14

Giles Gorstead acudió trastabillando a la puerta principal de la casita en la que vivía. Una llamada lo había arrancado del lecho y llevaba aún la camisa de dormir arrugada y retorcida, y el pelo castaño alborotado como si en él hubiera anidado un pájaro. Enfadado, porque lo habían sacado de la cama, y sin pensarlo dos veces, abrió la puerta de golpe y miró afuera, a la oscuridad de la noche. Lo que vio lo despertó de repente. Rápidamente el hombre volvió a cerrar la puerta casi por completo y atisbo por una pequeña rendija.

—¿Qué quieres? —preguntó bruscamente—. Esto no es una posada. Si es eso lo que andas buscando, está un poco más adelante.

—Esssstoy busssscando enanosssss gullyssss —respondió la embozada figura de pie en su porche. Las vestiduras negras cubrían cada milímetro del cuerpo del extraño, que ocultaba el rostro bajo una enorme capucha.

—Aquí no tenemos gullys —respondió Giles en tono enojado, si bien es cierto que temblaba y su voz era más aguda de lo normal—. Buenas noches. —Dicho esto cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.

—Sssson tresss —siseó la voz desde detrás de la puerta—. Lessss he sssseguido la pissssta hassssta aquí, pero he perdido el rasssstro en la nieve.

—¡Pues aquí no están! —gritó Giles—. Buenas noches.

—Me han robado una cosssssa, un objeto de mucho valor —continuó diciendo el extraño—. Pagaría con generossssidad para recuperarlo y echar el guante a los ladronessss.

—Bueno, si veo alguno te lo haré saber. ¡Buenas noches! —gritó al tiempo que corría al otro lado de la habitación para coger el atizador del hogar.

Volvió a la puerta y escuchó, pero no oyó nada. Entonces, se acercó con sigilo a la ventana y espió desde detrás de la cortina. La luz de la nueva luna blanca de Krynn arrojaba sobre la nieve acabada de caer un resplandor espectral. El patio delantero y el porche estaban vacíos, y sobre la blanca superficie no se veía ninguna huella. Giles se estremeció e hizo un signo para protegerse del Mal.

El hombre se pasó el resto de la noche junto a la ventana, buscando cualquier signo del extraño; pero el porche, el patio y el camino más allá permanecieron vacíos y tan desolados como un paisaje fantasma. Giles se acurrucó junto a la ventana, arropado con un manta de la cama, y así esperó el amanecer, agarrando el atizador de hierro con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Cuando, finalmente, el sol de otoño asomó tras un denso manto de nubes de nieve, la luz lo sorprendió dormido y con la mejilla apoyada en el antepecho de la ventana. Giles parpadeó y gimió al apartar su rostro del duro y gélido marco de madera. Tenía la mejilla cubierta de profundas marcas rojas y los dedos tan rígidos alrededor del atizador que apenas podía abrirlos.

El fuego del hogar casi se había apagado durante la noche, por lo que, cuando despertó, la habitación estaba helada. Giles arrojó unas cuantas astillas a la chimenea y removió los carbones para avivar las brasas; luego, cogió una tetera de la repisa de la chimenea, rompió la capa de hielo que cubría el agua de un cubo junto a la puerta y la llenó.

Mientras esperaba a que el agua empezara a hervir, se calzó un par de pesadas botas y se echó sobre los hombros una gruesa capa de lana. Antes de salir a la nieve, llenó una cesta con el grano que guardaba en un barril. Una vez fuera, levantó la vista, vio que el cielo se estaba nublando, y supuso que la nieve se convertiría en lluvia antes de que acabara el día. Esa misma mañana, en otro lugar de la isla, habitantes de Sancrist y de todo Krynn presentaban sus últimos respetos a lord Gunthar.

Temblando de frío, Giles Gorstead cruzó apresuradamente el porche, bajó los escalones y se dirigió a la parte de atrás rodeando la casa. Al pasar por el lado expuesto al viento, se fijó en que la nieve acumulada llegaba casi a tapar las ventanas inferiores; pero que, en la parte de atrás, no era tan profunda gracias a varios robles de gran altura. El suelo entre la casa y el granero estaba protegido y resguardado casi por completo por las ramas de los árboles, que se extendían con gran amplitud. Las botas del hombre crujieron sobre la nieve, y el sonido resonó en el bosque, excepcionalmente silencioso.

Al acercarse al gallinero, Giles empezó a chasquear la lengua y a arrojar puñados de grano sobre el suelo cubierto de nieve. El hombre esparció el grano regularmente con un hábil arco del brazo fruto de la práctica, al tiempo que llamaba a las gallinas con un «titas-titas-titas». Normalmente, los animales acudían en tropel a la primera voz, pero esta mañana se retrasaron. Tal vez fuera culpa del frío, porque del gallinero sólo salían sonidos de crujidos.

Entonces, algo cayó del cielo, causándole un rasguño en la frente, y se hundió en la nieve como un ladrillo. Giles se agachó cautamente, miró a su alrededor y se preparó para evitar el siguiente proyectil.

—¡Deja que te vea, cobarde! —bramó, seguro de que su atacante era el misterioso visitante de la noche anterior.

En vista de que no hubo respuesta, y tampoco más proyectiles, Giles bajó la mirada hacia lo que había estado a punto de romperle la crisma. Era un pollo congelado y muerto, uno de los suyos. El hombre lo recogió y lo examinó un momento antes de que otro ruido sordo le llamara la atención. Aproximadamente a un tiro de piedra, vio otro pollo congelado en la nieve.

Muy intrigado, Giles levantó la vista y vio, horrorizado, docenas y docenas de pollos posados en las ramas bajas de los árboles, todos ellos congelados. El hombre no podía entender qué hacían en los árboles, ya que la noche anterior los había dejado a salvo en el gallinero. Se preguntó cuántos estarían aún en el corral, si es que quedaba alguno. Cruzó el patio y se agachó para pasar por la baja puerta, dejando fuera la cesta para los huevos y el grano.

Le costó unos segundos adaptarse a la oscuridad. A través de las rendijas en las paredes de madera se filtraba una tenue luz que apenas iluminaba los rincones del bajo gallinero; pero, incluso en la penumbra, Giles se dio cuenta de que las perchas estaban vacías. Cerca de la puerta las paredes estaban cubiertas con estantes que contenían docenas de nidos hechos con heno, pero también estaban vacíos. Exceptuando unas pocas plumas en el suelo, el gallinero se veía desierto.

El desconcertado Giles ya se disponía a salir cuando oyó un sonoro ronquido procedente de un rincón oscuro del gallinero.

—¿Quién anda ahí? —gritó.

Le respondió un sobresaltado ronquido y después un estallido de apresurados cuchicheos.

—¡Habla! —urgió el campesino—. ¿Quién anda ahí?

—Nadie —respondió una voz, y otra añadió—: Aquí no hay nadie.

—¡Aquí hay alguien! —gritó Giles—. ¡Sal para que pueda verte!

Lentamente, tres achaparradas figuras surgieron de las sombras. Una llevaba un andrajoso gorro que parecía estar hecho con pellejos de rata cosidos de cualquier manera. Su esmirriada barba mostraba manchas blancas, que probablemente eran pedazos de cáscara de huevo, coligió el furioso Giles. La más baja de las tres tropezó con un saco que acarreaba a la espalda y del que sobresalía una pata de pollo. La tercera figura, y también la más alta, tenía pegadas a la barbilla plumas de pollo que formaban una especie de ridícula barba blanca.

—¡Enanos gullys! —chilló Giles. Milisant asomó el hocico por debajo de la falda de Glabela y bostezó—. ¡Y encima un perro enorme! —exclamó Giles—. Vosotros… vosotros… vosotros. —El rostro del hombre adquirió un tinte escarlata y las venas del cuello se le marcaron como cuerdas.

—Aquí no hay nadie —dijo el alto en tono soñoliento.

—¿Quién va a pagar por mis aves? ¡Adiós a todos mis pollos! —se lamentó el hombre al tiempo que se mesaba los cabellos.

—Nosotros sólo comemos dos —dijo Ayuy—, y dos huevos.

—No más de dos —confirmó Glabela, dándose palmaditas en su redonda barriga. Lumpo eructó y una sonrisa asomó bajo su plumosa barba.

Giles miró alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera usar como arma, un cubo, un mango de azada, cualquier cosa para moler a palos a los tres gullys. Al no encontrar ninguna cachiporra adecuada, decidió estrangularlos e incluso dio unos pocos pasos en su dirección antes de darse cuenta de que tenía a los tres enanos convenientemente atrapados dentro del gallinero. Entonces, se le ocurrió un plan para obtener una compensación por sus pérdidas, una idea tan genial que él mismo se sorprendió.

Se detuvo y al ver sus propias manos amenazadoramente extendidas hacia los gullys, como si ya les estuviera retorciendo sus miserables cuellos, rápidamente se las metió en los bolsillos. Acto seguido, esbozó una sonrisa que quería ser amable y tranquilizadora, pero que más bien recordaba la mueca del gato que acaba de zamparse al canario. Ayuy, que ya había retrocedido un paso, siguió reculando al ver la sonrisa del hombre.

—No pasa nada —dijo Giles—. ¿Qué son un par de pollos?

—Cena —comentó Lumpo.

Giles Gorstead apretó los dientes pero añadió sin dejar de retroceder hacia la puerta:

—Pronto empezará a llover. ¿Por qué no os quedáis aquí hoy, en este gallinero seco y calentito? Tendréis tantos pollos como queráis.

—Tú hombre amable —dijo Glabela con una sonrisa, pese a que Ayuy parecía receloso—. Nos quedamos.

—Me alegro —replicó Giles—. Soy un hombre amable. —Agachó la cabeza para salir y, ya fuera, volvió a asomarse y añadió—: No os vayáis. Voy a prepararos el desayuno. Desayuno en la cama. —Dicho esto desapareció.

—Ya ves. Te dije que ésta buena posada —dijo Glabela a Ayuy.

Fuera Giles cruzó corriendo el patio hacia el granero. A medida que la temperatura subía y la nieve se convertía en aguanieve, los pollos se deshelaban en los árboles y caían al suelo como una horrible cosecha de fruta que hubiera madurado. El hombre estuvo a punto de gritar de rabia al verlo, pero continuó adelante. Una vez en el granero, cogió un martillo, clavos y algunos maderos de la pila de madera vieja. Las vacas mugieron tristemente en sus compartimentos pidiendo que las ordeñaran, pero el hombre no les hizo caso. Volvió a atravesar el patio, esta vez más despacio porque iba cargado, y asomó de nuevo la cabeza en el gallinero. Nuevamente la oscuridad lo cegó y no pudo ver a los gullys, pero dijo:

—Ya casi está.

Rápidamente, cerró la puerta y la aseguró con una barra de madera. Entonces, sólo para estar aseguro, clavó dos maderos en la puerta, uno arriba y otro abajo, para evitar que los prisioneros se escaparan por las rendijas.

—Esto es para que mientras yo no esté no entren zorros o lobos —gritó mientras trabajaba—. Tengo que ir al mercado a comprar beicon. ¡Volveré en menos que canta un gallo! —Luego, arrojó el martillo y corrió hacia la aldea bajo la aguanieve que caía.

Al poco rato el camino se heló y se puso resbaladizo. Giles aún llevaba la camisa de dormir y sólo las botas y la capa de lana lo protegían del frío. Antes de llegar al Yunque de Buey, la posada de la aldea, resbaló varias veces y cayó. Pese a que aún era muy temprano, la única chimenea de la posada ya humeaba y en la ventana brillaba una débil luz amarilla que proclamaba que ya se servía a los clientes. Giles entró con estrépito, y el viento y la aguanieve se colaron dentro. El tabernero lo miró enarcando las cejas.

—¿Has visto a un forastero vestido todo de negro? —preguntó Giles jadeando, sin siquiera darle los buenos días.

En esos momentos no estaba para formalidades y, en realidad, el tabernero le traía sin cuidado, porque sospechaba que aguaba la cerveza. El cantinero señaló con un dedo tembloroso un oscuro rincón al lado del hogar.

Giles cruzó la sala común apartando las largas ristras de salchichas que colgaban de las bajas vigas del techo como si fueran adornos navideños, y llegó a la mesa que le había indicado el posadero. Ante su presencia, una sombra se separó de las sombras más profundas del rincón y se inclinó hacia adelante a la luz del fuego.

—Los tengo —anunció Giles jadeando.

—¿Dónde? —inquirió la figura embozada al tiempo que se ponía tensa.

—En mi granja.

El extraño se puso de pie de un salto y susurró excitado:

—Muéssstramelossss.

—Primero, la recompensa que me prometiste —exigió Giles. No se fiaba de los extraños, y menos de los que ponían tal empeño en ocultar la cara. Un enojado siseo fue la respuesta. El forastero pareció vacilar y añadió:

—Te pagaré cuando losss tenga, pero primero debo verlosss.

—¿Y si no tienen lo tuyo? —preguntó Giles.

—¿El qué?

—Lo que te robaron.

—Oh, eso. No te preocupesss. No pueden haberlo vendido todavía. Y, aunque lo hayan hecho, tú tendrásss tu recompensa.

—De acuerdo —aceptó Giles después de una breve vacilación—. Sígueme.

Salieron juntos de la posada y echaron a andar hacia la granja. El tiempo era cada vez más húmedo. Mientras caminaban, Giles quedó desconcertado porque, por muy despacio que él anduviera, el extraño siempre se quedaba rezagado. Era como si no quisiera que Giles le viera la espalda, y sólo la promesa de la recompensa impedía que hiciera frente al misterioso forastero. Después de haber perdido todas sus aves, el granjero necesitaría hasta la última moneda de plata y de acero que pudiera conseguir si quería sobrevivir al invierno.

Llegaron a la granja justo cuando la aguanieve daba paso a la lluvia. Cruzaron el patio hacia el gallinero, y el extraño siseó y se rió entre dientes dentro de la capucha; parecía encontrar sumamente divertido el espectáculo de las docenas de pollos congelados en el suelo. Cuando vio la puerta claveteada, rió aún con más ganas.

—De modo que esss por esssto por lo que me hasss avisssado —dijo—. ¡Vaya pollo te han armado!

—Ja, ja, muy divertido —rezongó Giles mientras hacía palanca con el martillo para soltar los clavos—. Será mejor que empieces a preparar la recompensa. No trates de engañarme o te encerraré dentro con ellos. —El hombre levantó la barra de madera y abrió la puerta.

»¡El desayuno está servido! —gritó el tiempo que hacía señas al extraño para que entrara. El forastero se acercó a la puerta baja lentamente y con cierta inquietud, los pies le chapoteaban en la nieve medio derretida. Entonces, con la capucha echada se agachó y entró.

La lluvia descargó con fuerza sobre la cabeza descubierta de Giles, que esperaba fuera del gallinero. La parte maternal de su mente, que no sabía que tuviera, le advirtió que cogería una pulmonía; pero el hombre apretó los dientes y echó una mirada a sus pollos muertos para recordarse qué hacía allí. Alguien tenía que pagar, eso era todo lo que sabía.

De pronto el extraño salió del gallinero y se encaró con Giles. Todavía escondía su rostro bajo la capucha y tenía las manos metidas dentro de sus voluminosas mangas.

—Aquí no hay nadie —dijo el extraño enfadado.

—¿Qué? ¡Imposible! —chilló Giles, que dejó caer el martillo y entró en el gallinero. Nuevamente, le costó unos segundos acostumbrarse a la oscuridad. Mientras tanto iba gritando—: ¿Dónde estáis, ratas miserables? —Nadie respondió. El hombre revolvió el gallinero; apartó, furioso, nidos, estantes y pacas de heno—. ¡No pueden haber escapado! —gritó—. Es imposible. No hay manera de salir. Este gallinero no tiene escapatoria. ¡Ni una comadreja podría escabullirse!

Exhausto por la frustración y la exposición al frío, Giles salió arrastrando los pies. Fuera, el extraño esperaba, impasible, bajo la lluvia:

—No lo entiendo —se lamentó Giles, que se dejó caer al suelo y enterró el rostro entre las manos—. Simplemente no lo entiendo.

Un extraño dibujo en el hielo le llamó la atención; era una huella, una huella cubierta por nieve medio derretida. Era la huella de un reptil de tres dedos. Giles dio un respingo y cayó de espaldas, como si lo hubiera golpeado un arma invisible.

—¡Draconiano! —jadeó.

—¡Ah!, qué pena. Dessspuésss del cuidado que he puesssto en ocultar mi identidad —se lamentó el extraño al tiempo que se echaba la capucha hacia atrás. De ella surgió un largo hocico de reptil, coronado por unas cejas anchas y muy pobladas que enmarcaban unos ojos oscuros y protuberantes. De la frente, baja y rematada en cresta, le crecían unos largos cuernos broncíneos que se prolongaban hacia atrás. Entre dos largos colmillos le asomaba una lengua bífida, estrecha y de rojo sangre, que se agitaba en el aire.

—¿Para qué quieres a los tres enanos gullys? —preguntó Giles.

—¿Tresss? Sólo quiero uno, los otrosss no me interesssan. Pero hubiera pagado con generosssidad por el que quiero. Ahora tú tendrásss que pagar —dijo el draconiano.

—¡Espera! —chilló Giles.

El draconiano reculó y plantó sus pies en el barro.

—Alguien tiene que pagar —siseó al tiempo que se sacaba una varita de la túnica y la apuntaba al gallinero.

—¡No, espera! —bramó Giles.

El draconiano pronunció una sola palabra, y una diminuta bola de luz salió disparada de la varita, golpeó a Giles de lleno en el pecho y estalló en llamas. El techo del gallinero voló y las paredes reventaron. Durante unos segundos, el campesino, envuelto en llamas, se retorció en el suelo lanzando terribles alaridos, pero pronto dejó de moverse.

Satisfecho, el draconiano volvió a echarse la capucha sobre la cabeza, se volvió y se marchó tranquilamente. Momentos después, cuando hubo desaparecido tras doblar la esquina de la casa, la puerta del granero se abrió y Lumpo salió con un balde metálico en una mano.

—¡Mirad! ¡La posada arde! —exclamó, se llevó el balde a los labios y bebió con ganas. Cuando finalmente lo bajó, la cremosa leche le chorreaba hasta la punta de su esmirriada barba. El gully se relamió y suspiró satisfecho. Entonces, salió Milisant y, al ver el balde en el suelo, metió la cabeza dentro y bebió ávidamente a lengüetazos, sin que Lumpo se diera cuenta.

El siguiente en aparecer fue Ayuy, que miró las furiosas llamas que antes eran el gallinero y comentó:

—Menos mal que salimos antes que hombre clava la puerta. Segunda vez que casi nos matan. Ya no escucharemos a Glabela. —Y exprimió la leche de su barba.

—¿Qué con Glabela? —gritó Glabela desde dentro del granero.

—No tienes suerte con posadas. Ayer lacerto nos encuentra en posada Lodo de Puerco y casi me atrapa. Por suerte, me cubro con lodo y puedo escabullirme como un gusano. —Ayuy culebreó imitando sus acciones del día anterior, en que había escapado por los pelos—. Ahora Posada Gallinero quemada. Suerte que decido ordeñar linda vaca para desayuno antes que explota.

—¡Yo dije que ordeñar vaca! —protestó Lumpo—. Yo traigo suerte. ¡Qué ganas de que hombre amable regresa con beicon! —comentó, y husmeó el aire.

—Comes demasiado —dijo Ayuy.

—¡No es verdad! —se defendió Lumpo.

—Ayer comes dos pollos. Ahora hambre de nuevo —le acusó Ayuy al tiempo que se volvía y entraba otra vez en el granero.

—¡No! Sólo como dos pollos —dijo Lumpo siguiendo a Ayuy.

—¡Ja! Yo ver cómo comes dos pollos. No lo niegues.

—¿Dos pollos? Sólo como dos, no más de dos.

La puerta del granero se cerró despacito mientras las ruinas ardiendo del gallinero chisporroteaban y silbaban bajo la lluvia.