Se acercaba el invierno.
Todavía faltaban algunas semanas —no estaban más que a mediados de otoño y pasaría un mes o más antes de que cayeran las primeras nieves—, pero Caramon notaba en los huesos que se acercaba. «Otra de las maravillas de hacerse viejo», pensó. Aquel año estaba siendo peor que el anterior, pero eso tampoco era ninguna sorpresa. El último verano lo había acabado preparando cerveza y ese verano había estado a punto de morir.
Suspiró y miró el Bosque Oscuro. Estaba en un lugar desde donde se dominaba el paisaje, justo a las afueras de Lysandon, escuchando cantar a los pájaros mientras se dejaba acariciar el rostro por el aire frío de las montañas. A sus pies, el bosque se extendía hasta el horizonte. Había cambiado en las últimas semanas, mientras él permanecía al cuidado de los centauros. La mancha negra que lo había llegado a afectar casi por entero empezaba a reducirse. Muchos árboles que a principios de otoño parecían sin vida desde entonces habían rebrotado, y por lo que decían Arhedion y sus exploradores, casi todo el bosque se recuperaría con el tiempo. Aun así, algunas zonas nunca recobrarían su esplendor pasado. Eran áreas, sobre todo alrededor de Sangelior, donde todavía moraban los pocos skorenoi supervivientes, en las que el deterioro había llegado demasiado lejos. El Bosque Oscuro sanaría pero nunca volvería a ser el mismo.
«Entonces, creo que sé cómo se siente», pensó con una risa amarga.
Sólo podía recordar retazos de lo ocurrido después de que Dezra abatiera a Leño Terrible. Se acordaba del toque curativo del cuerno del Señor del Bosque, el murmullo de la voz de su hija, el cuidado exquisito con que lo habían subido al lomo de Trephas. El viaje de vuelta a Lysandon era un recuerdo borroso: entre el momento en que dejaron el valle de Leño Terrible y el encuentro con los exploradores de Arhedion en las montañas, sólo se le habían quedado grabadas en la memoria algunas imágenes de árboles y la música de la lira de Borlos.
Desde entonces había estado en Lysandon. La magia del unicornio lo había salvado de la muerte, pero nada más. Recuperar las fuerzas requería tiempo. Habría deseado volver a casa, preocupado porque Tika y Laura creyeran que había muerto, pero pronto entendió que no podía forzar la máquina. Apenas una semana después de haber vuelto, se había desmayado por empeñarse en levantarse y salir de la cabaña en contra de lo que le aconsejaban. El susto había bastado para convencerlo de que debía esperar a que los quirurgos le dieran permiso para marcharse.
Por supuesto, había habido celebraciones tras el regreso de los compañeros. Cada noche, durante más de una semana, la música y las risas habían reverberado en las montañas que rodeaban la ciudad. Se organizaron juegos, una cacería ritual, banquetes y bailes. Caramon no pudo asistir a la mayoría de los festejos pero Borlos había tocado para él y Dezra le había dado a escondidas un trozo de asado del ciervo abatido por ella en la cacería. Con eso se había consolado.
Fanuin, Ellianthe y los otros duendes se habían marchado poco después de que acabaran las festividades, internándose en el bosque camino de su reino escondido. Caramon había creído que su hija sería la siguiente en marchar. Era evidente que Borlos disfrutaba de la compañía de los centauros pero estaba seguro de que Dezra cogería el dinero y se iría. Para su sorpresa, sin embargo, se había quedado e incluso lo visitaba varias veces al día. No lo atosigaba con sus cuidados pero estaba allí.
Al principio creyó que se quedaba por Trephas. Estaba convencido de que se habían citado la noche en que robaron a Hiendealmas y de que la situación se prolongaba, pero luego supo que no era así. Desde su regreso, Trephas había dedicado gran parte de su tiempo a Lanorica, la jefe de la tribu de la Lanza de Ébano y hacía un mes se había prometido a ella en matrimonio poniéndole una corona de hojas de sauce sobre la cabeza, según era costumbre entre los centauros. A Dezra no pareció importarle.
«Centauros y humanos no hacen buena pareja, de todos modos —le había dicho a Caramon a la mañana siguiente de los esponsales, y con un guiño añadió—: Además, el mundo está lleno de hombres».
El resto de la convalecencia de Caramon en Lysandon había transcurrido sin pena ni gloria. Hacía tres semanas, los terapeutas le habían dado permiso para levantarse de la cama pero todavía estaba débil y no podía ir muy lejos. Desde entonces, se había esforzado en recuperar la forma física. Ahora, ya podía moverse sin cansarse demasiado, aunque aún necesitaba bastón y lo seguiría necesitando durante un tiempo. De todos modos, ya estaba en condiciones de viajar. Finalmente, podía marcharse.
Oyó un rumor a sus espaldas: pisadas de bota sobre piedra. Sin volverse, con la mirada fija en el bosque, preguntó:
—¿Qué quieres, hija?
—¿A ti qué te parece? —replicó, irritada, deteniéndose unos pasos detrás de él—. Te he estado buscando por todas partes. Está todo el mundo esperando en el ágora.
Caramon asintió, respiró hondo y se volvió hacia ella.
—Ah, bueno —dijo—. Entonces será mejor que vayamos.
Echó a andar cojeando, ayudándose con el bastón. Ella no le ofreció el brazo y él no se lo pidió. Volvieron a Lysandon caminando uno al lado del otro.
El Círculo de los Cuatro los esperaba en el centro del ágora. Con ellos estaban Trephas y Arhedion, además de Borlos. Caramon y Dezra se detuvieron al borde del prado, comieron un poco de hierba y se acercaron.
—Siento haberos hecho esperar —dijo Caramon.
—No, no os preocupéis por nosotros —repuso Gyrtomon. Había ocupado el lugar de su padre en el Círculo y se comportaba con la gravedad de un jefe—. Si estamos inquietos es porque el día avanza y el camino a Solace es muy largo.
Los otros jefes asintieron.
—Nos gustaría hacer algo por acortarlo si nos lo permitís —intervino Eucleia—. Trephas y Arhedion os llevarán a los dos hasta el Camino de Haven.
—Gracias —dijo Caramon inclinando la cabeza, pero luego frunció el ceño—. Esperad… ¿A los dos? —Se volvió hacia Dezra—. ¿Te quedas?
—Ella no —dijo Borlos—. Yo.
—¿Tú? —repitió Caramon, sorprendido—. ¿Por qué?
—¿Por qué no? —contestó el bardo—. Ya estaba aburrido de Solace y desde que Olinia desapareció, los centauros necesitan un rapsoda. Creo que me quedaré aquí… o en Ithax, mejor, cuando la reconstruyan en primavera. Tomaré un par de alumnos y les enseñaré todo lo que sé, para que ocupen mi puesto. Luego volveré a la arboleda de Pallidice.
—¿La dríade? —preguntó Dezra con los ojos muy abiertos—. ¿Vas a vivir con ella?
—En parte sí —contestó Borlos encogiéndose de hombros—. Y en Gwethyryn también. Cuando ya nos íbamos, los duendes me dijeron que podía volver cuando quisiera. Me gustaría vivir allí… unos años por lo menos.
—Unos años… —dijo Caramon juntando las cejas—. Pero tal como pasa el tiempo allí…
—Estaré fuera mucho tiempo, sí —dijo Borlos—. Siglos incluso, si es que vuelvo. —Extendió los brazos—. No creas que es fácil para mí, grandullón, pero allí fui feliz, como nunca antes lo había sido. ¿Le darías la espalda a todo eso si no tuvieras una familia a la que volver?
Caramon lo miró a los ojos durante un largo momento y finalmente sacudió la cabeza.
—No, creo que no. Te echaremos en falta en la posada. Ya no tendremos quien nos alegre con su música, y Clemen y Osler se quedarán sin el tercer jugador.
—Deberíamos irnos ya —dijo Dezra mirando al cielo—. Me gustaría llegar al Camino de Haven antes de que oscurezca.
Caramon la miró con amargura pero luego asintió.
—Sí, vamos —dijo—. Si no hay nada más…
—De hecho sí —dijo Pleuron. Se agachó bamboleando el vientre y levantó del suelo un gran saco y otro fardo más pequeño. A Dezra le lanzó el saco, que aterrizó a sus pies con un tintineo metálico—. Vuestra recompensa, tal como convinimos, y otras quinientas monedas de acero en agradecimiento por vuestra ayuda cuando las cosas se pusieron difíciles.
—Gracias —dijo Dezra recogiéndolo con una de sus sonrisas torcidas.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Pleuron levantó el fardo más pequeño.
—Y un regalo para vos, Caramon —dijo—, por todo lo que habéis perdido, o estado a punto de perder.
Caramon se quedó mirando el fardo un momento y luego se adelantó cojeando y lo cogió. Era un bulto grande y pesado, envuelto en arpillera aceitada. Poco a poco, retiró la tela y al ver lo que escondía contuvo el aliento.
Era un casco de guerrero, de bronce fundido. En la parte superior tenía un largo y flotante pompón, hecho de cerdas de muchos colores: negro, gris acerado, marrón rojizo y rubio ceniza.
—Supimos que necesitabais un casco nuevo —dijo Gyrtomon—, y Trephas sugirió que os hiciéramos uno.
—La borla está hecha con crines de la cola… de todos nosotros —dijo Trephas.
—Yo… yo… no sé qué decir —tartamudeó Caramon mirando alternativamente el casco y a los miembros del Círculo.
—No tenéis que decir nada —repuso Eucleia—. Vos y vuestra hija sois amigos de nuestro pueblo, Caramon Majere. El casco es para que nos recordéis como nosotros os recordaremos a vos.
A pesar de los esfuerzos por retenerlas, finalmente las lágrimas se le desbordaron de los ojos. Acabó de destapar el casco y se lo puso. Le ajustaba bien.
—Gracias a los dioses desaparecidos —comentó Dezra, sarcástica—. Ya me estaba hartando de verte la calva.
Trephas y Arhedion avanzaron y se agacharon a su lado. Dezra subió a lomos del centauro castaño y Caramon montó al explorador. Se levantaron y se dieron la vuelta para saludar por última vez al Círculo. Borlos y los jefes agitaron un brazo en señal de despedida. Caramon respondió levantando la mano, y Trephas y Arhedion encauzaron el camino y salieron al trote. El pompón del casco de Caramon flotaba al viento detrás de él.
***
Una vez fuera de Lysandon, cabalgaron hacia el noroeste, a través de las montañas, dejando atrás el mar de tonos dorados y rojizos que era entonces el Bosque Oscuro. El sol, que había alcanzado el cénit cuando salieron, fue descendiendo lentamente por el cielo azul, moteado por algunas nubes. Finalmente, cuando ya se acercaba al horizonte, el sendero empezó a descender. Pronto llegaron al llano y vieron la ancha franja marrón del Camino de Haven.
Trephas y Arhedion se detuvieron a un kilómetro del camino, sobre un pequeño promontorio.
—Aquí debemos separarnos —dijo Trephas. Señaló con la cabeza hacia el camino, en el que se divisaban formas de hombres, caballos y carros—. Es mejor de momento que no nos mezclemos con los humanos. Deben de haber corrido terribles rumores estos últimos meses en los que el poder de Chrethon creció tanto. Es muy probable que tuviéramos una fría acogida.
Los centauros se arrodillaron y volvieron a levantarse después de que Caramon y Dezra desmontaran.
—Podéis venir a vernos a la posada siempre que queráis —dijo Caramon.
—Gracias por la invitación, amigo —replicó, riendo, Trephas—, pero con tantas escaleras… no creo que visite vuestra posada. De todos modos, a lo mejor aparezco algún año en Solace por la feria de Albor Primaveral. Vosotros, por supuesto, siempre seréis bienvenidos al Bosque Oscuro.
Se emparejaron por turno para darse unas palmaditas de despedida en los brazos. Cuando le llegó el turno a Trephas y Dezra, el centauro se agachó a abrazarla. Trephas le acarició el pelo con la mano mutilada y luego bajó la cabeza y le rozó la frente con los labios.
—¡Oh, por Reorx! —se impacientó Dezra—. ¡Hazlo bien!
Sin darle tiempo a reaccionar, le cogió la cabeza con las dos manos y le dio un beso en la boca. Arhedion gruñó divertido e incluso Caramon sonrió al ver cómo Trephas se separaba para coger aire, sonrojado y jadeante.
—Y ahora, vete —dijo Dezra.
Trephas abrió y cerró la boca sin decir nada, y finalmente se irguió riendo.
—Como gustéis, mi señora —dijo—. Que tengáis buen viaje.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió al galope, con las crines y la cola agitándose al viento. Arhedion lo siguió, y Caramon y Dezra se quedaron mirándolos hasta que desaparecieron tras un recodo. El ruido de sus cascos retumbaba entre las montañas.
—Bien —dijo Dezra frotándose las manos—, eso es todo, creo. Sigamos andando.
Se volvió hacia el Camino de Haven y echó a andar, pero Caramon extendió el brazo y la cogió del hombro.
—Espera un momento —dijo—. Quiero decirte algo, ahora que estamos solos.
—¿Qué quieres ahora? —gruñó volviéndose hacia él.
—Estoy orgulloso de ti, Dez —dijo Caramon—. Para ser sincero… me habías decepcionado muchas veces pero allí todo ha sido distinto —añadió inclinando la cabeza hacia el Bosque Oscuro—. Siento haberte echado de casa. Quiero que vuelvas.
—Yo también quiero disculparme —repuso Dezra mirándolo fijamente con los labios apretados—, pero creo que voy a volver a decepcionarte. —Extendió los brazos y le cogió las manos—. He cambiado mucho en estos últimos meses pero sigo siendo yo, padre. No soy Laura y no me atrae la perspectiva de vivir toda mi vida en Solace. Quiero ver mundo ahora que todavía soy joven.
—Entonces… ¿adónde vas? —preguntó Caramon bajando la cabeza.
—Igual que antes —dijo—. A Haven, luego a Ankatavaka, y después… ya veré.
—¿Volverás? —preguntó Caramon con un hilo de voz—. De visita, me refiero.
—No lo sé —contestó—. Probablemente, aunque sólo sea por las patatas especiadas. —Durante un segundo no supo qué decir, y luego se sacó una talega del cinturón y se la dio. Se oyó un ruido metálico en su interior—. Toma. Es el acero de más que me ha dado el Círculo. Quiero que se lo entregues a la familia de Uwen. Diles que… siento lo que le ocurrió.
Se quedaron en silencio uno frente a otro, hasta que al fin, Caramon se agachó y la besó en la mejilla.
—Ve a conocer mundo, entonces —le dijo—. Te envidio un poco, no creas. Pero prométeme una sola cosa.
Ella lo miró de frente con los ojos brillantes.
—Dime.
—No seas como mi hermana. No te conviertas en una segunda Kitiara.
Dezra levantó la cabeza y le devolvió el beso. Al separarse, tenía los labios curvados en su característica sonrisa torcida.
—No, padre —dijo—. Con ser Dezra tengo bastante.
Dicho esto, se echó el equipaje al hombro y se alejó hacia el camino, en dirección sur. Caramon la siguió con la mirada durante mucho rato, sonriendo entre lágrimas, con la esperanza de que se volviera a mirarlo, pero no lo hizo.