9

El viento silbaba como una banshee en la barranca del Centinela, azotándoles el rostro con punzantes agujas de hielo. El pedregoso camino estaba cubierto de parches de nieve dura, rodeados de agua del deshielo. En mitad del paso se había formado una charca de cierta profundidad. Trephas se zambulló sin vacilar y Dezra apretó los dientes al notar las salpicaduras de agua helada. Si a Trephas le molestó, no dio signos de que así fuera.

Al otro lado de la charca, el camino subía bruscamente. Se detuvieron en lo alto del risco, al final del desfiladero. Frente a ellos, el camino volvía a descender, serpenteando hacia el sur por entre las montañas. Detrás, el angosto paso se hundía entre las paredes de roca. Trephas entrecerró los ojos.

—¡Por los bigotes de Chislev! —exclamó—. Ahí están.

Dezra forzó la vista y vislumbró tres formas a mitad de la pendiente.

—¡Maldita sea! —juró—. Han ganado terreno.

—Hemos perdido tiempo en la subida —dijo Trephas—. Tenemos que apresurarnos. Nos espera el desfiladero de las Sombras y pronto se hará de noche.

***

Varios kilómetros más adelante, se alzaban dos picos como dos colmillos a ambos lados del camino. Eran los Picos Gemelos, Tasin y Fasin, que doblaban en altitud al Pico del Orador. Entre ellos, el camino se estrechaba hasta el punto de semejar una grieta de glaciar en la que reinaban las sombras. Ya era tarde y Tasin tapaba los últimos rayos del sol, con lo que el desfiladero de las Sombras estaba tan oscuro como una noche sin estrellas cuando Trephas y Dezra se internaron en él.

La oscuridad se hizo más densa a medida que avanzaban y obligó a Trephas a ponerse al trote. Resultó providencial: probablemente les salvó la vida ya que, de pronto, el centauro perdió una herradura. Tropezó y Dezra se fue de lado, y tuvo que agarrarse a sus arreos de guerra para no caer. Desmontó como pudo y se agachó junto a él.

—Levanta la pezuña —dijo—. Déjame ver.

Trephas hizo lo que le decía y se retorció para verla él también. Dezra sacudió la cabeza.

—Parece que se ha desprendido limpiamente —dijo levantándose—. Voy a buscarla. A lo mejor puedo embutírtela otra vez en…

—¡No! —gritó Trephas.

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida.

—¿Habéis herrado alguna vez a un caballo? —preguntó.

—No, pero…

—Pues no hagáis pruebas conmigo. Podríais dejarme cojo. Prefiero ir sin herrar. —Se estremeció—. ¡Embutírmela dice!

Ayudándose con la lanza, se quitó las herraduras restantes, las guardó en una bolsa y dio unos pasos de prueba.

—Bien —dijo—. Queda poco camino sobre piedra, y luego empieza el valle que lleva al Bosque Oscuro al otro lado del desfiladero. —Miró hacia atrás—. Pero no podré continuar al mismo paso.

Dezra aún no oía el ruido de los cascos de sus perseguidores pero eso no tardaría en cambiar.

—Pronto nos alcanzarán.

—No podemos correr más que ellos —declaró Trephas, apesadumbrado—. Tendremos que buscar otra solución.

—¿Sugieres que nos enfrentemos?

—No hay otro remedio.

Dezra asintió resignada.

—Entonces, será mejor que busquemos un lugar que compense la desventaja de número.

Unos cien metros más adelante, encontraron lo que buscaban: un viejo nogal caído en el margen del camino y erizado de ramas rotas. Entre los dos lo arrastraron hasta colocarlo en mitad del paso. Las puntiagudas ramas eran un formidable obstáculo invisible a la sombra de Tasin.

Trephas se enjugó la frente y dio la vuelta al tronco para colocarse al otro lado. Dezra hizo ademán de seguirlo pero luego se detuvo a mirar la escarpada pared de Tasin. Se encaramó al tronco con cautela y pasó las manos por la roca hasta encontrar una grieta lo bastante grande para meter los dedos. Apretó los dientes y se impulsó hacia arriba.

—Dezra —susurró Trephas—, ¡bajad de ahí! ¡Tenemos que prepararnos para recibirlos!

—¿Qué crees que estoy haciendo? —replicó malhumorada.

Siguió subiendo hasta que alcanzó lo que había visto desde el suelo: una repisa a unos tres metros del fondo del desfiladero, con el espacio justo para alojar a una persona de pie. Una vez allí, se arrimó a la pared hasta hacerse una con la piedra.

—¿Estáis bien? —preguntó Trephas.

—Sin problemas —contestó. Se había roto una uña y al llevarse el dedo a la boca notó el sabor de la sangre. Lentamente, continuó alejándose de Trephas y del tronco. Luego, fue a desenvainar la espada pero lo pensó mejor y sacó la daga—. Bien —dijo—. Tú los entretienes y yo les caigo encima.

Trephas la miraba receloso.

—¿Lo habéis hecho alguna vez antes?

—Claro que no.

El centauro volvió a centrar su atención en el camino. La flecha preparada tamborileaba en el arco. No tardaron mucho en oír un leve rumor de cascos herrados, que aumentaba progresivamente en volumen y cercanía, acercándose al trote en línea recta hacia el árbol caído. Dezra escrutaba la oscuridad y al poco consiguió distinguir las formas de sus perseguidores. Contó tres cabezas, tal como había previsto, pero las sombras tenían algo que no acababa de cuadrarle. Se concentró reteniendo la respiración mientras intentaba establecer qué tenían de extraño.

De haber sido más temerarios, no habrían visto el tronco y se habrían clavado ellos mismos en las ramas, pero sus perseguidores avanzaban al trote y el que abría la marcha —por su constitución musculosa, Dezra supuso que era Thenidor— frenó en seco. Se oyó que los cascos resbalaban sobre el suelo cuando las tres figuras se detuvieron a pocos pasos del tronco. El más gordo miraba a Trephas sin verlo. Estaba justo debajo de Dezra, que en ese momento se dio cuenta de qué era lo que no encajaba. Algo en la manera como sostenía el arco y sujetaba las riendas…

¿Riendas?

Entonces lo supo. No eran Thenidor y sus secuaces, sino hombres a caballo. Tragó saliva al reparar en lo cerca que había estado de saltar encima del gordo y hundirle la daga entre las costillas.

Procedente del suelo, le llegó entonces el crujido de un arco al tensarse.

—¡No! —susurró—. ¡No son ellos! ¡No dispares…!

Sorprendido, el jinete que tenía a sus pies apuntó con el arco hacia arriba y disparó. Dezra se agachó echándose hacia un lado. La flecha pasó lejos pero ella perdió el equilibrio. Dejó caer la daga agitando los brazos pero igualmente perdió pie y fue a caer encima del jinete gordo, que a su vez soltó el arco y cayó de la silla con un estrépito metálico, de armadura. Dezra quedó atravesada sobre la silla, aturdida pero ilesa.

El caballo, ya acobardado en la oscuridad, acabó de espantarse y, dando un agudo relincho, se levantó de manos y la tiró al suelo antes de salir despavorido camino adelante. Viéndolo, el tercer caballo lo siguió, no sin antes tirar a su jinete —el pequeño y nervudo—. El jinete musculoso que encabezaba la marcha era el único que no estaba en el suelo y ahora buscaba nervioso el arma.

—¡Deteneos! —le dijo Trephas asomando por detrás del tronco—. Tenéis una flecha apuntada al corazón.

—¿Caramon? —llamó el jinete fornido con la voz teñida de miedo—. ¿Puedes verla?

Dezra había caído encima del más gordo, que ahora gruñó sacándosela de encima para ponerse en pie.

—Más o menos —contestó.

—¿Padre? ¿Eres tú? —preguntó Dezra escudriñando en la oscuridad.

—¿Qué está pasando aquí? —rezongó el hombre nervudo detrás de ella mientras se frotaba las rodillas.

—Va todo bien, Bor —dijo Caramon—. Los hemos encontrado. O nos han encontrado, o lo que sea.

Extendió la manaza. Dezra se la cogió y se levantó. Echó una ojeada al hombre nervudo —era Borlos, el bardo de la posada— y luego miró al joven musculoso que no había perdido la montura.

—¿Quién es? —preguntó.

—Uwen —contestó Caramon.

Tardó unos instantes en relacionar el nombre con la cara; era el granjero zafio que la había salvado de precipitarse del puente abajo, el que la había mirado con ojos de idiota enamorado. Recordándolo, dejó escapar un gruñido.

—No te preocupes, Dezra —dijo Uwen en tono solemne—. Ya estás a salvo.

Dezra se echó a reír desdeñosa y se volvió hacia Trephas.

—¿No lo has oído? Ya puedes bajar el arco.

Lentamente, el centauro destensó el arco y todos se miraron en silencio hasta que Dezra se aclaró la garganta y, mirando a su padre, preguntó:

—¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?

***

Tardaron un rato en aclararse: todos estaban confundidos y la oscuridad no ayudaba. Uwen recuperó los caballos pero continuaron a pie, llevándolos por las riendas hasta salir del desfiladero de las Sombras. El sol ya se había puesto cuando emprendieron el camino hacia las tierras bajas y las nubes despedían fulgores dorados y rojizos. Trephas abría camino, con el arco en la mano. Lo seguían Borlos y Uwen, ambos vestidos con armaduras sencillas de cuero. El bardo llevaba una maza de cabeza redonda atada al cinturón, y el granjero, una gruesa hacha. Detrás iban Caramon y Dezra.

—No he venido a rescatarte —dijo Caramon.

—Pues él parece creer que sí —replicó Dezra señalando a Uwen con la barbilla.

El muchacho miraba a Trephas con desconfianza. Por mucho que Dezra y el centauro le hubieran explicado que, lejos de haberla raptado, ella lo acompañaba por su propia voluntad, no podía abandonar sus recelos.

—Si no se trata de un rescate absurdo —insistió Dezra—, ¿a qué viene seguirme? Anoche no querías saber nada de mí.

Los labios de Caramon dibujaban una línea dura.

—Tu madre me ha enviado. Quiere que vuelvas a casa. A mí me da lo mismo lo que hagas.

—Bien —replicó Dezra—, porque a no ser que me dejes sin sentido y me lleves inconsciente, pienso seguir adelante.

—Al Bosque Oscuro. —Caramon apretó los dientes—. ¿Por qué?

—Porque no es Solace.

Frunciendo el ceño, Caramon señaló con la cabeza hacia Trephas.

—Y dime… ¿sabes, por lo menos, por qué ése quiere tu ayuda?

Dezra se dio cuenta de que no estaba muy segura. El cuento de que tenían problemas con unos rebeldes ya no se sostenía ahora que sabía que estaban en guerra. Era evidente que en el bosque los problemas eran más graves de lo que Trephas le había dicho.

—Eso no importa —dijo sin dar su brazo a torcer—. Sólo me he comprometido a ir a esa ciudad de Ithax para averiguar qué es lo que quiere el Círculo. Si no me convence, me iré.

—¿De verdad crees que todo será tan fácil? —preguntó Caramon levantando las cejas.

—Me pagan por ir —gruñó ella mordiéndose el labio.

—Oh —repuso malicioso—, estoy seguro de que el dinero será un gran consuelo cuando te maten.

—Vete a casa, padre —contestó mirándolo furiosa— y llévate contigo a Borlos y a ese patán —añadió señalando a Uwen con el pulgar—. No quiero tu ayuda.

Sin darle tiempo a contestar, apretó el paso y se fue hacia adelante. Caramon hizo ademán de seguirla pero enseguida desistió y se quedó observando cómo empujaba a Uwen para colocarse al frente, junto a Trephas. Sacudió la cabeza y murmuró:

—Bien, Dez. Por eso no te preocupes.