6

Al cabo de un rato, Dezra aminoró el paso. Por mucho que brillara la luna, cada vez se veía menos. A la derecha se veía el resplandor de una hoguera, y se oía música y risas: la fiesta, sin duda. A la luz rojiza del fuego, vio que las ramas de los vallenwoods tenían musgo. Se encaminó hacia el sur, hacia los barrios de mala fama.

Sonrió. Durante toda la adolescencia, había tenido por costumbre refugiarse allí cada vez que ella y sus padres tenían una bronca. ¿Por qué no hacer lo mismo aquella noche? Se llevó la mano al mango de la daga y siguió andando. No era recomendable que una joven anduviera por allí sin armas, por muy segura de sí misma que estuviera.

El camino iba a dar a un descampado lleno de malas hierbas, rodeado de edificios que amenazaban ruina. La mayoría estaban a oscuras, con las puertas cerradas, pero enfrente de ella quedaba un local abierto, iluminado con quinqués. Sobre la puerta, un escudo muy oxidado crujía al viento.

Desde tiempos inmemoriales, en la posada El Último Hogar no se hacían tratos con gentes realmente indeseables. Antes del Verano del Caos, los picaros y rufianes a los que rechazaban se reunían en una ruinosa taberna llamada El Abrevadero. Los Caballeros de Takhisis incendiaron el lugar durante la Guerra del Caos pero poco después de que abandonaran la ciudad, El Escudo Oxidado había ocupado su puesto.

Diez años más tarde, el local se había instalado en una cómoda decrepitud. El techo de trozos irregulares de pizarra se combaba y la pintura se despegaba de las paredes. No tenía ventanas ni un letrero convencional que anunciara el negocio. Una mezcla de hedores —a humo, a cerveza pasada y otros peores— flotaba en torno a la casa. Dezra sonrió al acercarse. Escupió en una hilera de arbustos que había junto a la puerta y entró.

—Pero si tenemos aquí a la Majere voladora —la saludó el tabernero haciéndole un alegre guiño con el ojo sano.

—Déjalo estar, Brandel —lo cortó. Se acercó al mostrador y dejó caer unas monedas de cobre—. Ponme una jarra.

Sin dejar de sonreír, Brandel se apoderó de las monedas y se volvió hacia el barril que tenía detrás.

—Me sorprende verte por aquí —dijo mientras servía la cerveza—. Pensaba que tus padres no te dejarían asomar la nariz fuera de casa después de lo de hoy.

—¿Podemos dejar estar lo de hoy? —replicó Dezra—. Estoy harta de oír hablar de lo mismo.

—Como quieras. —Y le puso la jarra delante.

Dezra bebió en silencio. La cerveza estaba rancia pero la apuró y pidió otra. Mientras Brandel le llenaba la jarra, se volvió a mirar la sala.

La taberna estaba casi vacía. Aparte de Brandel, esa noche sólo trabajaba Edelle, la camarera. Hacía ya tiempo que la juventud había dejado a Edelle pero eso no le impedía flirtear con clientes a los que doblaba en edad. En ese momento susurraba al oído de Dedos, un ratero que años atrás había perdido la mitad de la mano en un robo con tirón fallido. Un par de borrachos locales roncaban en las sombras. Y sentado junto a la puerta, había un hombre grande, con la barba rubia, y un hacha de guerra atada a la espalda: un mercenario. Estaba harta de ver gente de su calaña en El Escudo y no le extrañó la sonrisa babosa que le deformó la cara mientras la miraba de arriba abajo. Con una sonrisa desdeñosa, se volvió de nuevo hacia el mostrador.

Al cabo de un momento, oyó una silla que se arrastraba y el tintineo de una cota de malla. A su lado apareció una forma que le tapaba la luz del quinqué. No le dijo nada; se limitó a mirarla, respirando fuerte, apoyado en el mostrador.

—¿Buscas algo? —le espetó Dezra desafiándolo con la mirada.

—Hola —contestó él con una sonrisa de borracho—. Soy Storvald. Storvald de… —reprimió un eructo— de Wayend. ¿Y tú cómo te llamas, preciosa?

«Necio», pensó Dezra para sus adentros mientras hacía como si no existiera.

El mercenario acercó la mano hasta tocarle la suya. Tenía los dedos callosos y agrietados.

—¿Te he visto en algún sitio? ¿En la feria, quizá?

De detrás del mostrador, les llegó una risa sofocada. Dezra miró a Brandel con cara de malas pulgas y éste se escabulló hacia el almacén que había en la trasera de la taberna.

—Lo dudo —contestó al mercenario.

—Bueno, no importa —declaró Storvald—. Ahora ya nos conocemos, ¿no?

De pronto, apretó los dedos en torno a la muñeca de Dezra, adelantó la cara y la besó en los labios. Tanto la barba como el aliento apestaban. Dezra se echó hacia atrás, rechazando el beso.

—Vete.

Storvald hizo una mueca que pretendía ser sonrisa y le apretó la muñeca hasta hacerle daño.

—Vamos, encanto, sé amable. Buscaremos un sitio tranquilo, un pajar…

Brandel volvió a la sala y al ver la cara roja de Dezra, apretó los labios.

—¿Va todo bien, Dezra? —preguntó. Levantó el garrote de madera nudosa que llevaba en la mano—. Tú, no me hagas usar esto.

Para estar tan borracho, Storvald se movió sorprendentemente rápido. Echó un brazo hacia atrás, cogió el mango de su enorme hacha y la hizo girar en el aire hasta clavarla en el mostrador. La hoja se hundió un par de centímetros en la madera.

—Esto no es asunto tuyo —gruñó.

Brandel se quedó paralizado y el garrote se le deslizó entre los dedos hasta caer al suelo.

—Eso está mejor —dijo Storvald—. Ahora, la chica y yo nos vamos a buscar un pajar bien tranquilo y cómodo. —Dio un tirón al brazo de Dezra y añadió—: Y nadie va a impedirlo, ¿verdad?

—Mentira —dijo Dezra y saltó sobre su tobillo.

Cogido por sorpresa, Storvald aulló de dolor. Soltó a Dezra y se cogió al mostrador con las dos manos. Dezra le sacudió un puñetazo en la mandíbula. Llevaba un anillo con una gema verde tallada en pico que le abrió la mejilla, haciendo que le corriera la sangre por la cara.

Furioso, Storvald sacudió la cabeza y se lanzó contra Dezra, que se hizo a un lado. Se topó con el mostrador y apoyó la mano plana sobre la madera. Dezra sacó la daga y se la atravesó, clavándola al mostrador. Manó más sangre y Storvald volvió a aullar. Hizo varios intentos torpes por atraparla, pero ella se agachó, dio media vuelta y cogiéndole la pierna sana con el pie, estiró y lo hizo caer, momento que aprovechó para darle un rodillazo en la frente. Quedó inconsciente, colgado del mostrador, donde seguía clavada su mano.

Dezra se levantó y recuperó la daga. Storvald cayó hecho un saco.

El Escudo Oxidado estaba en silencio. Dezra arrancó el hacha del mostrador y se la entregó a Brandel.

—Tuya —dijo señalando el garrote caído en el suelo—. Gracias por intentar ayudarme pero la próxima vez mantente al margen.

Apuró la cerveza que le quedaba en la jarra, se agachó sobre el mercenario inconsciente y le cogió los brazos.

—Échame una mano, Edelle —dijo.

Sonriendo, la camarera se acercó con rapidez y le cogió las piernas. Entre las dos lo llevaron fuera y lo dejaron caer entre los arbustos espinosos.

—¿Y si se despierta? —dijo Edelle.

—No —contestó Dezra y le asestó una buena patada en la cabeza—. Con esto no se despertará hasta mañana.

Volvieron dentro. Ahora que la sorpresa había pasado, los clientes seguían cada uno con sus asuntos. No era la primera vez que en El Escudo Oxidado alguien perdía el sentido en una pelea. Brandel le sirvió otra cerveza a Dezra.

—Estaba buscando a un gorila para la puerta —dijo.

—Pues tendrás que seguir buscando —se rió Dezra y bebió un buen trago—. Yo me largo de esta ciudad infestada de piojos.

—Ya. Todas las semanas dices lo mismo.

—Esta vez va en serio —contestó encogiéndose de hombros mientras pasaba el dedo por el borde de la jarra—. Mañana por la mañana ya estaré fuera.

—¿Por algún azar no estaréis buscando compañía? —preguntó una voz desde el quicio de la puerta.

Dezra suspiró.

—Otra vez no —murmuró dando otro sorbo—. ¿Es que una mujer no puede tomar una copa sin que todos los imbéciles de la ciudad crean que…? Brandel, ¿qué pasa?

El tabernero no había dicho una palabra; simplemente miraba la puerta, boquiabierto. Intrigada, Dezra echó una ojeada rápida por encima del hombro y, confusa, volvió a mirar sin prisas.

Era el centauro, el mismo con el que su padre estaba echando un pulso cuando Ganlamar la había pillado robándole la amatista. Estaba agachado, en una posición incómoda, sin acabar de entrar. A un lado, le colgaban un carcaj de flechas y un arco enorme. Atada a los arreos de guerra, llevaba una lanza de hoja larga.

—Perdona, amigo —dijo Brandel—. No se admiten caballos.

Los ojos del centauro brillaron de ira.

—¡No soy un caballo! —declaró jactancioso al tiempo que levantaba la barbilla—. ¡Soy Trephas, hijo de Nemeredes!

—Hijo de un penco viejo —murmuró Brandel.

—Calma —dijo Dezra.

—No —replicó el tabernero levantando la voz para que lo oyera Trephas—. No lo quiero aquí, apestándome la sala.

El rostro de Trephas se oscureció. Levantó la cabeza y olfateó despreciativo y dijo:

—Difícilmente podría oler peor en este antro.

—Déjalo entrar, Brandel —murmuró Dezra—. Todos sabemos lo mucho que beben los de su raza. Vas a dejar escapar un montón de dinero.

Brandel lo pensó mejor.

—Tienes razón —concedió—, pero si se caga en el suelo, lo limpiarás tú. —Puso una media sonrisa e hizo un gesto al centauro—. Entra, pues, como te llames.

Con cierta dificultad, Trephas atravesó la puerta. Miró a su alrededor y se acercó al mostrador. Las herraduras sonaban con fuerza contra las tablas del suelo. Edelle corrió al lado de Dezra con una bandeja de jarras vacías en la mano.

—Tendrías que verlo por detrás —susurró sonriendo—. Ahora ya sé de dónde viene el dicho.

Brandel y Dezra se rieron entre dientes, lo que les valió otra mirada encolerizada del centauro.

—¿Qué tomarás? —preguntó el tabernero, rehaciéndose—. ¿Un vaso de vino?

Trephas lo miró como si fuera algo que acabara de despegarse de la pezuña.

—¿Un vaso? —preguntó desdeñoso—. Me haría el mismo efecto si me llenaras un dedal. ¡Traedme un cántaro!

A Brandel se le subió la mosca a la nariz pero Dezra lo reconvino con la mirada y se controló.

—Está bien —dijo.

—Y será mejor que no esté aguado. —Trephas agitó las crines, soltó la lanza de los arreos y la apoyó en el mostrador.

—Por supuesto que no —contestó Brandel con voz tensa, y desapareció en la trasera. Al volver, llevaba un aguamanil lleno de vino tinto hasta el borde. Trephas fue a cogerlo y Brandel se echó atrás—. Creo que te olvidas de algo.

—¿De qué? —preguntó Trephas sin pensar y luego soltó una risa altiva—. Oh, claro. Me olvidaba… Los humanos pagan por la bebida. —Se llevó la mano a la bolsa que colgaba de los arreos y lo interpeló—: ¿Habrá suficiente con cinco monedas de plata?

Brandel había pensado pedir sólo dos monedas pero se tragó sus palabras sin pensarlo dos veces.

—Eh, sí, está bien —dijo—. Cinco.

Esperó a que el centauro contara las monedas —monedas viejas, acuñadas antes del primer Cataclismo— y luego le dio el vino.

El aguamanil era pesado pero Trephas lo sostuvo con la facilidad con que un humano habría cogido una botella. Entonces dejó caer al suelo una buena cantidad, lo que cabría en una copa.

—¡Ei! —protestó Brandel—. ¡Mi suelo!

Trephas lo hizo callar con un gesto.

—Ha sido una libación sagrada —dijo el centauro—. Para Chislev la Bestia. Los dioses deben recibir su parte, a pesar de haberse ido.

Brandel miró por encima del mostrador la mancha oscura junto a las pezuñas del centauro y luego se fijó en la bolsa repleta de monedas de Trephas.

—Claro —dijo—. Lo que tú digas.

Trephas resopló haciendo vibrar los labios cerrados en un gesto característicamente equino, se llevó el aguamanil a la boca y lo apuró de un solo trago. El vino que se le desbordaba por las comisuras de la boca formó dos regueros gemelos que le recorrían las peludas mejillas pero la mayoría fue a parar directamente a su garganta. La taberna entera lo observaba. Dejó el aguamanil vacío en el mostrador dando un golpe y se secó la boca con el dorso de la mano.

—¡Ah! —exclamó con placer—. No mata pero me conformo. Traedme otro.

Brandel estaba demasiado sorprendido para replicar. Cogió el aguamanil vacío y desapareció en la trasera. Trephas se volvió hacia Dezra con las gruesas cejas levantadas.

—Si no me equivoco, cuando he entrado decíais que planeabais dejar la ciudad.

Dezra parpadeó.

—Bueno —contestó—, planear es mucho decir pero… sí, me voy.

El centauro asintió con la cabeza. Brandel trajo el aguamanil lleno y Trephas le entregó otro puñado de monedas de plata, dejó caer otra libación y bebió. Esta vez no se lo acabó de un trago pero igualmente lo vació a una velocidad sorprendente.

—Venid conmigo, entonces —dijo—. Tengo ocupación para vos.

—¿Ocupación para mí? —repitió Dezra—. Bonita manera de decirlo. De todas maneras, según tengo entendido, los de tu raza prefieren tomar a las mujeres jóvenes sin pedirles permiso.

Trephas hizo una mueca y dejó escapar una carcajada estrepitosa.

—¡Oh, ya! —exclamó—. Es culpa de esas historias que propaga vuestra gente, todas esas tonterías de que mis congéneres raptan y violan a las doncellas. No, no es ésa mi intención. Quiero que me acompañéis al Bosque Oscuro. Necesito vuestra ayuda.

Ahora fue Dezra la que se echó a reír.

—¿Mi ayuda? ¿Para qué, en nombre de Hiddukel?

—Mi gente tiene problemas con un grupo de renegados del bosque —contestó el centauro haciéndola callar con un gesto—. Necesitamos ayuda humana para poner fin al conflicto. Os he visto esta tarde en la feria y ahora aquí con el mercenario. —Dejó el aguamanil en el mostrador y se cruzó de brazos—. Creo que serviríais para el trabajo.

Dezra apretó los labios y sacudió la cabeza.

—Te has equivocado de Majere. Yo no soy la que se embarca en grandes aventuras en favor de gente que apenas conozco. ¿Por qué no se lo pides a mi padre?

—Ya lo he hecho, pero no ha aceptado.

Dezra lo miró con fijeza, entrecerrando los ojos. Los dos se quedaron en silencio durante un rato. Finalmente, Dezra tosió y apartó la mirada.

—Puede que sí me interese, al fin y al cabo —dijo—. ¿Qué me correspondería?

Trephas la miró confuso y Dezra señaló con la barbilla la talega del dinero.

—No pienso ir gratis al Bosque Oscuro.

—Oh —dijo él, y se quedó pensando—. Imagino que podría entregaros algunas monedas de plata…

—De acero —corrigió ella—. Doscientas monedas, y eso sólo por ir al Bosque Oscuro. Una vez allí, si decido luchar, pediré más.

El centauro meditó la propuesta piafando el suelo con la pezuña delantera.

—De acuerdo —dijo al cabo de un momento—. No sabía que vuestra gente se vendiera, pero si es así, bien está. Si venís, os pagaré. Salimos por la mañana.

—Trato hecho —dijo ella tendiéndole la mano. Él se la cogió y le apretó la muñeca hasta hacerle daño. Ella levantó la jarra—. Al Bosque Oscuro, pues.

—Al Bosque Oscuro —repitió Trephas enseñando los grandes dientes al tiempo que levantaba el aguamanil.

***

Había sido una larga noche para Uwen Gondil. Había cenado una cantidad de comida desmesurada y había bebido suficiente cerveza para que el suelo se balanceara bajo sus pies. También había suscitado la admiración de muchas jóvenes de la ciudad. Habían oído hablar de sus heroicidades en la feria y de vez en cuando se reunían grupos enteros intentando captar su atención.

No es que Uwen no apreciara todas aquellas risitas y parpadeos —al fin y al cabo, tenía diecisiete años— pero su mente estaba en otro sitio. ¿Cómo podía ser de otro modo, si aquel día había entregado su corazón? Así que, aun cuando la hija del velero le susurraba al oído palabras muy poco apropiadas para una señorita, no por eso dejaba de escrutar la multitud buscando a Dezra Majere.

Poco después de medianoche, cuando no quedaban más que los jóvenes o los imprudentes, Uwen se encontró hablando con Borlos, el bardo, que decía ser el mejor amigo de Caramon Majere.

—No es la primera vez que ocurre algo así —le decía Borlos, pasándole el brazo por los hombros en un gesto de borracho—. Esa chica se ha buscado más problemas que un kender en un campamento de gnomos. De todas maneras, no te conviene, créeme. ¿Por qué no pruebas con su hermana?

Señaló a una chica pelirroja ocupada en llenar jarras de cerveza. Uwen se había acercado e intercambiado algunas palabras pero no llegaron a nada. Laura era agradable, sí, y muy amable, pero demasiado dócil y modosa. No tenía nada que ver con su hermana. Se separaron y él siguió solo la velada.

Al final, Dezra no apareció. Decepcionado, Uwen se alejó de las brasas. El cielo estaba gris, empezando a clarear por la llegada del alba. Estaba cansado y todavía un poco borracho, así que de vez en cuando se paraba a descansar apoyado en el tronco de un vallenwood.

Fue en una de esas paradas cuando la vio. Parpadeó sorprendido viendo a Dezra avanzar ocultándose entre la niebla matutina, en dirección a la feria. Quiso llamarla pero lo pensó mejor. Había algo en la manera furtiva de moverse que le dijo que no era buena idea. Respiró hondo y dejó el árbol para seguirla.

La feria estaba tranquila y silenciosa. La mayoría de los mercaderes se pondrían en camino esa misma tarde, después de dormir toda la mañana, en dirección a Haven o Gateway, u otras ciudades más lejanas. Dezra se deslizaba entre los tenderetes, parándose de vez en cuando para levantar el faldón de una tienda o mirar dentro de un saco. Finalmente, sonrió, cogió una hogaza de pan y se la metió en una bolsa que llevaba atada a la cadera.

Uwen abrió la boca sin dar crédito a sus ojos. Era el único que la había visto.

Sabía que debía impedírselo. Sus padres le habían enseñado a diferenciar el bien del mal y sabía que robar no estaba bien, pero no hizo nada. Sé dejó cautivar por la ligereza de sus movimientos y la sonrisa torcida que le curvaba los labios. Ella continuó avanzado sigilosamente y él la siguió.

No se limitó a robar el pan; después se apropió de un queso fresco, varias manzanas y unos cuantos salchichones. Se hizo con un pellejo lleno de cerveza y un frasco plateado lleno de aguardiente del puesto de un cervecero. De la caseta de un sastre escogió una capa gris con capucha. Por último, se detuvo en la tienda del armero. El aprendiz debería haber estado de guardia pero roncaba en la silla, con un hilo de baba cayéndole de la boca. Dezra observó al durmiente y luego asintió para sí misma riendo entre dientes. Silenciosa como una sombra, se deslizó al interior de la tienda. Uwen contuvo la respiración hasta que volvió a salir, casi un minuto más tarde, atándose un talabarte. De su cadera pendía una esbelta espada envainada.

Uwen Gondil había pasado la mayor parte de su vida en la granja familiar y nunca antes había visto a una mujer que ciñera una espada. La fascinación que sentía por Dezra se hizo aún más intensa.

Volvía a avanzar, ahora más rápido. La siguió. La niebla silenciaba sus pasos. Cuando salieron de la plaza, Uwen creyó que Dezra volvería a la posada El Último Hogar, pero, para su desconcierto, se encaminó hacia el oeste, hacia el límite de la ciudad. Uwen no la perdía de vista.

De pronto, de entre la niebla surgió otra forma que salió al encuentro de Dezra. Uwen se detuvo y observó atónito. Había oído hablar del centauro que se había presentado en la feria pero no lo había visto. Se quedó boquiabierto por la sorpresa.

Dezra y el centauro intercambiaron unas palabras en voz demasiado baja para que pudiera oír nada y luego él se agachó a su lado. Ella pasó una pierna por encima de la cruz, se sentó a horcajadas en el lomo y se cogió a sus hombros cuando él se irguió. El centauro se dio la vuelta y trotó hacia el oeste, alejándose de Solace por el Camino de Haven.

Uwen, pasmado, no podía sino observar. Dezra y el centauro desaparecieron entre la niebla. El ruido de los cascos se fue apagando hasta hacerse inaudible. Se acordó de las leyendas que le contaba su abuelo cuando era niño. ¿No eran los centauros los que raptaban a las damas? Sí, eso era… Las raptaban, las llevaban al Bosque Oscuro y hacían cosas de las que su abuelo no quería hablar. Ahora que ya era mayor se imaginaba de qué cosas podía tratarse.

Una de esas criaturas acababa de llevarse a Dezra.

Dio un paso hacia adelante y se paró en seco. Era capaz de correr muy rápido pero no tanto como un caballo, y un centauro, al fin y al cabo, era un caballo. Y ¿si los alcanzaba, qué haría? Era un granjero, sin formación guerrera. Se había fijado en la lanza y el arco que llevaba el hombre equino. Necesitaba ayuda.

Echó a correr hacia Solace, directo a la posada El Último Hogar.