12

El lamento de un cuerno sonó ininterrumpidamente toda la noche. Luego, se enviaron soldados a recorrer las sendas más conocidas gritando el nombre de lord Gunthar, por si se había perdido en la oscuridad y en la nieve que había empezado a caer. Ayuy se deslizó entre ellos sin ser visto, pero al acercarse al castillo se preguntó cómo iba a evitar a los guardias de la puerta. Se sentó entre los arbustos con Milisant a su lado y esperó. No podía hacer otra cosa qué encontrar la manera de entrar en el castillo sin que lo vieran. Al poco rato, una gruesa capa de nieve le cubría los hombros y formaba una cómica pila blanca encima del hocico de la perra. Milisant se la sacudió y se sentó sobre los cuartos traseros, mirándolo sin dejar de agitar sus largas pestañas. Ayuy asintió, como si la comprendiera perfectamente.

Mientras Ayuy seguía allí sentado, soñoliento a causa del frío, se produjo un tumulto cerca de la puerta: el caballo de lord Gunthar, Viajero, había regresado del bosque, cojo por una herida de colmillo. Ayuy observó cómo Liam Ehrling y Tohr Malen acudían y examinaban al tembloroso y exhausto animal. Al mismo tiempo, otros jinetes montaban a toda prisa y partían en busca de lord Gunthar. Del castillo salieron muchos más caballeros, y gran número de asistentes a la feria se acercaron para echar un vistazo al caballo. Ayuy se metió entre ellos y fue aproximándose lentamente a la puerta con Milisant pegada a los talones. Miró alrededor y vio que los guardias estaban ocupados contemplando el espectáculo, por lo que cruzó a toda prisa la puerta de entrada mientras los mozos de cuadra salían a toda prisa para ver las heridas de Viajero, y campesinos y caballeros por igual hacían cábalas sobre qué le habría ocurrido a Gunthar.

Se dirigieron furtivamente a los establos y la perrera, pero más de una vez tuvieron que desviarse para evitar a los caballeros y soldados que patrullaban nerviosamente. Por suerte, todavía quedaban bastantes campesinos y comerciantes que no se habían marchado a sus casas cuando acabó la feria y, además, ¿qué importaban un gully y un perro más o menos?

Las ovejas, las reses y las cabras husmeaban el terreno buscando algo que comer, o se apiñaban en pequeños rediles y contemplaban, indiferentes, el tumulto. Una novilla esperaba sola junto al tenderete de su amo, mugiendo lastimeramente para que la ordeñaran, pero nadie le prestaba atención. De vez en cuando, una trompeta entonaba su canto fúnebre desde la torre más alta del castillo, para que los extraviados en la oscuridad del bosque tuvieran un punto de referencia.

Finalmente, después de lo que le parecieron horas, Ayuy llegó al patio de las cuadras, que se veía oscuro y vacío. Dentro de la caballeriza, los caballos que habían participado en la cacería dormían en sus compartimentos, mientras los mozos y demás sirvientes buscaban fuera del castillo cualquier indicio de su amo perdido. Ayuy se acercó sigilosamente a la puerta de la perrera y la abrió sin hacer ruido. Un gruñido profundo y amenazante le respondió.

—¡Chssss! —siseó Ayuy, y el gruñido cesó.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Soy yo. Señor Ayuy Cocomur —respondió Ayuy.

—Ayuy muerto. ¿Tú eres su fantasma? —La voz contenía una nota de miedo.

—¡Yo no muerto! —protestó Ayuy—. Mira. No fantasma. Yo real —añadió orgullosamente, golpeándose el pecho.

Lentamente, un par de enanos gullys surgieron de las sombras. Ayuy retrocedió para que pudieran verlo más claramente a la débil luz del patio. Uno de ellos era una fémina menuda incluso para ser gully —a Ayuy apenas le llegaba al codo—, y el otro, pese a que abultaba mucho más que su compañera, se ocultaba temeroso en la oscuridad. Este segundo sacaba una cabeza a Ayuy, sin contar la pelambre que arrancaba justo en la coronilla.

—Oímos que el cuerno sonar por ti —dijo el aghar más alto desde las sombras.

—Yo no perdido —dijo Ayuy—. Ayuy nunca pierde.

—¿Y qué me dices de cuándo…? —preguntó el alto, pero su compañera lo interrumpió.

—Tocan el cuerno porque tú muerto —afirmó al tiempo que se acercaba a Ayuy y le propinaba un cruel codazo en el costado—. Pero tú no muerto. ¡Tú vivo! —La gully retrocedió asustada.

—Yo casi muerto por lacerto —dijo Ayuy—. Pero Ayuy escapa. Muy listo.

—¡Lacerto! —exclamó el alto, y desapareció de nuevo. Pero la enana no era tan crédula y preguntó suspicaz:

—¿Dónde ves a lacerto?

—Ayuy no ve. ¡Ayuy levantado, cabeza abajo, casi muerto! —respondió Ayuy.

—¿Si no ves a lacerto, cómo sabes que es lacerto? —preguntó ella.

—Calla, Glabela —le dijo Ayuy—. Tú no entiendes porque no estabas.

—¡Bah!, mientes —replicó la enana.

—Yo no miento. ¡Papá muerto! —gritó Ayuy con impaciencia. El tono reverberó en el patio e hizo que buscara refugio en las sombras de la perrera. Entonces bajó la voz y repitió—: Papá muerto. Yo allí. Él me dice caballeros malos. Dice un secreto que nadie saber, yo corro a casa. Él dice que no digo a nadie.

—¿Papá muerto? —preguntó Glabela—. ¿Qué secreto? —añadió con un siseo codicioso y sus ojillos negros relampaguearon.

—Si yo digo, ya no ser secreto. Muy imp… muy imp… muy grande secreto. Y lacertos quieren matarme.

—¿Por qué matarte? —preguntó Glabela.

—No lo sé —respondió Ayuy después de rascarse la cabeza por encima del gorro y pensar un momento—. Quizá locos porque yo mato su cerdo.

—¿Qué cerdo?

—El gran cerdo que nosotros cazar —respondió Ayuy.

—Bah, mientes. Tú no matas cerdo. Nadie matar nunca cerdo.

—Tú no sabes nada —gruñó Ayuy—. Cerdo muerto. Papá muerto. Lacertos quieren que Ayuy también muerto. Yo ahora marcho.

—¿Cuántos lacertos? —preguntó el gully alto desde la oscuridad.

—¡Dos! —repuso Ayuy dándose importancia.

—¡Tantos! —chilló el alto.

—¡Chsss! —siseó alguien desde las sombras. Alguien lanzó un sonoro bostezo, pero Ayuy no supo si había sido otro gully o uno de los perros.

—Silencio, Lumpo. Chillas como si alguien pisa el pie —riñó Ayuy al gully alto—. Yo vuelvo en secreto para recoger cosas. Ahora voy a casa. —Dicho esto entró en la perrera y llegó a tientas hasta la pared del fondo, donde cogió una pequeña bolsa de piel muy mordisqueada y con una larga correa. Se la echó sobre un hombro, se volvió para marcharse y tropezó con la bolsa, que le colgaba casi hasta los pies—. ¡Milisant, ven! —susurró. Cuando llegó a la puerta la perra estaba a su lado, meneando excitadamente la cola.

—¿Por qué marchar, Ayuy? —preguntó Glabela, súbitamente preocupada—. ¿Tú no mentir?

Ayuy se paró y se puso ceremoniosamente una manó sobre su protuberante barriga.

—Ayuy jura —dijo.

—¿Lacertos quieren de verdad matarte? —preguntó la enana.

—Sí. Yo sé secreto. Ellos tratan de hacerme hablar, pero yo escapo. Milisant llega, muerde a lacerto en la cola, yo caigo de cabeza. Yo escapo. —Ayuy dio unas palmaditas al can en la cabeza, y la perra le lamió la sucia cara.

—¿Y papá dice caballeros malos? —preguntó Glabela, agarrando a Ayuy por la manga cuando éste pasaba por su lado.

—No todos, dice. Él dice avisar al demás. Ahora ya avisada. Yo voy a casa.

—¡A casa! —Todos estaban sobrecogidos por la magnitud de tal decisión.

—Yo también voy a casa —dijo Glabela, sorbiendo por la nariz, y corrió hacia el rincón en el que guardaba sus cosas. Ayuy suspiró y rascó a Milisant detrás de las orejas mientras esperaba.

De pronto, Lumpo dio media vuelta y desapareció en la profunda oscuridad de la perrera.

—Vosotros no dejarme solo con estos comedores de gaviotas —gritó—. Yo también voy a casa.

Poco después, los compañeros de Ayuy estaban prestos. Cada uno portaba una bolsa similar, y Glabela arrastraba la suya al andar. Después de lanzar un suspiro y sacudir la cabeza Ayuy salió al patio, tambaleándose, con Milisant pegada a los talones. Lo siguieron Glabela y Lumpo, en la retaguardia.

—¿Dónde casa? —preguntó Lumpo.

—Ciudad —respondió Ayuy.

—Oh. ¿Muy lejos?

—Dos días. No más de dos —respondió Glabela.