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Los otros estaban casi en el lindero del calvero donde se erigía Leño Terrible cuando oyeron gritar a Trephas. Dezra se quedó inmóvil y luego echó a correr, cojeando hacia el árbol demonio.

—¡Dez, espera! —la llamó Caramon. Intentó detenerla, cogiéndola de la muñeca, pero ella se deshizo de él y desapareció entre las sombras—. ¡Maldita sea! —exclamó viendo cómo los árboles se retorcían a su paso—. Borlos…

—Detrás de ti, grandullón —repuso el bardo.

Corrieron detrás pero ella era más rápida. Cuando llegaron al borde del calvero, Dezra ya había atravesado la mitad y se apresuraba hacia una forma oscura que se debatía en el suelo. Apenas la vislumbraron, sin embargo, antes de que Leño Terrible captara toda su atención y se detuvieran a contemplar la ira del árbol demonio, que se retorcía entre temblores clavando el extremo de las ramas en el tormentoso cielo. Las voces de sus hojas destilaban ira y les invadían la mente con imágenes de oscuridad, sangre y sufrimiento. Tanta furia los hizo vacilar.

—¡Padre! —gritó Dezra—. ¡Ven, rápido! Caramon parpadeó y se estremeció. Los terribles pensamientos que el árbol había introducido en su cabeza le provocaban un dolor físico. Cogió a Borlos de la mano y echó a correr a través del claro. Leño Terrible lanzaba estremecedores rugidos por encima de sus cabezas. Llegaron jadeando junto a Dezra.

Estaba sentada frente a la forma oscura que habían visto desde el bosque. Era Trephas, enterrado hasta el pecho. Sólo tenía libres la cabeza y los brazos. El rostro se le contraía en una mueca de dolor, con los ojos apretados y los labios abiertos, mostrando los dientes. Dezra le cogía los brazos tirando con todas sus fuerzas pero era en vano… No se movía un milímetro.

—¡El árbol lo ha atrapado! —gruñó Dezra—. ¡Ayudadme!

Caramon se arrodilló a su lado, cogió uno de los brazos del centauro y tiró. Algo tiró en sentido opuesto desde debajo de la tierra, contrarrestando su fuerza con facilidad.

El rostro de Trephas se contrajo todavía más y dejó escapar un gemido al tiempo que un violento estremecimiento sacudía su cuerpo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dezra—. ¿Qué ha pasado?

Trephas temblaba de manera incontrolada y le salía espuma por la boca. Cuando habló, lo hizo con sonidos lentos y poco claros.

—No sé —gimió—. Algo… ocurre. Lo noto…

—¿Estás «cruzando»? —preguntó Borlos con la cara pálida—. ¿Te está cambiando?

Trephas abrió los ojos y sus compañeros retrocedieron horrorizados. Una profunda negrura se arremolinaba en su interior, como un monstruo marino bajo la superficie del mar.

—¡No! —gritó Dezra tirando con más fuerza—. ¡Tenemos que sacarlo!

El centauro sacudió la cabeza entre espasmos.

—Olvidaos de mí. El Señor del Bosque —murmuró—. Liberadla.

—No pienso abandonarte —le dijo Dezra.

—Por favor —gimió Trephas.

—No —le dijo Caramon—. No te preocupes. Quédate con él, Dez. Bor y yo nos ocupamos del resto.

Dejaron a Dezra con el centauro y corrieron hacia el rebujo que era el cuerpo del unicornio. Caramon hizo una mueca al ver en qué había quedado el Señor del Bosque. Recordó el aspecto que tenía hacía cuarenta años, con su majestuosidad plateada, y tuvo que apartar la vista de su cuerpo macilento y destrozado.

—Venga, grandullón —lo instó Borlos agachándose. Agarró una de las raíces que sujetaban al unicornio y tiró de ella—. Ayúdame a soltarla.

Al volverse hacia el Señor del Bosque, algo llamó la atención de Caramon: un fulgor de acero que brilló en el suelo reflejando la luz de un rayo. Contuvo la respiración y corrió hacia el resplandor que había vislumbrado.

—¡Ei! —gritó Borlos sin dejar de tirar de la raíz que rodeaba el cuello del Señor del Bosque.

Caramon no le hizo caso. Enseguida descubrió lo que había brillado a la luz del relámpago. Sin atreverse a respirar, se agachó y recogió del suelo a Hiendealmas.

—¡Grandullón! —lo llamó Borlos—. ¡Ven a ayudarme!

—¡No! —dijo Caramon—. Sólo hay una manera de acabar con esto.

—¿De qué hablas? —preguntó Borlos.

—Mi padre era leñador —contestó Caramon levantando a Hiendealmas en el aire—, igual que su padre y el padre de su padre, y tantas otras generaciones que no puedo ni contarlas. Yo he sido el primer Majere que no ha seguido la profesión familiar. —Sonrió—. Ha llegado la hora de remediarlo.

Borlos parpadeó, miró al árbol demonio y sonrió.

—Por supuesto, grandullón —dijo—. Pero asegúrate de que no cae de este lado ¿eh?

Riendo, Caramon se puso el hacha al hombro y se volvió hacia Leño Terrible. Tragó saliva, respiró hondo y echó a andar hacia adelante.

El furioso murmullo del árbol demonio se concentró en un punto: la mente de Caramon. Su rabia lo golpeó con tal intensidad que parecía una fuerza física que desgarrara su mente con zarpazos de odio. Con un esfuerzo de voluntad, Caramon se negó a escuchar, concentrándose únicamente en poner un pie delante del otro y avanzar hacia el tronco retorcido y palpitante del roble.

Cuando estuvo cerca, el árbol intentó azotarlo con una rama gruesa. Caramon levantó el hacha para repeler el ataque y Hiendealmas traspasó quince centímetros de madera dura como si fueran de aire. La mitad de la rama quedó en el suelo, supurando savia negra. Leño Terrible se defendía sin desfallecer, barriendo el aire con las ramas y sacando raíces a través de la tierra húmeda, pero cada vez Hiendealmas detuvo los ataques del árbol. Caramon siguió acercándose, dejando una estela de madera negra a su paso. La ira de Leño Terrible seguía inundando su mente pero ahora había otro sentimiento que bullía bajo la superficie.

El árbol demonio tenía miedo.

Caramon se detuvo al pie del roble y miró el tronco con estupor. Era el árbol más grueso que había visto, aparte de los vallenwoods de Solace. Habría impresionado al más experimentado de los leñadores.

Sin embargo ningún leñador había utilizado un hacha como la que él sostenía entre las manos.

Soltó las correas del escudo y lo dejó a un lado. Luego, cogió a Hiendealmas con las dos manos y acercó la hoja al tronco de Leño Terrible. El hacha penetró la dura corteza del roble como si fuera agua e hizo una muesca en la madera que había debajo. Salió un poco de savia rancia y Leño Terrible lanzó un gemido de terror. Apretando los dientes, Caramon plantó los pies en el suelo, balanceó el hacha hacia atrás y la descargó contra el tronco.

Hiendealmas se clavó en la madera. Un rugido atronador, tan fuerte que a Caramon le dolieron los oídos, resonó en todo el bosque. Sobre su cabeza, las ramas se convulsionaron de dolor. Del tajo abierto en el tronco manó un chorro de savia y gases.

Caramon recuperó el hacha, la echó hacia atrás y golpeó de nuevo. El árbol ululó con fuerza aún mayor.

Así continuó, lenta pero inexorablemente, haciendo saltar astillas de madera negra, mientras la tierra se iba empapando de humores. Caramon descargaba el hacha una y otra vez, sin pararse a descansar, consiguiendo que la doble hoja de Hiendealmas penetrara cada vez más en el tronco. Empezó a respirar ruidosa y cansinamente, y a notar que le dolían los brazos y la espalda, pero hizo caso omiso de todo, concentrándose en el hacha y la madera.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando oyó que un nuevo ruido se sumaba a los aullidos del árbol: era el crujido de la madera al ceder. Ya casi había llegado a la mitad del tronco y el resto no podía con el peso de las ramas. Leño Terrible crepitaba y restallaba, se desgajaba y resquebrajaba.

Sonriendo satisfecho, Caramon levantó el hacha para asestarle el golpe final.

El dolor lo fulminó en ese momento como una lanza al rojo que le penetrara el pecho y enviara descargas de fuego hacia el cuello y el brazo. Cayó de rodillas y Hiendealmas resbaló de su mano mientras él se derrumbaba de costado. Rodó sobre sí mismo hasta ponerse boca arriba y se apretó la pancera de la armadura con los dedos tensos como garras. Mientras, el árbol demonio se estremecía pero no llegaba a caer.

—¡Padre! —gritó Dezra con la voz rota desde el otro lado del claro, y Caramon oyó pasos que se acercaban corriendo hacia él.

Débilmente, volvió la cabeza y vio que su hija se agachaba a su lado y le cogía las manos.

—Padre —repitió sin aliento—. ¿Cómo te ayudo? ¿Qué puedo hacer?

Caramon apretó los dientes notando que lo invadía otra oleada de dolor procedente de su corazón exhausto.

—A… a… a… —empezó a decir, pero no le salía la voz.

Se quedó callado e intentó coger aire muy suavemente. Era terrible lo que llegaba a doler un esfuerzo tan nimio. Luego se desprendió de la mano de su hija y tentó el suelo. Tenía los dedos entumecidos e insensibles pero enseguida encontró lo que buscaba: el astil de hierro del hacha de Peldarin. Volvió a coger aire y lo expulsó diciendo:

—Acaba…

Los apenados ojos de Dezra se iluminaron. Sonrió, con una sonrisa que no tenía nada de torcida, y tomó a Hiendealmas. La asió con las dos manos, se puso en pie y avanzó hacia el árbol. Caramon se volvió a mirarla intentando superar el intenso dolor del pecho. La vio levantar el arma, detenerse un instante y descargar el golpe.

Leño Terrible lanzó un último aullido desesperado. Dezra soltó el hacha y se hizo atrás, dejándola hundida en el tronco del árbol demonio. Durante un momento, todo quedó en suspenso. Luego, Hiendealmas estalló en miles de fragmentos brillantes.

Con un crujido ensordecedor, Leño Terrible se desplomó contra el suelo e inmediatamente todo se detuvo: la terrible tormenta, el temblor del suelo, el murmullo iracundo de las hojas. En la arboleda reinaba el silencio.

Caramon se puso a reír débilmente, hasta que de repente, otra oleada de dolor le desgarró el pecho y se dio por vencido. Sus amigos lo esperaban.

***

Dezra observó horrorizada cómo la rosada piel de su padre adquiría un tono grisáceo. La tensión de su rostro desapareció, dando lugar a una expresión de terrible y angustiosa paz. Lo abofeteó con fuerza.

—¡No! —gritó golpeándolo una y otra vez—. ¡No! ¡No! ¡No!

Trephas apareció detrás de ella, la cogió por los hombros y la apartó de Caramon. Se debatió dándole patadas pero el centauro la sujetaba con fuerza y finalmente se derrumbó sollozando.

El centauro la atrajo hacia sí en el momento que llegaba Borlos. El bardo, aturdido, se agachó y le puso los dedos en el cuello, buscándole el pulso. Cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro.

—¡Ayúdalo, maldita sea! —gimió Dezra—. ¡Haz algo!

—No sé curar —repuso Borlos volviéndose hacia ella con el rostro destrozado—. Y aunque supiera, no creo que pudiera hacer nada por él, Dez.

Se quedaron junto a Caramon durante un largo rato, sin saber qué hacer. Luego, mientras las nubes de tormenta se disolvían en el aire frío de la noche, algo se agitó detrás de ellos y se escuchó un rumor de pezuñas sobre la tierra húmeda y asolada. Dezra no se movió pero Borlos y Trephas, al volverse, vieron estupefactos que era el Señor del Bosque quien se acercaba.

Conservaba las marcas del martirio. Tenía el cuerpo descarnado y el manto manchado de sangre, pero tenía la mirada limpia y, a pesar de la evidente fragilidad de su estado, había gracia en sus movimientos. La luz de las estrellas rielaba en el cuerno plateado.

Trephas y Borlos se apartaron al verla llegar pero Dezra permaneció en su puesto y clavó la mirada en el unicornio, dispuesta a hacerle escuchar sus reproches. Retuvo sus palabras, sin embargo, al encontrarse con la mirada líquida del Señor del Bosque. Palideció y se apartó del cuerpo de Caramon. El Señor del Bosque la observó unos instantes y luego avanzó hasta colocarse junto a Caramon y bajar la cabeza. El cuerno, brillante en la noche, tocó la pancera de la armadura, y el unicornio dio un paso atrás. Sus ojos refulgían.

Durante un momento, no ocurrió nada. Luego Caramon abrió la boca y dejó escapar un sonoro ronquido.

Dezra miró incrédula al Señor del Bosque. El unicornio le hizo un gesto de cabeza y, dándose la vuelta, se alejó hasta perderse en la noche.

Cuando hubo desaparecido de la vista, Dezra se volvió hacia su padre, se arrodilló junto a él, con Borlos y Trephas pegados a su espalda, y le cogió las manos. Caramon abrió los ojos y la miró.

—¿Qué demonios…? —empezó a preguntar frunciendo el ceño, aturdido. Todavía tenía la voz muy débil—. ¿Dez?

Sonriendo entre las lágrimas, adelantó el brazo y le acarició la mejilla, fría y húmeda.

—No te preocupes, padre —le dijo—. Estoy aquí.