Por suerte, Caramon vio venir la jarra. Se agachó cuando se acercaba volando por los aires y la jarra se estrelló contra la pared que tenía detrás. Los fragmentos se esparcieron entre sus pies.
—¡Se ha ido! —gritó Tika—. ¡Se la ha llevado, maldita sea!
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Caramon levantando las manos para defenderse de las posibles jarras voladoras.
—Cuéntaselo —dijo Tika volviéndose a mirar a sus espaldas.
Detrás de ella, Caramon vio al granjero con el que se había enfrentado en la feria.
—¿Uwen?
—Es… es culpa mía —tartamudeó el muchacho con los ojos muy abiertos. Estaba pálido—. Quería detenerla…
—Espera un poco —dijo Caramon—. Más despacio, chico. ¿Qué ha ocurrido?
Uwen se lo contó, aterrado como estaba. Había visto a Dezra al amanecer y la había seguido mientras se hacía con material de viaje de los puestos de más de media docena de comerciantes. Luego, ella y el centauro habían salido al trote, alejándose de Solace. Caramon agachó la cabeza sintiendo un vacío en el estómago.
—¡Es culpa tuya! —gritó Tika lanzándole otra jarra. Caramon gruñó al verla pasar junto a su hombro—. ¡Maldita sea, Caramon! ¿Cómo has podido?
—Tú habrías hecho lo mismo.
—Exactamente —dijo, y las lágrimas le corrían por las mejillas—. Por eso te había pedido que te ocuparas tú de ella, porque no me fiaba de mis nervios. —Señaló los trozos de jarra esparcidos por el suelo—. Pensaba que tú serías más condescendiente. Tú siempre has sido el razonable ¿no? Pues no me parece muy razonable echarla de casa.
Caramon suspiró. Se acercó a ella, le, cogió las manos y la miró a los ojos.
—A lo mejor ya era hora de que se valiera por sí misma. Los chicos se fueron de casa a su edad.
—Y mira dónde han acabado —repuso ella con los ojos brillantes.
Caramon se encogió ante el recuerdo de Tanin y Sturm, cuyas tumbas rebosaban de helechos y mirtos.
—Palin también era muy joven la primera vez que se fue de casa —murmuró—. Si se hubiera quedado aquí, no habría conocido a Usha y no tendríamos nietos.
Había algo más detrás de sus palabras. Si Palin hubiera permanecido en casa de sus padres, Krynn podría no existir. Su magia había contribuido a evitar que el dios loco Caos destruyera el mundo. Tika sacudió la cabeza; no estaba dispuesta a dejarse convencer.
—No estamos hablando de Palin. Estamos hablando de nuestra hija pequeña.
—Por los dioses, Tika —dijo Caramon abriendo los brazos—, ¿qué quieres que haga?
—¡Ir a buscarla, mastuerzo! Obligar a ese centauro a devolverla.
Uwen dio un paso adelante.
—Creo que la ha raptado —dijo—. Igual que en las leyendas.
—No sé qué pensar —dijo Caramon rascándose la cabeza—. Has dicho que llevaba una espada…
—Raptada o no, va camino del Bosque Oscuro —intervino Tika—. No sabe dónde se está metiendo.
Caramon pensó que eso no era cierto pero no dijo nada. Bajó la cabeza y se señaló a sí mismo.
—Mírame, Tika —dijo—. Incluso lord Gunthar dejó de salir a la aventura cuando tenía mi edad… y él era un Caballero de Solamnia.
—Gunthar habría ido si se tratara de su hija.
«Sí —pensó Caramon—, imagino que sí, maldita sea».
—Y conozco a otro hombre que no era mucho más joven que tú ahora cuando salió a cumplir una misión —insistió Tika—, una misión mucho más peligrosa que seguir a una hija que se ha escapado al Bosque Oscuro…
—No… —dijo Caramon cerrando los ojos.
—Riverwind.
Caramon resopló largamente. Riverwind de Que-shu tenía sesenta y cinco años cuando partió hacia el este a defender Kendermore, pero no había sido la primera persona a la que acudieron los kenders. Antes se lo habían pedido a Caramon. Él no quiso escucharlos y Riverwind había ido en su lugar. Y Riverwind había muerto. De todas las cargas que Caramon había soportado en su vida, ésa era la más pesada. Cogió la mano de Tika y se la apretó.
—Lo mejor será que vaya a buscar mi armadura, ¿no?
***
Caramon Majere se había criado con su hermanastra Kitiara, la mujer más dura que había conocido. Había vivido entre mercenarios, marinos y gladiadores. Había conducido un ejército de bandidos y enanos y había llevado una posada durante cuarenta años. Todo eso junto hacía que pocos en Krynn pudieran hacerle la competencia en cuestión de reniegos.
Las expresiones que salían de su dormitorio mientras se probaba la armadura habrían hecho que una tropa de ogros corriera a buscar refugio.
No se había vuelto a poner la armadura desde el verano del Caos. La había cogido de vez en cuando para sacarle brillo, así que cuando la dejó encima de la cama refulgía —superficies pulidas, mallas rutilantes, correas flexibles y hebillas resplandecientes—, pero no se la había puesto en diez años.
Caramon se dio cuenta de que tendría problemas en cuanto se probó la cota de malla. De joven, le iba holgada, pero ahora apenas podía cubrirse la barriga. La forzó y el metal le pellizcó la piel. Cuando se la quitó vio que le había dejado un bonito estampado rojizo.
Ahí empezaron los reniegos.
Intentó atarse las grebas de metal a las espinillas pero las correas no le llegaban. Lo mismo le ocurrió con los avambrazos. Cuando intentó ponerse los quijotes de cuero con el mismo éxito, empezó a lanzar cosas por los aires. Rompió el aguamanil con un guantelete y abrió una grieta en la pared con una hombrera. Gruñó y resopló, se estiró y aguantó el dolor, pero finalmente tuvo que reconocer que sólo había dos piezas de la armadura que todavía le servían. Una era la pancera, una pieza de arte solámnico que adquirió durante la Guerra de Dwarfgate. La otra era la pieza que más tiempo llevaba con él, desde su juventud: un casco de bronce batido con una cresta en forma de dragón alado. Se lo puso, recogió el resto de la armadura y la volvió a guardar. Se quedó con las grebas y los avambrazos; iría a visitar al herrero para que le pusiera unas correas más largas. Soltó unos cuantos reniegos más para desquitarse y siguió buscando el resto del equipo.
El escudo ovalado tenía varias abolladuras y también necesitaba correas nuevas. Lo lanzó a la cama. Encontró una lanza vieja, un arco sin cuerda y un carcaj de flechas medio vacío. Añadió una visita a Tavis, el flechero, a la lista de recados. Luego se fue hacia la repisa de la chimenea y descolgó su espada de la pared. Era un arma formidable, con una hoja bien templada y de filo finísimo. La mayoría de los hombres habrían necesitado las dos manos para manejarla pero Caramon podía blandiría fácilmente con una sola. La desenvainó e hizo algunos pases de prueba. Por lo menos, los años de llevar jarras de cervezas arriba y abajo lo habían mantenido en forma.
Luego se miró en el espejo de plata de la pared y la sonrisa se le agrió. Ya no era el guerrero joven y musculoso que en otro tiempo blandía esa espada. Era un viejo gordo y eso no había quien lo cambiara, por mucho que metiera la barriga.
«Por los pelos de Babbakuk —pensó—. Mírate. Si consigues salir de la ciudad sin desplomarte, será un maldito milagro».
Con una risa triste, cogió sus bártulos, dio una patada a la puerta y empezó a bajar la escalera.
***
Tika había dispuesto varios morrales y un par de pellejos sobre el mostrador. Caramon dejó sus cosas en una mesa y fue a examinarlos.
—Es comida para el viaje —dijo Tika—. Galleta, cerdo en salazón y unas cuantas ciruelas pasas.
—Ya —dijo Caramon con amargura—. ¿No me has puesto demasiado? No creo que esté fuera más que unos días. —Destapó un pellejo, olfateó el contenido y miró a Tika alarmado—. ¡Es cerveza! Ya sabes que no puedo beber.
—No es para ti —dijo Tika asintiendo.
Caramon entrecerró los ojos y luego sacudió la cabeza haciendo brillar el casco.
—No —le dijo a Tika—. Tú te quedas aquí.
—Tampoco es para ella, señor —dijo Uwen adelantándose—. Me he ofrecido a acompañaros.
—¿Cómo? —Caramon miró con acritud al chico y Uwen bajó la mirada, mientras las mejillas se le encendían—. No se trata de asustar a unos cuantos goblins que te hayan estado robando ganado, chico. La mayoría de los que se internan en el Bosque Oscuro no vuelven jamás.
—Cariño —dijo Tika—. ¿Puedo hablar contigo?
Se lo llevó a la cocina. Atrás quedó Uwen, sonrojado y en silencio.
—Está empeñado en ir —dijo cuando llegaron donde no pudiera oírlos—. He intentado convencerlo de que se quede pero no escucha. Me parece que se ha prendado de Dez.
—Por Reorx bendito —soltó Caramon—. ¿Sabe ella que existe por lo menos?
—Bueno, ayer la salvó de caer al vacío.
Caramon dejó escapar un gruñido escéptico.
—Si le dices que no, te seguirá igualmente —dijo Tika.
Caramon estudió a Uwen. Lo más seguro era que Solace fuera el lugar más alejado de la granja familiar que hubiera pisado nunca. ¿No lo esperaban allí, ahora que la feria se había acabado? Más le valía regresar, en lugar de tontear detrás de Dezra. Sólo conseguiría que lo mataran.
De todas maneras, no parecía que nada de eso le importara. Tika tenía razón; aunque se fuera sin el chico, no tardaría en descubrir que lo iba siguiendo. Si había de ser así, era preferible empezar el viaje como amigos.
—Está bien —dijo levantando la voz—. Que venga.
El rostro del muchacho se iluminó como una linterna. Caramon hizo una mueca y Tika reprimió una sonrisa.
—Vale, entonces —dijo finalmente Caramon recogiendo otra vez sus armas—. Ya es hora de irnos. Coge la comida, Uwen, y…
La puerta se abrió de par en par. Caramon y Tika se volvieron con la vana esperanza de ver a Dezra en el quicio, pero quedaron decepcionados.
—¡Ei, grandullón! —saludó Borlos con una sonrisa.
Entró decidido en la posada con el laúd colgado del hombro. Clemen y Osler entraron con él y se fueron directos a la mesa que había junto a la cocina. Clemen empezó a barajar en cuanto se sentó. Pero Borlos se paró a mitad de camino y se quedó mirando los paquetes del mostrador.
—¿Vas a algún sitio, grandullón? —preguntó—. Parece que te hayas preparado para un viaje.
—Vamos al Bosque Oscuro —le informó Uwen—. Un centauro ha raptado a Dezra y vamos a rescatarla.
—¿De verdad? —preguntó Borlos. Las comisuras de la boca se le doblaron hacia arriba.
—Oh, no —murmuró Caramon—. No sonrías.
La sonrisa del bardo se hizo aun más amplia.
—Una pequeña aventura, ¿eh? —preguntó—. El rescate de la dama. Conozco una o dos canciones que hablan del tema. —Y rasgueó el laúd.
—¡Bor! —lo llamó Clemen al tiempo que cortaba el mazo—. Vamos a empezar la partida de Enano Ciego. Coge una silla.
—Hoy no, gracias —dijo Borlos—. Se están tramando grandes cosas. No me quiero perder una aventura. Ya jugaré cuando vuelva.
—Vuel… —empezó a decir Caramon pero cerró la boca con expresión huraña. Con Borlos pasaba lo mismo que con Uwen, lo seguiría y nada de lo que pudiera decir Caramon lo haría desistir.
El bardo, sin embargo, constituía un problema. El granjero por lo menos era joven y fuerte, mientras que Borlos era delgado y de escasa estatura, aparte de que a sus aproximadamente cuarenta años ya no estaba en la flor de la juventud. De todos modos, había luchado contra los Caballeros de Takhisis y las hordas del Caos hacía diez años, y sin duda sería un ameno compañero de viaje.
—Está bien —dijo Caramon al fin—. Tú también puedes venir.
—Perfecto —repuso Borlos quitándose la gorra—. Quizás incluso se pueda componer una balada a propósito de esta aventura, ¿eh?
«Si por mí fuera…», pensó Caramon, irónico.
—Cariño —llamó—. Creo que será mejor…
Pero Tika ya se le había adelantado y estaba en la despensa empaquetando más víveres. Caramon se encogió de hombros, cogió un pellejo vacío y fue a llenarlo de su cerveza de primavera.
***
Cogieron caballos de los establos, rápidos corceles que Caramon cuidaba para vender a los viajeros que necesitaban monturas de refresco. Uwen se montó a horcajadas con facilidad, haciendo crujir la silla, pero no pasó lo mismo con Borlos. Estuvo dando saltitos con un pie en el estribo mientras el caballo movía las orejas irritado hasta que, al final, lo ayudaron a subir. Caramon miró a sus compañeros de viaje y reprimió un suspiro.
—Los dos necesitáis una armadura —dijo cogiendo las riendas de su caballo—, aunque sea de piel curtida. Y no creo que ninguno de los dos lleve armas, ¿verdad?
Uwen negó con la cabeza.
—Yo tengo esto —dijo Borlos y se sacó un estilete del cinturón. La estrecha hoja brilló al sol.
—Con eso no haces nada —dijo Caramon—. Buscaremos algo sencillo de usar, un hacha o una maza. ¿Alguno de los dos puede pagársela?
—Yo tengo algo de plata —declaró Uwen.
Caramon se volvió hacia Borlos.
—Lo siento, grandullón —confesó el bardo—. Ahora mismo les debo unas cuantas monedas de acero a Clem y Osler. Tendré que quedártelo a deber.
—Ya —dijo Caramon sin asomo de sorpresa. Volvió a mirarlos y echó a andar hacia la herrería. Iba a ser toda una aventura, sin duda.