10

—Vamos, vamos, hijo mío —suspiró Gunthar, tratando de consolar al enano gully—. Tranquilo.

Ayuy lloraba mientras levantaba el peso muerto de la cabeza de Garr y se la colocaba en el regazo. El sabueso tenía la negra lengua apretada entre los colmillos, y de ella manaba un poco de sangre; pero su fornido pecho ya no subía ni bajaba, y sus ojos, aunque aún profundos y marrones, estaban apagados y ya no veían. Ayuy mojó el hocico del perro con sus lágrimas al tiempo que lo besaba una y otra vez.

—No, Garr. Muy malo. Ven a casa, Garr —lloraba, balanceándose adelante y atrás.

—No llores, hijo —lo consoló Gunthar—. Ha muerto como hubiera querido, lu… —La voz se le quebró y tuvo que desviar la mirada—. Luchando —añadió, levantando los ojos hacia lo alto y parpadeando a la luz del sol.

Garr no muere —sollozó Ayuy—. Garr no muere ahora.

—Su final ha sido como el de un verdadero caballero, en combate singular contra su acérrimo enemigo —proclamó Gunthar al cielo.

Ayuy no dejaba de acariciar el pelaje del animal mientras las lágrimas le formaban surcos en la mugrienta cara.

—Pobre Garr —gimió—. Quizá Ayuy lleva a casa, te arregla y Garr ya no muere.

Lo había hecho antes, llevaba muchos meses cuidando de los sabuesos de lord Gunthar y más de una vez les había curado las heridas y los había ayudado a sanar. Ayuy buscó con ternura alguna herida en el cuerpo del animal, pero no halló rastro de sangre ni de carne desgarrada ni de huesos rotos. La única sangre que había manaba de la lengua que el perro se había mordido.

—¿Por qué Garr muere? —preguntó.

—Así es la vida, hijo —le explicó Gunthar—. Nos hacemos viejos, recibimos una herida o enfermamos. Así es como la naturaleza avanza.

Ayuy le dio la vuelta al perro y examinó el otro lado sin encontrar nada. Aparte de un pequeño corte en el flanco, no mostraba ninguna lesión aparente.

—¿Por qué Garr muere? —preguntó de nuevo.

—No nos corresponde a nosotros preguntar por qué, hijo —respondió Gunthar—. Simplemente tenemos que aceptarlo.

—Pero él no herido —protestó Ayuy.

—¿Cómo dices?

—Él no herido.

—Déjame ver. ¿Estás seguro? —inquirió Gunthar al tiempo que se arrodillaba junto al sabueso. Lo examinaron del hocico a la cola y el caballero prestó especial atención a la heridita del flanco, que estaba cubierta por una costra seca de sangre, y comentó:

—Debió de hacérsela antes. Parece una herida de colmillo, pero supongo que podría haber pasado en cualquier parte. Desde luego, no ha sido en esta lucha. El pobre Garr agonizaba cuando lo encontré. —Entonces se puso en pie y examinó el suelo alrededor de la peña.

»Sí, aquí se libró una batalla desesperada. Mira cómo el suelo está revuelto por las pezuñas del jabalí, donde cargó, dio la vuelta y volvió a cargar. Me extraña no haber oído nada, pero supongo que la cresta tapó el sonido… Pero ¿qué es esto? —El caballero se inclinó y recogió algo de entre el montón de hojas—. Parece una escama. ¿Qué dices tú, chico? —le preguntó a Ayuy al tiempo que se lo tendía.

El gully contempló el extraño objeto que refulgía en la palma de Gunthar. Realmente parecía una escama, pero no era como las de cualquier pez que Ayuy hubiera comido, sino que más bien parecía la de un lacerto, aunque él nunca había visto un lacerto de color de bronce antes, ¿o sí?

—Oh, muy malo. ¡Muy, muy malo! —gritó Ayuy.

—¿Qué te ocurre? —inquirió Gunthar.

—¡Muy malo, muymuymuymuymalo! —Ayuy se puso de pie de un brinco.

—Quieto —ordenó el caballero, que se volvió y escrutó el tenebroso bosque—. Quieto —susurró—. Ahora lo oigo. —Gunthar tapó la boca al gully con la mano, Ayuy se calló y ambos escucharon.

Se oyó un gruñido.

—Ahora ir a casa, papá —masculló Ayuy bajo la palma de Gunthar.

El gully empezó a correr sin moverse del sitio. Gunthar buscó a tientas la lanza y la arrastró a su lado. Sin apartar los ojos de la espesura, logró levantarla y fijar el extremo bajo un pie. El caballero escrutó el bosque, pero sólo percibió el suave gris de los troncos dispuestos en apretadas hileras. Entonces, unos puntos empezaron a estallar ante sus ojos, puntos con forma de jabalí. Gunthar parpadeó.

Un chillido que helaba la sangre sacudió los árboles. El suelo se estremeció y tierra suelta bajó por la ladera. Mannjaeger surgió de la sombra del bosque a plena luz del día, con sus ojillos rojos rezumando odio, como un trozo de montaña que hubiera adquirido vida por medios mágicos. Por alguna razón, Gunthar fijó la mirada en la ondulante lengua rosa, que colgaba entre las cimitarras gemelas de marfil amarillo, y cuyos puntos negros del envés se deslizaban como el dibujo en el lomo de una serpiente. El caballero parecía casi hipnotizado por ella; vio que una gota de sangre descendía por la lengua y caía sobre una hoja, uniéndose al charquito que se estaba formando bajo la destrozada garganta del animal. Entonces, se dio cuenta de que, después de todo, Garr no había muerto sin presentar batalla: el jabalí había recibido una terrorífica mordedura que dejaba al descubierto la carne y que hubiera acabado con una bestia menos formidable.

Gunthar notó al ser vivo que se retorcía en sus manos y recuperó el buen sentido. Apartó a un lado al gully, que se agitaba, y trató de defenderse con la lanza, pero ya era demasiado tarde. Mannjaeger se estrelló contra él y el caballero sintió que el mundo se elevaba debajo de él como una fuerza similar a un ariete que explotara contra su peto.

Su antigua armadura solámnica forjada un siglo antes le prestó un buen servicio. Los colmillos del jabalí chirriaron contra las grebas de acero y repiquetearon en vano contra su peto. No obstante, el anciano caballero acusó cada uno de los golpes, que le parecieron mazazos, y la machacona fuerza de cada mordisco. En cuestión de segundos, Gunthar sangraba por una docena de heridas, producidas más por el revolcón que por los colmillos del jabalí. Cada vez que intentaba levantarse y recuperar el equilibrio, Mannjaeger lo atacaba de nuevo. El caballero se sentía como el superviviente de un naufragio que se ahogara en el rompiente de la playa. Cada ola que lo derribaba lo debilitaba más y más, y lo arrastraba a mar abierto.

De pronto, el jabalí dejó de atacarlo, Gunthar ya no notaba su peso, ya no percibía su fétido aliento. El caballero permaneció tumbado sobre las hojas, súbitamente en paz. No osaba abrir los ojos, pues notaba que el suelo temblaba a cada paso del monstruo que husmeaba y gruñía a su alrededor.

—¡Cerdo tragón! —Se oyó un fuerte porrazo dado contra carne y un chillido semejante al chirrido de las puertas del Abismo al ser abiertas por las legiones infernales. Gunthar sólo quería quedarse allí y dormir un poco—. ¡Puerco gorrón!

Lentamente, Gunthar se irguió y apretó los dientes, esperando un nuevo ataque inevitable. Cerró los ojos con fuerza en la esperanza de estar viviendo una pesadilla de la que se despertaría en su cálido lecho, al lado de su encantadora esposa, Belle; que todo lo que había visto, hecho y sufrido sólo habría sido un mal sueño provocado por un plato de cocina gnomo demasiado condimentado. Nada de Consejo de la Piedra Blanca ni guerra de la Lanza ni Sturm Brightblade muerto en la Torre del Sumo Sacerdote ni ataque a Palanthas por parte de los ejércitos de la Dama Oscura, en el que perdió la vida su primogénito, ni Guerra de Caos que le arrebató al hijo que le quedaba —sin eso, a su mujer no se le habría roto el corazón y no habría perdido primero la cordura y después la vida—. «Te lo ruego, Paladine —oró Gunthar—, concédeme una vida sin sobresaltos como la de la mayoría. Yo nunca deseé ser Gran Maestre de la Orden. Lo cambiaría por un pequeño castillo en la costa y la familia a mi lado. Mis hijos, mis pobres hijos, los echo tanto de menos…».

—¡Aléjate de papá! ¡Maldito… maldito cerdo resoplón! —Otro porrazo y otro chillido animal.

Gunthar suspiró y abrió los ojos.

Ayuy, agachado junto a una peña, sostenía una piedra redonda lista para ser lanzada. Por alguna razón Mannjaeger vacilaba; quizá fuera la primera vez que olía a un enano gully y acaso se preguntara si sería comestible. El jabalí arañaba, inquieto, la tierra con las pezuñas y husmeaba el aire; de la parte inferior de las mandíbulas, con las que no cesaba de mascar, le caía baba mezclada con sangre.

Gunthar se sorprendió de encontrar su lanza, intacta, muy cerca. De hecho, se felicitó por no haberla arrojado él mismo y la usó para ponerse de pie, aprovechando que Mannjaeger estaba distraído con el gully. Fue entonces cuando el caballero se dio cuenta de que había salido bastante mal parado del fiero ataque del jabalí. Con los colmillos, el animal le había desgarrado la cota de malla que le protegía los muslos y le había causado una herida, de un dedo de longitud, tan limpia que parecía haber sido hecha con una cuchilla. Por alguna razón, esa herida le quemaba como fuego de dragón; notaba la pierna floja y sin fuerza. El caballero apoyó todo el peso en la lanza para evitar caer y, pese a todos sus esfuerzos, no pudo evitar que se le escapara un gemido.

Al oírlo, Mannjaeger dio bruscamente media vuelta y decidió embestir al hombre que lo amenazaba más directamente. Gunthar, que veía puntos negros danzando ante los ojos, se equilibró sobre un pie y bajó la lanza para parar la carga del animal. Ayuy gritó algo ininteligible y arrojó la piedra, que dio al jabalí en el ojo. Mannjaeger se desvió ligeramente y fue a empalarse en la lanza que Gunthar sostenía torpemente.

El monstruo chilló, al tiempo que emprendía la huida, sangrando por la boca y arrebatándole a Gunthar el arma de las manos. El caballero se desplomó, pero el jabalí cargó hacia el bosque arrastrando tras él la pica, firmemente clavada. Mannjaeger continuó revolcándose y bramando oculto por la sombra de los árboles, hasta que finalmente todo quedó en silencio.

Gunthar gimió y rodó sobre sí mismo. Una vez que hubo pasado el peligro, el dolor en la pierna se le hizo atroz. El caballero se agarró el muslo para tratar de ver el motivo del ardor que sentía pero, extrañamente, la herida ya estaba cubierta por una costra negra y seca. Gunthar se dejó caer sobre las hojas manchadas con la sangre de Garr. Por un instante contempló inmóvil los vacuos ojos del perro; pero, entonces, empezó a retorcerse y a gemir de dolor.

—¿Qué te pasa, papá? ¿Qué te pasa? —le preguntó Ayuy a su lado.

—¡La daga! ¡Traición! —gritó Gunthar—. ¡Estúpido! Planearon… Nos separaron. Sólo Garr podía seguir el buen rastro, y él sabía que yo seguiría a Garr. Debía haberlo adivinado, pero ¿cómo? Yo lo elegí. Confiaba en él. —El dolor le envolvía las caderas y el abdomen. Gunthar se sentía como si lo estuvieran metiendo lentamente en un puchero con aceite hirviendo.

—¿Quién, papá? ¿Qué? —gimoteó Ayuy confusamente al tiempo que intentaba apaciguar la agonía de su amo.

—Yo lo elegí. Confiaba en él —fue todo lo que Gunthar parecía capaz de decir. De los labios le brotó baba y una espuma sanguinolenta que le bajó por el mentón. Sus palabras quedaron ahogadas por terribles convulsiones; parecía que iba a enrollarse sobre sí mismo como una serpiente herida. Los labios se retrajeron en una espantosa mueca y en el bosque resonaron sus gritos. El aterrorizado Ayuy echó a correr y se escondió detrás de la peña; allí pegó la cara a la fría piedra y se mordió el labio inferior.

Finalmente su amo dejó de gritar. Ayuy atisbo por un lado del peñasco y vio a Gunthar tendido de espaldas en el suelo, totalmente inmóvil. Ni siquiera las manos mostraban el temblor habitual. El gully avanzó hacia Gunthar con toda clase de precauciones, temeroso de lo que pudiera encontrar; pero, cuando se acercó, el caballero volvió la cabeza para mirarlo con los ojos inyectados en sangre; le hizo un guiño y una débil sonrisa agitó sus mostachos solámnicos.

—Ah, muy bien, hijo. Ya empezaba a temer que moriría solo —musitó—. Lo siento, parece que no puedo mover las manos. Acércate y cógemelas, ¿quieres, hijo?

Ayuy tocó temeroso la mano de su amo, que estaba fría y dura como el mármol. Pese a la rigidez del cuerpo, los músculos faciales del anciano continuaban retorciéndose y contorsionándose.

—¿Qué te pasa, papá? —susurró Ayuy.

—Quiero que hagas algo por mí, Ayuy —dijo Gunthar.

—¿Qué, papá?

—Me tomó por un estúpido. Y lo fui. Ahora lo sé. —El caballero gimió, y el rostro se le contrajo en un nuevo espasmo de dolor—. Ahora lo entiendo. Éste era su plan desde el principio. ¿Cómo si no…? —La voz de Gunthar se fue apagando y los ojos se le empañaron.

—¿Qué hago yo, papá? —preguntó Ayuy.

—¿Qué pasa, hijo? —se sobresaltó Gunthar—. ¿Dónde estaba?

—Estás con Ayuy —gimoteó el gully.

—Ayuy, quiero que hagas algo por mí —susurró el anciano débilmente—. Acércate.

Ayuy se inclinó sobre su amo, de modo que una de sus orejas cubiertas de barro casi tocó los labios del anciano. El caballero musitó algo casi inaudible y lanzó un hondo suspiro. Luego, Gunthar apartó a Ayuy entre convulsiones.

—¡Los caballeros! —gritó largamente con voz trémula, que fue apagándose. Ese último esfuerzo pareció arrebatarle la última chispa de vida.

—¿Caballeros malos? —lloriqueó Ayuy confundido.

—Me ha matado —susurró Gunthar, al que se le cerraban los ojos.

—¡Caballeros muy malos! —gruñó Ayuy.

El anciano pareció revivir ante aquellas palabras. Con un esfuerzo trató de asir la mano del gully.

—No, no todos los caballeros —protestó—. Corre al castillo y avisa a los demás. ¿Me entiendes?

—No. —Ayuy lloraba de frustración.

—Bien, sabía que podía contar contigo —dijo Gunthar sonriendo débilmente, al tiempo que se relajaba.

—¿Ayuy corre al castillo? —inquirió el gully.

—Sí, ve —ordenó Gunthar. Entonces su rostro quedó inmóvil, la mirada se le desenfocó y se perdió más allá de las nubes. De los labios brotó una última vaharada que se disipó en el frío aire otoñal.

—Papá, ¿qué hago ahora? —preguntó Ayuy al tiempo que sacudía el cuerpo de su amo—. ¿Qué hago ahora? ¿Papá? ¡Papá!

Se levantó, se puso en jarras y le suplicó a la figura inmóvil de su amo:

—Papá, quédate. Papá, no dejes a Ayuy.

El rostro de Gunthar pareció relajarse, las arrugas provocadas por la edad y las preocupaciones desaparecieron y fueron reemplazadas por una expresión de paz. Ayuy cayó de rodillas, junto a él, y acarició el cabello del anciano con una manita mugrienta.

—Ayuy no se va. Ayuy se queda con papá —susurró mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, abriendo nuevos surcos en la mugre. El gully hundió la cara en el pecho de su amo y cerró los ojos—. Ayuy nunca dejará a papá —sollozó, y el llanto agitó su pequeño cuerpo. Ayuy lloró hasta que quedó agotado y el sueño le devolvió la paz.