Caramon seguía a su hija por el puente colgante que daba a la posada El Último Hogar. Tenía la mirada fija en su espalda intentando controlar su creciente cólera. Había pasado toda la tarde poniendo remedio a los innumerables desastres que Dezra había dejado a su paso. Había indemnizado a los mercaderes a los que había robado, había llegado a un acuerdo con los propietarios de la tienda que había hecho caer y luego había ido a la cárcel a sacar a Dezra.
Retark, el comisario de la ciudad, lo había acompañado hasta su celda. Allí la encontró, apoyada en la puerta, coqueteando con uno de los guardas. Al ver a Caramon, puso los ojos en blanco.
—¿Qué haces aquí? —le había preguntado.
Caramon dejó escapar un bufido y se detuvo. Dezra siguió unos pasos más y luego se dio la vuelta y lo miró con una sonrisa torcida.
—¿No vienes? —preguntó—. Estoy segura de que tienes preparada una buena charla para enmendarme. Acabemos cuanto antes.
Caramon la miró rebullendo de ira en su interior y sacudió la cabeza.
—¿Dónde me equivoqué? —preguntó en un murmullo a las ramas de los vallenwoods mientras la seguía al interior.
***
—Cinco de hojas —dijo Borlos echando una carta verde en la mesa—. Ahí tenéis eso, mangantes.
Con una sonrisa perezosa, cogió el laúd y rasgueó las cuerdas. La canción que tocaba debía de ser La dama de Thelgaard o Mi amor vuelve a casa por mar. Las dos tenían la misma música, aunque se diferenciaban en la letra.
—Vaya, hombre —gruñó Osler pasándose la mano por la melena rojiza, y echó un seis de hojas—. Siempre sabes de qué palo voy flojo.
Clemen ordenó sus cartas con el ceño fruncido. Gordo y casi totalmente calvo, en contraste con Osler, alto y delgado, y con Borlos, bajo y nervudo, parecía un monje orando. Finalmente, sacó una carta plateada —el dos de destinos, marcada con los símbolos de los dioses Shinare y Hiddukel— y la colocó sobre las otras dos.
—Lo siento —dijo con una sonrisa satisfecha—. Tengo que echar triunfos.
Los dedos de Borlos se quedaron petrificados sobre el laúd.
—Hijo de… —dejó escapar, y luego se rió y pasó el plectro por las cuerdas—. Me está bien empleado. Pero esto no se acaba aquí. Ésa te la devuelvo.
Sin dejar de sonreír, Clemen volvió a estudiar sus cartas y salió con vientos, con el mago de vientos:
—Inténtalo.
Borlos todavía estaba mirando incrédulo la carta cuando la puerta se abrió de golpe. Los jugadores volvieron la cabeza y vieron la imponente figura de Caramon Majere. Dezra estaba a su lado, con el brazo cogido por la enorme mano de su padre.
Caramon se quedó mirando a los jugadores con la boca abierta.
—¿Cómo habéis entrado aquí? ¡Se supone que la posada está cerrada!
—Laura nos ha dejado entrar —explicó Clemen, alegremente—. Nos apetecía echar una partidita antes de acudir a la fiesta.
—No la busques, porque ya se ha ido —añadió Borlos—. Le hemos prometido que cuidaríamos de la posada hasta que volvieras de la cárcel.
Caramon asintió con la cabeza y luego se paró en seco y entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabíais que estaba en la cárcel?
—¿Adónde ibas a ir si no, después de que pusieron a Dez entre rejas? —dijo Borlos sonriente, encogiéndose de hombros. Levantó la jarra llena. Detrás del mostrador, la espita de un barril goteaba—. Buena exhibición, Dez. A estas horas, toda la ciudad debe de haber oído hablar de tu pequeña aventura.
Bufando, Caramon empujó a Dezra hacia el interior. La muchacha se soltó de una sacudida y se fue directa hacia el mostrador. Caramon se quedó mirándola y luego miró con rabia a Borlos, Clemen y Osler. Las sillas arañaron el suelo al arrastrarse.
—Parece que la fiesta va a empezar —comentó Borlos mientras los tres se levantaban.
Los tres desfilaron hacia la puerta. Borlos tocaba el laúd. Cuando se hubieron marchado, Dezra frunció el ceño y preguntó:
—¿Dónde está madre?
—En casa de Elise —contestó Caramon. Elise era una de las amigas de Tika. Se fue hacia la puerta y la cerró de un portazo—. Pasará allí la noche.
—Oh —dijo Dezra—. Así que eres tú el encargado de la disciplina esta noche.
Caramon se quedó rígido con la mano en el pomo de la puerta. Dezra, sin hacer caso de su expresión, cogió una jarra vacía y se sirvió una cerveza.
—Normalmente empiezas diciendo «si tus hermanos pudieran verte» o «cuando yo tenía tu edad». —Sopló la espuma que sobresalía de la jarra haciéndola caer al suelo y luego bebió un buen trago. Se pasó la lengua por los labios y asintió—. Bastante buena. No es la mejor que he probado, pero…
—¡Maldita sea, Dezra! —exclamó Caramon con voz de trueno.
Dezra bebió otro trago y dejó la jarra en la mesa.
—Madre lo entendería. ¿O te has olvidado de que ella también robaba cuando era joven?
—Eso era distinto. Tu madre era una niña de la calle. Robaba para comer hasta que Otik la tomó a su cargo. Tu madre no está orgullosa de su niñez.
Dezra se encogió de hombros.
—¡Deja de actuar como si todo esto te hiciera gracia! —rugió Caramon descargando el puño contra la pared. Las ventanas tintinearon—. ¡Esta tarde te has puesto en ridículo delante de toda Solace! ¿Es que no te importa?
—No —le replicó ella separando los brazos del cuerpo—. Me importa un rábano lo que piense un puñado de granjeros y leñadores medio idiotas.
Caramon farfulló algo ininteligible al tiempo que se daba la vuelta como si buscara a alguien con quien compartir su incredulidad.
—En nombre de Paladine, muchacha, ¿qué pasa contigo? —preguntó—. ¿No puedes ser un poco más respetuosa, como…?
—¿Como Laura? —lo interrumpió Dezra riéndose desdeñosa—. Laura es igual que todos los demás. Todo lo que pretende en la vida es quedarse aquí a servir cervezas y preparar esas malditas patatas especiadas.
—No hay nada malo en eso. Es un trabajo honesto.
—Es aburrido. Tú y todos esos amigos tuyos muertos de los que siempre hablas, ¿por qué no os quedasteis pudriéndoos en esta ciudad de mala muerte?
A Caramon se le heló la mirada.
—De acuerdo. No quieres vivir aquí, ¿verdad? —dijo. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta de par en par. El cielo se estaba oscureciendo. La pálida luz de la luna entró en la taberna—. Vete.
—¿Qué?
—Ya me has oído —repuso y cruzó sus enormes brazos sobre el pecho—. ¿No querías irte? Pues ahora tienes la oportunidad.
Dezra lo miró incrédula, pero luego se encogió de hombros y se volvió hacia la escalera.
—Bien. Voy a buscar mis cosas y…
—No. No hay cosas que valgan. Si necesitas algo, lo robas —le dijo Caramon.
Esta vez fue Dezra la que se puso rígida y adelantó el labio. Los ojos le brillaban al resplandor rojizo del hogar. Luego, se agachó hacia el barril que tenía detrás y abrió la espita. Dejando que la cerveza se derramara por el suelo, atravesó la sala.
—Vete al Abismo, entonces —le dijo, y salió de la posada dando un portazo.
Caramon se quedó allí plantado, temblando de rabia. Oyó que los pasos de Dezra cruzaban la terraza y luego bajaban la escalera. Al poco se perdían entre los murmullos procedentes de la fiesta, que acababa de empezar.
Cuando ya no pudo oírla, sacudió la cabeza. Fue corriendo al mostrador y cerró la espita. El suelo estaba inundado de espumosa cerveza pero ni siquiera lo miró. Se apoyó en el mostrador, junto a la jarra que había dejado Dezra, y se quedó mirando las sombras. Su hija pequeña se había ido. Él la había echado.
Tika lo mataría.