Dezra se sentía morir. Al amanecer, cuando había robado su equipo de viaje y se había montado a lomos de Trephas, todavía estaba borracha. Pero desde entonces habían pasado muchas horas y la sobriedad no era muy agradable. El estómago se empeñaba en subírsele a la garganta y la cabeza le quería estallar. Trephas tampoco se estaba mostrando muy considerado. Avanzaba a medio galope por el Camino de Haven, sacudiéndola sin piedad a cada paso.
Finalmente, cuando el sol empezaba a avanzar hacia el oeste, no pudo más.
—Párate —gimió—. Ya.
Trephas se volvió a mirarla, se detuvo y se arrodilló en el camino. Ella se deslizó al suelo y fue trastabillando a apoyarse, jadeando, en una roca cubierta de moho. Trephas sacó pan ácimo y olivas negras de su bolsa y se puso a comer.
—Ya veo —dijo riendo entre dientes—. Había oído decir que los de vuestra especie se ponían muy enfermos por beber demasiado. ¿Resaca… se llama?
La arrogancia que la noche anterior le había parecido seductora ahora le resultaba cargante. Trephas sacó una bota de vino y bebió un largo trago.
—No sabría reconocer la sensación —dijo—, porque nunca me he visto afectado.
Eso no era justo, pensó Dezra frotándose las sienes, que le palpitaban doloridas. Miró a su alrededor entornando los ojos. En primavera, el Camino de Haven solía estar muy transitado pero, siendo el día siguiente de una fiesta, no se veía a ningún viajero. Un poco más adelante, a la izquierda, se alzaba un gran risco con la cumbre hendida de manera que semejaba unas manos enormes unidas en actitud de oración.
—Ahí está el Pico del Orador —dijo—. Un poco más adelante, debe de haber un sendero que nos lleve hasta allí.
—Así es. —Trephas apretó los dientes y piafó—. Pero no lo utilizaremos.
—¿Qué? —replicó Dezra—. El desfiladero del Pico del Orador es la única entrada al Bosque Oscuro de los alrededores. Si no lo utilizamos, tendremos que dar un rodeo de muchos kilómetros.
El centauro entrecerró los ojos mirando la cumbre de la montaña.
—No importa —dijo.
—Vas a tener que explicarme algo más —le advirtió Dezra sacudiendo la cabeza—. No sé cómo es tu gente, pero yo no soy una… potra a la que puedas darle órdenes sin…
—¡Chitón! —murmuró Trephas llevándose un dedo a los labios.
—¿Chitón? —exclamó Dezra—. ¿Todavía hay alguien que diga «chitón»?
—Silencio.
El tono severo que utilizó el centauro la hizo callar. Viéndolo coger el arco que llevaba a la espalda, se llevó la mano a la espada. Trephas sacó una flecha del carcaj y la colocó en el bordón, de manera que repiqueteaba nerviosamente contra la varilla.
Dezra miró a su alrededor buscando el peligro que Trephas había detectado. Por un momento, reinó un silencio rotal, roto únicamente por el tenue gemido del viento y el suave repiqueteo de la flecha. Luego, oyó un levísimo ruido enfrente de ellos: el trápala ahogado de cascos de caballos y el tintineo de las guarniciones.
Trephas movió la cola, inquieto.
—Montad —susurró—. Tenemos que irnos antes de que tiendan la trampa.
Dezra contuvo la respiración, corrió hacia el centauro y se subió al lomo. A punto estuvo de caerse por el otro lado pero se cogió de su cintura a tiempo y se equilibró.
Los reflejos de Trephas eran más rápidos que los de cualquier caballo. Un segundo después de estar parado, ya salía a medio galope y ganaba velocidad. Sorprendida, Dezra temió caerse y se le abrazó con más fuerza. Los talones le rebotaban en los costados, espoleándolo.
—¡Dejad de darme patadas! —le gritó él—. Y aflojad un poco los brazos. No me dejáis respirar si apretáis tanto.
Dezra lo obedeció a regañadientes. Trephas galopaba camino adelante, con las crines al viento, y levantando una nube de polvo a su paso. Dezra consideró la posibilidad de desenvainar la espada pero la desechó de inmediato pues ya era bastante difícil sostenerse sobre el lomo del centauro con las dos manos. No quería ni pensar cómo sería con una.
El camino describía una curva cerrada. Dezra sabía que luego descendía a un barranco, desde el que un sendero llevaba al Pico del Orador. El ruido de cascos que se oía procedía de allí. No sabía quién llegaría antes al cruce.
—Cogeos fuerte —le advirtió Trephas.
Apretó los brazos y las rodillas y Trephas cogió la curva al galope. Luego bajaron por el torrente a una velocidad que anunciaba huesos rotos o algo peor si alguno de los dos se caía. Dezra levantó la cabeza y apartó las crines para mirar hacia adelante. El camino que conducía al Pico del Orador era una pista angosta, cubierta de hierbas y arbustos. Cruzaba las montañas hacia el desfiladero con una anchura apenas suficiente para que pasara un caballo. Así que sus atacantes, en lugar de acercarse en pelotón, avanzaban de uno en uno.
Eran centauros, eso lo vio enseguida, pero había algo extraño en ellos.
A primera vista, parecían de la misma especie que Trephas pero se diferenciaban en algo. Sé movían con una facilidad sobrenatural, al tiempo que sacaban flechas de los aljabes y las colocaban en los arcos. De vez en cuando, se estremecían y sacudían como un humano al que le pica una avispa. Tenían formas extrañas, por otra parte. Uno de ellos era tan delgado que se lo habría podido calificar de esquelético; otros eran masas de correoso músculo, y aun otro era repulsivamente obeso. Algunos tenían zonas sin pelo y otros eran demasiado peludos. Tenían las patas de un largo excesivo o de distintas alturas; brazos cortos y orejas de caballo en lugar de hombre. Ninguno de ellos tenía cola. No se les veía el blanco del ojo y las pupilas eran un vacío inexpresivo, oscuro y carente de sentimientos.
Dezra se estremeció al ver su mirada hueca y fría. «Por Branchala, ¿qué son?», pensó.
Estaban a unos cien pasos del cruce. Uno de sus atacantes, un bayo cuya parte superior parecía corresponder a un ogro más que a un humano, levantó el arco y disparó. La flecha voló hacia arriba y luego descendió hasta clavarse delante de los rápidos cascos de Trephas.
Sesenta pasos.
—Thenidor —dijo Trephas como si escupiera el nombre mientras el bayo preparaba otra flecha—. Debería haberlo sabido.
Sin dejar de correr, levantó el arco y tensó la cuerda. Los otros centauros hicieron lo propio y toda una hilera de flechas brilló al sol. Dezra apretó los dientes.
Cuarenta pasos. El bordón del arco de Trephas vibró en el aire. A la izquierda del bayo, un centauro jorobado de pelaje gris cayó con el pecho herido. Las patas le fallaron y se derrumbó.
Eso los salvó.
El centauro moribundo dio una patada al bayo, Thenidor, que trastabilló hacia un lado. Consiguió disparar pero la flecha salió sin rumbo. Detrás de él, un nervudo centauro negro bajó el arma para apartarse de un salto. Al final de la fila, un centauro castaño de carnes laxas con un rostro que tenía tanto de caballo como de hombre consiguió disparar. Dezra se agachó viendo que la flecha venía directamente hacia ellos. Trephas hizo una finta y la flecha les pasó zumbando.
Veinte pasos.
Dezra se asomó por encima del hombro de Trephas. Delante, los centauros deformes se movían desconcertados. Thenidor dejó caer el arco y sacó una alabarda de los arreos de guerra.
Diez.
Dezra se escondió detrás de Trephas, cerró los ojos y se agarró con fuerza.
Se oían gritos por todas partes, y el ruido de los cascos resonaba a su alrededor. Trephas golpeó algo duro, miró hacia otra parte y siguió corriendo. Un silbido grave atravesó el aire —la alabarda de Thenidor— y luego el tumulto quedó a sus espaldas: el choque de las herraduras contra la roca, maldiciones masculladas y los crujidos de los arcos.
Dezra abrió los ojos y miró a su alrededor. Trephas tenía un corte sangrante en el flanco pero no aminoraba el desesperado galope. Delante de ellos, el camino estaba libre. Giró la cabeza y observó el estado de confusión en que habían quedado sus atacantes. El centauro gris yacía inmóvil. Incómodos, el resto de centauros daban vueltas en torno a él. Thenidor había recogido la alabarda pero el negro nervudo y el castaño rollizo levantaron sendos arcos y dispararon. Una de las flechas cayó a la derecha de Trephas y se rompió contra las rocas; la otra le arañó la punta de la cola antes de hundirse en el suelo.
—¡Conseguido! —exclamó Dezra, entusiasmada, dándole golpes en la espalda.
Trephas hizo caso omiso de sus comentarios y siguió avanzando a la misma velocidad. Dezra no tardó en comprender sus motivos al ver ponerse en movimiento a los centauros deformes. Le dio tiempo a contar a sus perseguidores —seis, si no se equivocaba— antes de que Trephas tomara la siguiente curva del camino.
—¡Vaya con el Pico del Orador! —dijo Dezra viendo alejarse la montaña—. ¿Qué… criaturas del Abismo eran ésas?
Trephas no contestó. Bajó la cabeza y siguió galopando por el serpenteante Camino de Haven hacia el corazón de los Picos del Centinela. La trápala de sus perseguidores los seguía sin perder el paso.
—¡Ei! —gritó Dezra—. ¿Es que no me oy…?
—Puedo correr —gruñó Trephas— o hablar, pero no tengo resuello para las dos cosas a la vez. —Dicho esto jadeó como si quisiera ilustrar sus razones.
—Está bien —repuso Dezra en tono hosco—, pero no es necesario que seas tan susceptible.
Trephas gruñó y siguió galopando con las crines y la cola al viento. Dezra se cogió con fuerza, totalmente olvidada de su resaca.
Galoparon si parar durante lo que parecieron horas. Cuando finalmente aminoraron el paso, Dezra estaba extenuada. El incómodo paso del centauro le había dejado doloridos todos los huesos del cuerpo. Bañado en sudor, Trephas se puso al trote y miró hacia atrás.
Desde que dejaron atrás el Pico del Orador sólo habían entrevisto dos veces a sus perseguidores, apenas unos segundos. Los centauros deformes habían hecho algunos disparos más, que Trephas había esquivado con destreza. Ahora, sin embargo, ya no los seguía nadie.
—¿Se han ido?:-preguntó Dezra.
Trephas aguzó el oído, avanzó el labio inferior y finalmente asintió.
—Eso creo. Ya nos han alejado del bosque, que era su propósito, aunque estoy seguro de que Thenidor está descontento por no habernos matado. Ahora —añadió deteniéndose—, necesito descansar. Bájate.
Dezra descendió de un salto y se sentó en un tocón que había junto al camino. Hizo una mueca de dolor al tocarse las piernas, que se le acalambraban, bebió un trago del fiasco de aguardiente enano que se había agenciado, y miró a su alrededor intentando situarse.
Habían recorrido un buen tramo. Los vallenwoods del valle de Solace habían sido sustituidos por pinos y piceas. Casi habían llegado a la barranca del Centinela, donde el Camino de Haven giraba hacia el sur, hacia el desfiladero de las Sombras y las tierras bajas que se extendían un poco más allá El sol estaba a punto de esconderse tras las cumbres que tenían enfrente.
—Entonces —dijo Dezra mirando hacia atrás, el camino seguía desierto—, ahora que ya hemos dejado atrás a tus amigos, ¿te importaría decirme de qué iba todo eso?
Ante el silencio de Trephas, Dezra lo miró irritada. El centauro se había dormido de pie, tal como hacen los caballos. Tenía la cabeza gacha y la barba se le confundía con el vello del pecho. Las ijadas, oscurecidas por el sudor, se movían rítmicamente con la respiración profunda.
—Oh, no; ni hablar —murmuró Dezra.
Le lanzó un guijarro que le dio en el hombro. Abrió los ojos sobresaltado mientras buscaba el arco.
—¿Qué…?
—Respuestas —dijo Dezra—. Has dicho que hablaríamos cuando dejaras de correr.
Trephas dejó el arma, frunció el ceño y se frotó los hombros doloridos.
—¿Qué deseáis saber?
—Bueno, para empezar, ¿por qué un puñado de tu gente ha intentado cosernos a golpe de flechas?
—No son mi gente. —Trephas sacudió la cabeza—. Hace ya mucho tiempo que renunciaron a cualquier parentesco conmigo.
—Ya veo. —Dezra miró sin emoción al centauro—. ¿Quién es Thenidor?
—El brazo derecho de lord Chrethon —repuso Trephas—, aunque en otro tiempo fue leal a lord Menelachos, antes de «cruzar» y volverse contra el Círculo.
—Ya. Así que es uno de esos renegados de los que me has hablado —dijo Dezra—. ¿Quiénes son los otros? ¿Chrethon y Menelachos?
Trephas la miró y sacudió la cabeza, sorprendido por su ignorancia.
—El Círculo de los Cuatro gobierna a los centauros del Bosque Oscuro, por lo menos a aquellos que no se han entregado a la oscuridad. Lord Menelachos es el Jefe Supremo; mi padre, Nemeredes el Viejo, también pertenece al Círculo, como perteneció lord Chrethon, hasta que éste rompió su juramento y renegó del Círculo. Lo expulsaron y… ¡más hubiera valido que le cortaran el cuello en lugar de la cola! Pero lo dejaron vivir y juró vengarse. Eso ocurrió hace una década. Hemos estado en guerra desde entonces.
Dezra contuvo el aliento.
—¿Guerra? —repitió furiosa—. ¡Había oído decir que se trataba de un puñado de rebeldes!
Trephas desvió la mirada dejando volar las crines al viento.
—Tenía previsto contaros la verdad antes de entrar en el Bosque —dijo—. No esperaba que nos tropezáramos con Thenidor. Había pensado dar un rodeo por el desfiladero de las Sombras y entrar por el oeste; esa zona del Bosque Oscuro todavía no está en manos de los skorenoi.
—¿Skorenoi?
—Los caídos —le explicó Trephas—. Los que se han puesto al servicio de lord Chrethon.
—Ah, como Thenidor —dijo Dezra.
—Eso es —repuso Trephas escupiendo en el suelo—. No imaginaba que tuvieran la osadía de salimos al paso en el camino general.
Dezra estudió el hermoso rostro rubicundo de Trephas mientras éste seguía con la mirada perdida en la distancia. Luego se puso las manos en las rodillas y se levantó.
—¿Y ahora qué?
—Os corresponde decidir —dijo Trephas—, ya que os he mentido. Si no deseáis ir al Bosque Oscuro, lo entenderé. Os llevaré a Haven y buscaré a algún otro para que me ayude.
—No hará falta —dijo Dezra—, pero mi precio por acudir a una guerra es más alto que el que acordamos: otras cien monedas de acero.
Trephas lo pensó acariciándose la barba y luego asintió:
—Muy bien.
—Bien —dijo Dezra sonriendo—. Y ahora tendríamos que volver a ponernos en camino. El sol no tardará en ponerse y todavía nos queda…
Se interrumpió y un escalofrío le recorrió la espalda. Había oído algo, algo que no era el viento ni un lejano desprendimiento de rocas. Ahora volvía a oírse, reverberando entre las peñas; era un ruido de cascos de caballo. Aún estaban lejos pero les seguían la pista y se acercaban.
—¡Guijarros cortantes y herraduras sueltas! —maldijo Trephas.
Murmurando un reniego de su propia cosecha, Dezra escrutó el camino. Los vislumbró a lo lejos: eran tres. Uno, pequeño y nervudo; el otro, gordo, y el tercero, marcadamente musculoso.
Trephas ya había colocado una flecha en el arco, que sostenía tenso.
—Será mejor que os subáis a mi lomo de nuevo —dijo—. Al parecer, nuestra huida no ha terminado.