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«El viejo orden cambió, dejando paso al nuevo».

ALFRED, LORD TENNYSON, Idilios del rey

Desde el castillo de proa del Donkaren, un galeón de guerra, su capitán, sir Wayholan Farstar, contemplaba cómo el barco pirata ergothiano, más pequeño y ligero, se iba alejando. Frustrado, el marino golpeó con los puños, cubiertos de guanteletes, la barandilla esculpida con calaveras: la balandra de velas negras buscaba refugio en la isla Cristyne. Llevaba varias semanas persiguiéndola por el mar de Sirrion y las costas de Ergoth del Norte y, justo cuando pensaba que ya la tenía, ésta había aprovechado el viento para deslizarse entre sus barcos centinelas, al amparo de la noche, y poner rumbo sur. Si llegaba al puerto de Cristyne él ya no podría hacer nada, ya que, aunque oficialmente la isla era territorio neutral, sus habitantes no reconocían la autoridad de los Caballeros de Takhisis e incluso daban cobijo a los piratas más buscados, a los que llamaban «armadores». Todo el mundo sabía que los habitantes de esa isla estaban aliados con los Caballeros de Solamnia, y el capitán Farstar sospechaba que la balandra negra era una tapadera para operaciones solámnicas. Durante meses, el barco pirata había hostigado a los buques de los Caballeros de Takhisis que navegaban de Palanthas a la bahía de Balifor, robando los cargamentos y esquivando a todos los galeones de guerra enviados para capturarlo. El Donkaren era bastante rápido y su capitán experimentado; pero, mientras contemplaba la balandra que se hacía cada vez más y más pequeña, el capitán Farstar supo que su presa había vuelto a escaparse y esto lo reconcomía.

—¡Más trapo! —gritó.

—Capitán, ya hemos izado todas las velas que llevamos —repuso el primer oficial, a sus espaldas—. No podemos hacer nada contra este viento desfavorable.

—¿Dónde, dónde podemos encontrar más viento? —se preguntó el capitán en voz alta.

—En otra época, un clérigo podría haber rezado a nuestra Reina Oscura para que nos enviara viento —respondió el piloto—; pero, naturalmente, ahora…

—Ahora Takhisis no escucha nuestras plegarias, lo sé —lo interrumpió el capitán—. ¿No tienes por casualidad una pata de conejo? Necesitamos algo de suerte.

—No, señor —se rió entre dientes el piloto—. Aunque dicen que una pata de kender aún trae más suerte.

—Supongo que tampoco tienes una de ésas, ¿verdad? —inquirió el capitán.

—No, señor. Perdí la mía en una partida de dados antes de zarpar —respondió el piloto muy serio—. Podríamos lanzar sal por encima de nuestros hombros.

—Esto solamente se hace si uno la derrama, para protegerse de la mala suerte —dijo el capitán.

—Sí, tiene razón, señor —suspiró el piloto—. Lo había olvidado. Mi pobre madre sabía perfectamente qué trae suerte y qué la ahuyenta. Vamos a ver si recuerdo algo, aunque me temo que no eran más que tonterías. —El hombre chasqueó los dedos y se golpeó la frente con la palma de la mano, como si tratara de desprender de su cerebro los recuerdos.

El capitán Farstar comprobó el progreso del barco pirata. Ya no era más que un diminuto punto en el horizonte, apenas perceptible contra la isla Cristyne, que se hacía cada vez mayor. El capitán maldijo entre dientes, pero su piloto seguía absorto en el asunto de la buena suerte.

—Había algo sobre una escoba y una silla —murmuró en tono distraído mientras se daba golpecitos en los dientes con un dedo—. Tal vez se trataba de tragarse algo… Pero ¿qué era?

El capitán Farstar estaba a punto de levantar a su piloto por el cinturón y lanzarlo al mar cuando el vigía gritó:

—¡Está virando, señor!

—¿Qué has dicho? —gritó el capitán.

—La balandra negra, está virando hacia el este, señor —respondió el vigía.

—¿Estás seguro? —inquirió el capitán, al tiempo que se precipitaba a la barandilla de proa y escudriñaba el mar.

—Tal vez era pan… —masculló el piloto.

—Sí, señor, está virando a babor. Parece como si hubiera topado con arrecifes y tratara de evitarlos —dijo el vigía.

—En la costa septentrional de la isla no hay arrecifes —recordó Farstar. A duras penas distinguía el perfil del barco contra la oscura costa de la isla, y deseó poseer alguno de aquellos catalejos que fabricaban los gnomos.

—¡Está huyendo, señor! —gritó el vigía en tono alegre—. ¡Ha izado todas las velas y huye!

—Gracias a Takhisis. Quizás aún escucha nuestras plegarias —dijo el capitán y ordenó—: ¡Preparados para virar!

El piloto pasó inmediatamente a la acción. El galeón empezó a crujir y gemir al tiempo que los marineros se apresuraban a cumplir con la tarea que tenían asignada. Entonces, gritó al vigía:

—¿De qué huye?

—No lo sé, señor —respondió.

—Virad. Timonel, pon rumbo al promontorio de la isla. Los atraparemos allí. —El Donkaren escoró cuando el timonel puso rumbo a puerto y el viento, más intenso, hinchó las velas. La nave hendió las olas, ganando velocidad, y la proa levantó rociones de agua salada.

—Veo un signo de buena suerte —gritó el piloto para hacerse oír por encima del fragor del viento—. Una nube con forma de dragón que se acerca por el oeste.

—La veo —repuso el capitán.

Farstar miró hacia arriba. El vigía gritaba y señalaba algo, pero él no podía oír qué decía. Retrocedió a lo largo de la barandilla de estribor, porque las salpicaduras de agua no le dejaban ver, siguió la dirección hacia la que apuntaba el brazo del vigía y se dio cuenta de que señalaba la misma nube en la que el piloto se había fijado.

Ciertamente tenía forma de dragón, e incluso había crecido un poco en los últimos minutos.

De pronto, la nube descendió sobre la balandra negra que huía. Al capitán se le hizo un nudo en la garganta al contemplar, horrorizado, cómo la nube sobrevolaba el palo del barco pirata. Se quedó clavado en cubierta, incapaz de volverse o gritar órdenes; sólo podía seguir mirando con horror. De la nube salió un chorro de fuego que se abatió sobre la diminuta balandra, las llamas invadieron la cubierta y prendieron las velas. Entonces, vio pequeñas figuras de fuego que se lanzaban al agua desde todas partes, y supo que eran los miembros de la tripulación, convertidos en antorchas humanas, que se arrojaban al agua, desesperados.

El dragón se ladeó, se elevó y se dispuso a efectuar otra pasada sobre el barco pirata. En ese momento, Farstar recuperó la voz y la capacidad de moverse.

Giró en redondo y corrió hacia el timón, gritando:

—¡Media vuelta, da media vuelta! ¡Pon el viento a popa! —Pero el timonel estaba tan absorto mirando que el capitán llegó hasta allí antes de que éste respondiera. Se lanzó sobre el timón y él mismo efectuó la maniobra.

Cuando el barco viró, el viento hizo flamear las velas y, luego, las hinchó súbitamente y las tensó al máximo. Los mástiles crujieron y el galeón dio un bandazo hacia adelante. La tripulación seguía inmóvil; todos asistían al espectáculo en fascinado silencio. El capitán miró hacia atrás, por encima del hombro.

La balandra era entonces una columna de fuego y de ondulante humo negro. El dragón planeó por encima de la proa, se lanzó de cabeza a las llamas y se posó sobre la nave, aunque sin dejar de batir las alas para mantenerse en el aire. El monstruo era tan enorme que el barco pirata parecía un juguete entre sus garras y se hundió casi inmediatamente bajo su peso. El mar lo engulló en medio de una gran vaharada y extinguió las llamas. El dragón se elevó con un furioso batir de sus enormes alas y, ayudado por las corrientes térmicas generadas por el vapor, sobrevoló los restos del barco. Sólo el mástil de la balandra sobresalía del agua, chamuscado y aún en llamas. El capitán Farstar se volvió hacia el timonel.

Los miembros de la tripulación prorrumpieron en gritos de júbilo y vitorearon al dragón.

—Capitán, ¿por qué nos estamos alejando? —preguntó el piloto—. Es un Dragón Rojo, seguro. Su ardiente aliento es inconfundible. Los Rojos son nuestros aliados.

—Abre el compartimento de las armas —repuso el capitán—. ¡Distribuye ballestas a todos!

—Pero ¿por qué? —inquirió el piloto.

—¡Hazlo! —ordenó el capitán.

Con una expresión de desconcierto, el piloto obedeció. Mientras recorría lentamente la cubierta de popa devolvió las miradas interrogadoras de los marineros encogiéndose de hombros, al tiempo que rebuscaba entre sus llaves la que abría el compartimento de las armas. Los rociones de agua que levantaba la proa empapaban la cubierta y a los marineros.

—Aquí viene —dijo uno de los hombres, señalando hacia el cielo.

—Sólo quiere comprobar por qué huimos, estoy seguro —repuso el piloto en voz tan baja que nadie lo oyó.

—No nos atacará si ve nuestra bandera, ¿verdad? —preguntó otro marinero, al tiempo que se limpiaba el agua salada de los ojos.

—Claro que no. Cuando vea el dibujo del lirio y la calavera nos dejará en paz. Ningún Rojo osaría atacar uno de los barcos de la Reina de la Oscuridad —contestó el piloto—. ¡Ajá! ¡Por fin! —El hombre introdujo en el macizo cerrojo la llave correcta y le dio la vuelta. El compartimento en el que se guardaban las armas se abrió.

—Por todos los dioses, es enorme —dijo el marinero, sin disimular su miedo.

—No, sólo lo parece porque está muy lejos, por… —La voz del piloto se extinguió cuando levantó la vista y vio al dragón que se aproximaba, aleteando en el viento. Retrocedió y gritó al capitán—. Señor, ¿qué tipo de dragón es éste? ¡Es enorme!

—No es uno de los nuestros —repuso el capitán.

Con la vista clavada en el dragón, el piloto abrió el compartimento, accionando bruscamente el picaporte. Entró y empezó a distribuir ballestas y cajas con pesados cuadrillos.

El capitán mantuvo su posición en el timón y envió al timonel abajo para que ayudara al piloto. Farstar se quedó solo, con el cabello empapado por la helada agua del mar que lo salpicaba, mascullando imprecaciones que se perdían en el viento y echando de vez en cuando la vista atrás para comprobar el avance del monstruo. A medida que se acercaba, las desplegadas alas parecían cubrir todo el cielo, de punta a punta del horizonte. Farstar nunca había visto un dragón como aquél, pese a que servía en la marina de la Reina de la Oscuridad desde antes de la Guerra de Caos. Sin embargo, había oído hablar de ellos, de los nuevos dragones llegados del otro lado del mar, dragones más grandes y poderosos que cualquier otro, que atacaban y destruían indiscriminadamente.

El piloto ordenó a los marineros y soldados del Donkaren que ocuparan sus puestos. El capitán vio que los hombres de su tripulación se movían como si estuvieran ofuscados, con la vista clavada en el dragón, y supo que su barco estaba perdido. No obstante, permaneció en el timón, sin perder del todo la esperanza. Desenvainó su sable y miró una vez más por encima del hombro.

El dragón se acercó, volando a la altura de los mástiles. Las escamas del abdomen eran del color de las rocas del desierto, de un pálido tono naranja requemado que parecía irradiar calor. La enorme mole ocupaba todo el cielo y su formidable sombra tapaba el sol, por lo que parecía que el Donkaren estuviera en el Abismo. Las alas del monstruo privaron de viento al galeón, las velas colgaron flojas y el barco redujo la marcha.

Los marineros y soldados, alineados a lo largo de la barandilla, no podían desviar sus fascinadas y horrorizadas miradas del monstruo; parecían pajaritos hipnotizados por la serpiente que se aproxima al nido. En respuesta, el dragón bajó con un movimiento serpenteante la cabeza, tan grande como el mismo barco, y los miró a su vez. El calor que emanaba su cuerpo impactó en los rostros estupefactos de la tripulación como un sol invisible, requemándoles la boca y los ojos, secando las sogas y jarcias, y atiesando las velas incrustadas de sal. En las cubiertas empezó a formarse vapor.

—¡Disparad! —gritó el capitán, pero pareció que el sonido de su voz también era absorbido por el intenso calor que emitía el cuerpo del dragón—. ¡Malditos bastardos! —maldijo—. ¡Atacad!

Al oír la voz del capitán, el dragón volvió bruscamente su gran testa y lo fulminó con la mirada. Farstar se quedó paralizado y se tambaleó hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe invisible. El monstruo abrió las fauces.

El piloto apoyó la ballesta en el hombro. Sentía los músculos entumecidos, bloqueados, como en una pesadilla, y cada movimiento era una tortura. Apuntó al ojo del dragón y accionó el disparador.

En ese mismo instante, el monstruo lanzó su aliento. Una columna de fuego licuado de color blanco cayó sobre el capitán Farstar y llegó a las cabinas situadas debajo de la cubierta. El calor fue tan intenso que madera, lona, cuerda y carne estallaron en llamas o se convirtieron instantáneamente en cenizas. El piloto miró cómo el cuadrillo ascendía hacia el ojo del dragón dejando una estela de humo. Las plumas de la flecha se deshicieron en cenizas sin siquiera arder, el proyectil cambió el curso y rebotó contra las escamas del cuello del monstruo. Al caer, ardió de repente y se consumió antes de hundirse en el agua.

De pronto, el dragón desapareció generando un torbellino de viento. El fuego se extendió rápidamente por los aparejos, y las junturas entre los tablones, que estaban embreadas, empezaron a burbujear al tiempo que las llamas se propagaban bajo cubierta. Los hombres corrieron de un lado a otro gritando, algunos envueltos en llamas, otros con los ojos desencajados y derramando lágrimas que dejaban regueros en sus rostros manchados de hollín. Todos se apresuraron a abandonar el barco y, aquellos que pudieron, nadaron hasta la isla Cristyne. El dragón se lanzó sobre ellos y los roció con su flamígero aliento: el mar explotó en nubes de vapor.

El piloto permaneció junto a la barandilla, sintiendo en las suelas un intenso calor. Era consciente de que la cubierta iba a desplomarse en cualquier momento, pero su único pensamiento era que no debía abandonar el galeón.

—Ahora es mi barco, mi responsabilidad —afirmó en voz alta—. Ahora yo soy el capitán, aunque sólo sea por unos segundos. —Detrás de él una verga cayó sobre la cubierta con estrépito e hizo un agujero por el que brotaron grandes llamaradas. Cuando las jarcias se hubieron quemado por completo, el viento arrastró el velamen hacia el mar. Las velas, envueltas en llamas, flotaron en el aire ofreciendo una espectral visión; luego, se deshicieron en jirones y pedacitos y se hundieron en el agua con un siseo. El Donkaren empezó a hundirse lentamente cuando las junturas que mantenían unidos los tablones estallaron.

Entonces, el dragón se acercó de nuevo, como un torbellino. Las enormes alas batían el aire mientras descendía sobre el barco con las garras extendidas. El monstruo cogió el galeón por la proa y desfondó los costados con sus afilados espolones. No obstante, era demasiado grande para posarse sobre la nave, por ese motivo siguió batiendo las alas y sumergiendo la proa con su enorme peso. El timón se elevó en el aire.

El piloto se aferró al picaporte del compartimento de las armas para no resbalar por la inclinada cubierta. El mar se tragaba la nave, extinguiendo las llamas, pero generando un vapor hirviente. Finalmente, con un quejoso siseo, el Donkaren se hundió y el piloto con él. El azul se cerró sobre él, el piloto soltó el picaporte y rodó en la súbita calma del mar, envuelto por el frío contacto, que aliviaba sus quemaduras.

A medida que se hundía lentamente en la oscuridad, el piloto vio el barco que se elevaba de nuevo y contempló con un temor reverencial cómo sus calcinados costados se deslizaban por su lado, como si se tratara de una gran ballena. El Donkaren emergió a la plateada superficie; el agua salió de golpe de su interior y entró el aire.

El paso del barco arrastró al piloto a la superficie donde, finalmente, pudo respirar aire fresco. Durante unos segundos se dejó mecer por las olas, hasta que encontró un resto del naufragio y se subió a él con esfuerzo. Para su sorpresa, se dio cuenta de que era la puerta del compartimento de las armas. Sintiéndose exhausto, rodó sobre su espalda y contempló el cielo que se oscurecía. Allí vio al dragón que se elevaba, con la proa del Donkaren en sus garras, como si fuera una gran ave de presa y el barco un pez. Así, con el galeón que perdía agua por todos sus agujeros, el dragón se alejó, lentamente, volando hacia el oeste.