de los Caballeros de Takhisis. Seamus estrechó la mano de lord Tohr Malen, de Alya Hojaestrella e incluso de sir Valian Escu, el elfo oscuro de extraña apariencia. Por último fue presentado a un caballero todo vestido de gris que respondía al nombre de Trevalyn Kesper, y que declinó ofrecerle la mano. En vez de eso lanzó al comerciante una mirada entre indignada y consternada, y fijó de nuevo su atención en el libro que tenía en el regazo. Con una glacial mirada dirigida a Trevalyn, Meredith se llevó a Seamus y le hizo tomar asiento, en la silla, junto al fuego.
—Estábamos discutiendo cómo debería llamarse la hermandad, ahora que nuestras dos grandes Órdenes van a unirse —explicó lady Meredith a Seamus.
—¿De veras? —inquirió Seamus cortésmente—. Y ¿qué habéis decidido?
—De momento nada. Sir Quintan y muchos otros desean conservar el nombre de Caballeros de Solamnia, pero lord Tohr se opone. El cree que Gunthar deseaba que las dos Órdenes se fusionaran, no que una absorbiera a la otra —respondió Meredith.
—Sí, pero como los nuevos Caballeros de Solamnia. Más grandes, más fuertes y más poderosos que antes —dijo Quintan.
—Entonces ¿por qué no la llamamos Caballeros de Takhisis? —preguntó Alya y sonrió por encima del borde de su copa de vino—. ¿Qué diferencia habría?
—Primero, Takhisis abandonó Krynn junto con los demás dioses durante la guerra de Caos. Y, segundo, sería anatema para nuestra Orden.
Las palabras de Quintan fueron seguidas por un tenso silencio.
—¿Cómo quieres que nos llamemos Caballeros de Solamnia si representamos a todas las gentes de Krynn? —arguyó Alya.
—No nos llamamos así por el país, sino por el fundador de nuestra hermandad, Vinas Solamnus —explicó Quintan.
—Nuestro fundador fue lord Ariakan. Tal vez deberíamos llamarnos Caballeros de Ariakan —replicó ella.
—Quizá lord Gunthar tenía alguna idea sobre cómo debíamos llamarnos —sugirió lord Tohr.
—Sir Liam lo sabrá —dijo Meredith.
Liam, sentado en su silla, tenía la mirada fija en el fuego y parecía muy cansado. Los demás se habían percatado de que tenía unos círculos negros bajo los ojos que no habían estado allí antes de la muerte de lord Gunthar. Era como si una terrible carga lo estuviera agotando y desde la cacería apenas había probado bocado. Nadie lo había visto hasta el día del funeral y, desde entonces, cualquier intento que hiciera por ser sociable terminaba en suspiros de cansancio. Cuando hablaba, si es que hablaba, su voz sonaba forzada.
—Yo… —empezó a decir, y suspiró.
—Sir Liam lo sabrá dentro de poco —intervino Seamus—. Lord Gunthar me dejó un rollo, con instrucciones de que lo entregara a sir Liam si algo inesperado le ocurría. Bueno, como todos sabemos, para nuestro eterno pesar eso es lo que ha sucedido. Por esta razón os he convocado aquí esta noche. Gracias por venir.
El hombre se levantó y se colocó tras el escritorio sobre el que Meredith había dejado sus papeles y libros.
—Lord Gunthar dispuso que, en calidad de albacea, yo custodiara su testamento y otros documentos importantes —explicó mientras rebuscaba entre sus papeles—. Como no le ha sobrevivido ningún pariente, dispuso que todos vosotros estuvierais presentes en la lectura de su testamento. ¡Ah, aquí está! Y ¿dónde habré metido el…? Ah, aquí. Vamos a ver. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! El rollo para Liam. —El hombre volvió a rebuscar entre sus papeles y después registró el portafolio. Entonces se palpó los bolsillos con expresión preocupada y, con una sonrisa de triunfo, sacó el rollo y lo entregó a Liam. Éste lo desenrolló y empezó a leerlo mientras Seamus proseguía.
El comerciante regresó a su silla y, de un estuche que llevaba a la cintura, sacó una pluma y un frasquito de tinta. Luego, desplegó sobre sus rodillas una hoja de pergamino, mojó la pluma y dijo:
—Para que todo se haga como es debido y sea legal, veamos… —Seamus entrecerró los ojos y empezó a escribir muy despacio, leyendo en voz alta lo que iba anotando—: Gunthar Uth Wistan, Caballero de Solamnia, Gran Maestre, de la isla de Sancrist, castillo Uth Wistan. —Satisfecho, se recostó en el respaldo de la silla y volvió a humedecer la pluma en el tintero—. Debemos anotarlo todo para que perdure. ¿Causa de la muerte?
—Heridas sufridas en la lucha contra un jabalí, congelación y, en general, edad avanzada —respondió Meredith cansinamente—. A su edad no debería haber participado en la cacería —murmuró.
—¿Se lo podríais haber impedido? —inquirió Quintan.
—Muerte accidental —dijo Seamus al tiempo que escribía—. Supongo que el cuerpo fue examinado siguiendo el procedimiento habitual, por un clérigo reconocido y aprobado por la Orden de la Espada.
—Como Suma Sacerdotisa, responderé por los demás —dijo Meredith—. No teníamos más clérigos que lady Crysania y ella no podía dictaminar la causa de la muerte.
—Entonces, ¿hubo testigos de la tragedia? —inquirió Seamus.
—No hubo testigos —respondió Meredith.
—Así pues, ¿quién…?
—¡Yo determiné la causa de la muerte! —respondió una voz desde un rincón. Trevalyn Kesper se levantó y se acercó al hogar.
—¿Vos? —exclamó Seamus, y miró con incredulidad a lady Meredith. La dama se encogió de hombros.
—Sir Trevalyn fue clérigo de Takhisis antes de ingresar en la Orden de la Espina. Su investidura aún es reconocida por los Caballeros de la Calavera —explicó Tohr.
—Pero esto es… es irregular —balbució Seamus—. No hay ningún precedente.
—No hay precedentes para nada de esto, Seamus —dijo Meredith—. Vivimos en un tiempo sin precedentes, pero los Caballeros de la Espada decidieron reconocer la autoridad de sir Trevalyn en este asunto.
—Bueno —murmuró Seamus rascándose la cabeza—, supongo que tendrá que bastar. Si sir Trevalyn tiene la bondad de firmar aquí… —El Caballero de la Espina consignó con indiferencia su marca en el documento de Seamus—. Y lady Meredith debe firmar aquí conforme aprueba el juicio de sir Trevalyn.
La dama lo hizo y Seamus añadió:
—Ahora, dos testigos.
Con una sensación de opresión Liam también firmó al final del documento. Seamus esparció arena sobre la tinta y se volvió para esperar un segundo testigo. Nadie parecía dispuesto a ofrecerse, era como si de ese modo, si no firmaban el certificado de muerte, aplazaran el día en el que, finalmente, deberían aceptar la muerte de Gunthar. En vista de que nadie se ofrecía, Valian Escu se levantó.
—Yo firmaré —dijo.
Al principio Seamus se resistió a pasarle la pluma, pero Meredith le susurró:
—Ahora todos somos miembros de la misma hermandad, Seamus.
De patente mala gana, finalmente, permitió a Valian que firmara. Hecho esto, el elfo oscuro volvió a su silla y tomó un largo trago de su vaso de vino blanco. Seamus extendió el documento encima de una mesilla auxiliar para que la tinta se secara por completo.
—Bien, ahora podemos pasar al testamento —dijo, al tiempo que rebuscaba entre más papeles, elegía uno, apartaba los demás y desplegaba en su regazo el elegido—. ¿Preparados?
—Sí —respondió Meredith.
«Yo, Gunthar Uth Wistan, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, por el presente reconozco y autorizo a Seamus Gavin de Palanthas a que ejecute mis deseos en relación con mis fincas y propiedades, tal como figuran a continuación:
»A los Caballeros de Solamnia les serán devueltos todas mis propiedades y mis tesoros, según las cantidades que prescribe la Medida, exceptuando las que siguen:
»A Ayuy Cocomur, escudero y mi “hijo adoptado”, le dejo las tierras y la propiedad conocida como castillo Kalstan, del que será el señor. La suma que he establecido como depósito se destinará al mantenimiento de la propiedad en condiciones dignas de su rango e historia, y al bienestar del señor del castillo».
—¿¡Qué!? —gritó Liam mientras se ponía de pie de un salto. Trevalyn se puso a reír histéricamente, pese a la severa mirada que le dirigió lord Tohr.
—Éste era el deseo de Gunthar, lord Ehrling —dijo Seamus.
—¡Vamos, hombre, vamos! Vos ya lo sabíais —lo riñó Meredith.
—Sí. Yo redacté este documento, incluyendo los papeles que ponen a ese Ayuy bajo la tutela de Gunthar. Todo es perfectamente legal.
—¡Ese viejo loco, habla de un enano gully como si fuera su hijo! Seamus, vos habéis sido amigo de la familia desde que tengo memoria. ¿Cómo le permitisteis algo semejante? —lo increpó Quintan.
—Yo intenté disuadirlo, pero lord Gunthar estaba decidido. Como todos sabéis perfectamente, cuando Gunthar decidía hacer algo, ni el mismísimo Paladine podía hacerle cambiar de opinión —se defendió Seamus. Trevalyn, que se retorcía y lloraba de risa, tuvo que sentarse para no caer.
—Sir Kesper, si no podéis controlaros, será mejor que os retiréis —susurró Tohr—. Ni media palabra de esto a nadie, os lo advierto.
—¿Lord Tohr, quién me creería si lo contara? —inquirió Trevalyn mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas y se dirigía a la puerta. Entonces sacudió la cabeza, rió entre dientes y añadió—: Dárselo a un enano gully. ¡Es increíble! —El caballero cerró la puerta y todos oyeron cómo se reía mientras se alejaba por el pasillo.
—Mis disculpas —dijo Tohr.
—Supongo que no pensaréis seriamente en hacer cumplir este testamento, ¿verdad? —preguntó Liam a Seamus con brusquedad.
—Es un testamento legal —replicó el anciano.
—Pero Kalstan es uno de los castillos más importantes de toda la isla. Es mi castillo. ¡Por todos los dioses, yo vivo allí! Gunthar me lo entregó. Es imposible que ahora se lo dé a un enano gully —arguyó Liam.
—Podéis impugnar el testamento, si es lo que deseáis —dijo Seamus.
—¡Pues claro que lo impugnaré! —gritó Liam—. Seamus, no puedo entender que realmente penséis cumplirlo. ¿Es que no veis que no estaba en sus cabales?
—A mí me pareció muy cuerdo, el mismo hombre testarudo de siempre —respondió Seamus—. En todo caso, estáis en vuestro derecho de impugnar el testamento. Mientras tanto, yo tendré que entrevistarme con el gully, Ayuy Cocomur, para informarle de sus derechos.
—Enviaré a alguien para que vaya a buscarlo a la perrera —se ofreció Meredith. La dama abrió la puerta de la biblioteca y salió al pasillo. Poco después volvió y dijo—: Estará aquí en pocos minutos.
—Se trata de un gully. ¡No entenderá ni palabra de lo que ocurre! —exclamó Liam perplejo—. Ni siquiera yo puedo creer lo que estoy oyendo.
—No obstante, legalmente es el heredero de Gunthar y, como su albacea, es mi deber representar sus derechos, incluso si él mismo no los comprende —explicó Seamus a Liam—. No os precipitéis, sir Liam. Tal vez otras partes del testamento no os parezcan tan absurdas.
—¿A qué os referís? —inquirió el caballero.
—Permitidme que acabe de leer el documento y lo veréis —respondió Seamus fríamente. El anciano se aclaró la garganta y siguió leyendo:
«Yo, Gunthar Uth Wistan, por el presente también comunico mis deseos en lo referente al nuevo Gran Maestre de la Orden. Aquellos que honren mi memoria y respeten mis deseos, elegirán a lord Liam Ehrling nuevo Gran Maestre de la hermandad, según las normas de la Medida revisada.
»El abajo firmante, en el día de…, etcétera, etcétera».
Acabado el testamento, Seamus lo dobló y volvió a meterlo en el portafolio.
—Hay otras disposiciones menores, como instrucciones para que se nombre un senescal para el castillo Kalstan. No obstante, si decidís impugnar el testamento…
—No me preocupa la sucesión —dijo Liam—. Yo soy el líder de los Caballeros de la Rosa, el Primer Jurista. Soy la elección natural.
—¡Mmm! —Quintan carraspeó nerviosamente—. Lord Ehrling, no quisiera ser irrespetuoso pero creo que algunos podrían no estar de acuerdo.
—¿Quién? —preguntó Liam suspicaz. Quintan señaló a Tohr.
—Tiene razón, Liam. Los Caballeros de Takhisis tienen todo el derecho a proponer a su propio líder y elegirlo —dijo Meredith—. Es absurdo suponer que sólo porque seáis el Primer Jurista de la Orden Solámnica debáis ser elegido Gran Maestre de la Orden que surja de la fusión.
Tohr se movió intranquilo en la silla y dijo:
—No quería decir nada cuando el dolor por la muerte de Gunthar aún es tan reciente, pero lady Meredith está en lo cierto. Admiro vuestra lealtad, lord Ehrling, pero si no me equivoco, lord Gunthar tenía la intención de que nuestras dos Órdenes se fusionaran y, por tanto, nuestra líder, lady Mirielle Abrena, es una clara candidata al puesto de Gran Maestre. Lady Abrena ha sido nuestra comandante suprema durante cinco años, ha establecido de nuevo nuestros cuarteles generales en Neraka y ha unido las fuerzas de Takhisis que sobrevivieron a la Guerra de Caos. Bajo su liderazgo, nuestra hermandad ha sido forjada de nuevo y se ha convertido en el cuerpo compacto que es hoy.
—Lleva algo de razón, Liam —dijo Quintan.
—No lo diréis en serio —rió Liam—. ¿Me estáis diciendo que nos crucemos de brazos mientras los Caballeros de Takhisis logran por casualidad lo que no lograron en la lucha?
—¿Qué insinuáis, lord Ehrling? —inquirió Valian Escu. Su voz profunda y airada cargó el aire de tensión.
—No insinúo nada, elfo —replicó Liam—. Simplemente digo que no deberíamos permitir que nos derrotaran con nuestra propia Medida en las manos.
—No estamos en guerra, Liam —dijo Meredith—. Aquí nadie gana ni pierde.
—Si queréis culpar a alguien, culpad a lord Gunthar —intervino Alya—. Él es quien empezó todo esto.
—¡Pero él me eligió a mí! —gritó Liam.
—¡Sí, pero tal como vos mismo habéis afirmado, es posible que no estuviera en sus cabales cuando lo hizo! —replicó Alya, impertérrita ante el caballero de más edad.
Liam le dio la espalda y meneó la cabeza frustrado.
—¿Cuál es la naturaleza del documento que lord Gunthar os dejó, sir Liam? —preguntó Meredith—. Quizá pueda arrojar luz sobre este asunto.
Liam se desplomó en la silla y alargó el brazo para coger su copa, pero la mano le temblaba de tal modo que estuvo a punto de caérsele; suspiró y volvió a dejarla encima de la mesa.
—Da instrucciones sobre cómo debe llamarse y estructurarse la nueva Orden —dijo.
—¿De veras? Pues leedlo —dijo Meredith con entusiasmo forzado.
Una suave llamada a la puerta los interrumpió. Meredith se levantó y fue a abrir. Entró Jessica Rocavestina, seguida por una mugrienta y rechoncha gully que arrastraba un saco vacío y una muñeca sin ojos.
—¿Es Ayuy? —preguntó Seamus.
—No, señor. No he podido encontrar a Ayuy —respondió Jessica—. Ha desaparecido. Esta gully se llama Gerda y afirma que Ayuy ha huido.
—Sí —proclamó Gerda con orgullo—. Yo veo a Ayuy marchar.
—¿Cuándo se marchó? —preguntó Seamus al tiempo que se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo. Los demás reaccionaron de igual modo ante el penetrante olor corporal de la enana.
—Dos días —respondió.
—Es decir, el día del funeral —comentó Seamus.
—No, antes —replicó Gerda—. Dos días.
—Ya. Dime, ¿sabes adonde ha ido? —inquirió el anciano.
—Sí —fue la respuesta.
Tras esperar unos segundos y comprobar que la gully no iba a añadir nada, Seamus preguntó:
—¿Adónde fue Ayuy?
—A casa.
—¿Dónde está su casa?
—En Ciudad.
—¿En qué ciudad?
—Sólo Ciudad.
—Hay muchas ciudades en Sancrist. ¿Cuál es su casa? —insistió Seamus.
—Ciudad —respondió Gerda.
—¿Dónde está esa ciudad? —preguntó Meredith, tratando de ayudar.
—Ciudad es casa —respondió Gerda.
—Ciudad es casa, ciudad es casa —rezongó Liam—. ¿Qué se puede esperar de un gully?
—Perdonad —interrumpió Jessica—. Creo que sé lo que quiere decir. De vez en cuando, encuentro a gullys rondando por mi castillo, en La Fronda y me dicen que son de un lugar que llaman simplemente Ciudad. Creo que debe de estar cerca del castillo.
—¡Excelente! —exclamó Seamus—. Deberíamos enviar a alguien a buscar al señor Cocomur para que lo traiga de vuelta lo antes posible.
—Sir Valian y yo partiremos hacia allí dentro de quince días —dijo Alya—. Esperaba que Jessica pudiera acompañarnos y quedarse con nosotros o, al menos, mostrarnos el camino y ayudarnos a familiarizarnos con el castillo y sus alrededores. Después Valian inspeccionará los demás castillos fronterizos mientras yo superviso los trabajos de mejora de las defensas de La Fronda.
—Que yo sepa, lady Jessica no tiene obligaciones urgentes —dijo Quintan—. Puede ir si lo desea. En cualquier caso, supongo que tendrá que regresar para recoger sus efectos personales.
—¿Lady Jessica, vendréis con nosotros? —preguntó Alya.
—Será un placer —respondió la dama con una inclinación de cabeza.
—Buscaremos a Ayuy por el camino —propuso Alya—. Según dicen, los gullys viajan muy lentamente y donde encuentran comida, allí se quedan hasta que se les acaba. Supongo que daremos con él en un par de días, lo enviaremos de vuelta con un escudero y nosotros seguiremos adelante.
—¡Excelente! —exclamó Seamus—. Bueno, si no os importa, me saltaré el leerles el manuscrito. Os deseo buenas noches; aún tengo mucho que hacer antes de acostarme.
Después de recoger sus libros y papeles, logró cruzar la puerta. Meredith lo acompañó afuera y después regresó a su asiento.
—Creo que también podríamos incluir a nuestra… invitada en la busca —sugirió Tohr, tapándose la nariz.
—Voy a acompañarla a la perrera para asegurarme de que no se pierde por el camino —dijo Jessica, empujando a Gerda hacia la puerta.
—Buena idea —rió Alya—. Nos veremos por la mañana.
—Damas y caballeros, creo que sería prudente que nada de lo que se ha dicho está noche salga de aquí —dijo lady Meredith cuando se hubieron marchado—. Hasta que determinemos cómo va a decidirse la sucesión, los demás no tienen por qué saber que no nos ponemos de acuerdo.
—Estoy a favor —dijo Tohr—, pero queda la cuestión de cómo vamos a decidirlo.
—Creo que lord Ehrling tiene la respuesta. Liam, estabais a punto de leernos las instrucciones de lord Gunthar.
—Sí, bueno, se va un poco por las ramas. Podéis leerlo si queréis, pero básicamente pone nombre a la nueva Orden. Gunthar deseaba que se llamara los Honorables Caballeros de Sancrist —dijo Liam.
—Oh, es perfecto —comentó Meredith—. Me parece maravilloso.
—Sí, sí, es… perfecto —afirmó Tohr—. No favorece a ninguna de las Órdenes pero, al mismo tiempo, conserva reminiscencias de ambas.
—Pone el énfasis en el honor —intervino Valian—. Porque es el honor el que nos une, no la lealtad a una causa o un dios particular.
—¿Y qué pasa con cada una de las Órdenes de las hermandades? —inquirió Quintan.
—Desaparecen —respondió Liam—. Gunthar dice que no debe haber ni Caballeros de la Rosa ni de la Calavera ni de ningún otro tipo. «Cada caballero elegirá el camino que mejor se adapte a sus necesidades, sin importar el rango ni la condición. Todos los caballeros serán conocidos simplemente como Caballeros de la Isla de Sancrist o Caballeros de Sancrist». Sigue diciendo que nuestro símbolo será la nueva luna blanca, porque es el símbolo del nuevo mundo y también debe serlo de nuestra hermandad.
—¿Y los Caballeros de la Espina? —preguntó Tohr.
—A lo que deseen permanecer en la Orden, lord Gunthar pide que se les permita quedarse en la hermandad como clérigos —respondió Liam.
—¿Ni Orden de la Rosa ni de la Espada ni de la Corona? —repitió Quintan—. ¿Cómo se supone que mantendremos la estructura de mando o cómo sabremos de qué modo alinear nuestras tropas en la batalla?
—No lo dice —repuso Liam—. Es uno de los puntos en los que es de una vaguedad desesperante. Aquí, por ejemplo, comprobadlo vos misma —dijo entregando el documento a Meredith.
—No hay mucho más —dijo la dama, dándoselo a Tohr.
—Sí —suspiró Liam, que se frotó los ojos con gesto de cansancio y se hundió aún más en la silla.
—El resto debe de constar en su Medida revisada —dijo Quintan—. Se suponía que la tendría lista para el solsticio de invierno.
—Ahora está en mi poder —gruñó Liam.
—Ah, ¿llegó a acabarla?
—No, no está lista —masculló Liam—. No está lista.
—¿Que no está lista? ¿Qué falta? —inquirió Quintayne.
—¡Oh!, todos podéis a echarle un vistazo, pero no me atrevo a enseñársela a los demás. Es un batiburrillo de citas, repeticiones y frases sin sentido. Costará semanas, o meses, leerla y seleccionar el material relevante. Desde la muerte de Gunthar he tratado de… —el caballero se vino abajo y su voz tembló por el cansancio—… tratado de sacar algo en claro.
—Liam, deberíais haber acudido a nosotros —lo riñó Meredith.
—Sí, divididla, dadnos a cada uno una parte y todos trabajaremos juntos —propuso Quintan.
—He estudiado a fondo la Medida original —dijo Tohr—. Disponemos de unas cuantas copias en Neraka y en otros lugares —explicó sin entrar en detalles—. En cualquier caso, si necesitáis ayuda estoy a vuestra disposición.
—No —protestó Liam poniéndose en pie con aire cansino—. No. Es mi tarea y sólo mía. Yo conocía a Gunthar mejor que nadie, conocía su mente y cómo funcionaba. Debo acabarlo yo solo.
—Como deseéis, milord —consintió Meredith—. Hasta entonces, debemos mantenerlo en secreto. ¿Todos de acuerdo? —Todos asintieron—. Mantendremos el plan original: la Medida será dada a conocer en el solsticio de invierno.
El grupo se levantó de sus asientos y lord Tohr alzó la copa y brindó:
—Por los Honorables Caballeros de Sancrist.
—Por los Honorables Caballeros de Sancrist —repitieron todos al unísono. Después de apurar sus copas salieron, dejando a Liam solo en la biblioteca. El caballero se derrumbó en su silla.
—¿Dioses, qué he hecho? —musitó.