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Le había parecido buena idea, en aquel momento.

Dezra Majere, la hija menor de Caramon y Tika, se había despertado antes del amanecer, se había vestido en silencio y a continuación se había escabullido de la habitación, pasando por delante de la de sus padres, hasta alcanzar la escalera. Ya tenía la mano en la barandilla cuando oyó el ruido de una puerta que se abría suavemente a sus espaldas.

Se detuvo en seco, con el estómago encogido, y miró hacia atrás, esperando ver a su padre. No era más que Laura, sin embargo. Aliviada, Dezra se había llevado un dedo a los labios señalando con la cabeza al final de la escalera.

Sin un solo ruido, las dos hermanas se deslizaron hasta la taberna. Dezra se metió en la cocina, cogió un trozo de queso, le dio la mitad a su hermana y engulló el resto.

—¿Qué pasa? —le preguntó Laura—. ¿Por qué te has levantado tan temprano?

—Me voy fuera —contestó Dezra.

El rostro de Laura se tensó de preocupación.

—Padre destapará hoy la cerveza de primavera —dijo—. Seguro que te echa en falta.

—Bueno. No pienso acarrear jarras para un puñado de borrachos.

—Me preguntará adonde has ido.

—Laura, no seas tan poca cosa —dijo Dezra abriendo los brazos—. Da cualquier excusa. Será la última vez que te lo pida.

—Dijiste lo mismo la semana pasada. Y la anterior.

—Y las dos veces lo hiciste muy bien —repuso Dezra con una sonrisa torcida.

—Bien, Dez. Lo que tú digas —dijo Laura dando un suspiro.

Con una reverencia —un gesto masculino que no desmerecía de sus ropas de hombre y su pelo corto—, Dezra salió de la posada.

La feria ya bullía de actividad cuando ella llegó. Los obreros levantaban las casetas y plataformas para el festival y los mercaderes sacaban sus mercancías de las tiendas. Se paseó entre ellos libremente pero su presencia no pasó inadvertida. Dezra siempre había sido un poco masculina pero tenía diecinueve años y muchos hombres se paraban a verla pasar. En lugar de sonrojarse, como podría haberle pasado a Laura, o desafiarlos con la mirada, como habría hecho su madre, se divertía guiñándoles el ojo o poniéndoles morritos. No se criaba una en una posada sin aprender a coquetear.

Sin embargo no había acudido a la plaza sólo para exhibirse delante de un puñado de palurdos con las manos llenas de callos. Tenía cosas que hacer. Miró atentamente las paradas que estaban montando y se fijó en dos de ellas: la de un prestamista y la de un tallador de gemas. Los dos mercaderes eran forasteros, no parecían excesivamente cuidadosos y habían dispuesto la mercancía al alcance del público.

Los dos eran presas fáciles para una joven ladrona.

Satisfecha, dejó la plaza y se fue en dirección sur, hacia los barrios bajos de la ciudad. Entró en la taberna El Escudo Oxidado y pidió un whisky y una cerveza negra a Brandel, el tabernero tuerto y desastrado. Se bebió el whisky de un trago y decidió saborear la cerveza, sin cruzar una palabra con Brandel ni con los roñosos clientes habituales. Finalmente, a media tarde, se echó otro whisky al gollete y emprendió el camino de la feria.

Se paseó un rato entre las paradas poniendo buen cuidado en no llamar la atención. Compró una manzana asada, rellena de pasas y especias. Trabó conversación con varios jóvenes, con los que se estuvo riendo y a los que provocó a conciencia —dejando a uno de ellos pasmado después de besarlo en la boca— antes de alejarse. En ningún momento había dejado de observar a los mercaderes que ya había elegido.

La primera oportunidad se presentó cuando estaba cerca de la caja del prestamista. Varias casetas más abajo, un tejedor había atrapado a un kender que se alejaba con una manta de colores debajo del brazo. Cuando el tejedor gritó llamando a los guardas sin hacer caso de las protestas del kender, que aseguraba que sólo había cogido la manta para enseñársela a un amigo, los clientes del prestamista se volvieron a mirar. Dezra había estado esperando pacientemente junto a la caja y cuando el prestamista miró hacia el foco de jaleo, se apoderó de una pila de monedas y las deslizó en su bolsillo.

No era mucho, unas cincuenta monedas de acero. Mientras se alejaba, sin embargo, notó la oleada de energía que la recorría. Le encantaba ese tipo de emociones; aparte de un buen revolcón en los establos con un joven, Dezra pensaba que no había nada mejor.

Ganlamar, el tallador de gemas, era más difícil. Era un tipo astuto pero ella confiaba en salirse con la suya. Se acercó dispuesta a repetir el procedimiento: merodear por los alrededores, esperar a que se produjera una distracción y actuar…

Le había parecido una buena idea.

Esta vez, el tumulto se produjo al otro lado de la plaza, donde un charlatán anunciaba un pulso. Lo insólito era que uno de los contendientes era un centauro, nada menos; una bestia jactanciosa que despertó la curiosidad de todos. El otro era Caramon. Dezra se rió para sus adentros; su propio padre le servía en bandeja la oportunidad que necesitaba.

La gente se apresuró a acercarse y los pasillos alrededor de la caseta de Ganlamar quedaron semivacíos. Dezra se acercó a la mesa, con un ojo en la competición y el otro en el gordo tallador de gemas. Ganlamar estaba vendiendo un par de ópalos a un especiero obeso. Las piedras y el dinero cambiaron de manos y el tallador de gemas se volvió a echar una ojeada al hombre-caballo.

A la velocidad del rayo, Dezra alargó el brazo y cogió una brillante amatista. En ese mismo momento, en el otro extremo de la parada, un niño hizo caer la balanza de Ganlamar.

Los platillos cayeron con estrépito y el tallador de gemas se volvió para ver que ocurría. Dezra se guardó la amatista pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Ganlamar se clavaron en los suyos y luego se cerraron hasta convertirse en dos rendijas airadas.

Dezra salió a la carrera.

—¡Detente! —gritó Ganlamar y, dejando a su aprendiz al cuidado de la mercancía, salió tras ella—. ¡Al ladrón! ¡Vuelve!

«Enseguida», pensó Dezra corriendo hacia la multitud. Se abrió paso a codazos entre los cuerpos apiñados. Un idiota, oyendo los gritos de Ganlamar, la cogió por la manga. La empujó contra el mostrador del panadero y siguió su camino. Volaron barras de pan en todas direcciones.

Ganlamar era sorprendentemente ligero de pies. Mirando hacia atrás, Dezra vio que le iba ganando terreno. Echó una ojeada a su alrededor buscando con qué retrasarlo y se fue hacia el tenderete de un ceramista. Saltó sobre el mostrador y rompió un jarrón provocando los gritos coléricos del ceramista. Luego se fue hacia una de las cuerdas que sostenían la tienda. Se sacó una daga del cinturón y con un golpe de muñeca, cortó el tensor. La tienda se vino abajo.

El ceramista y varios ciudadanos se apiñaron alrededor para sujetar la lona y el súbito desorden impidió el paso a Ganlamar, al que Dezra ganó una docena de metros antes de que pudiera continuar persiguiéndola. Dezra guardó el cuchillo en su vaina sin dejar de reír.

No pretendía ir hacia el lugar donde su padre disputaba el pulso pero allí estaba, a un paso del estrado. Consideró la posibilidad de dar un rodeo y evitar el encuentro pero Ganlamar volvía a recuperar terreno. Bajó la cabeza y embistió hacia adelante. Al pasar junto al grupo de mirones reunido en torno al estrado, un grupo que ahora la miraba a ella en lugar de animar a su padre, vio a su madre por el rabillo del ojo. Tika estaba en el estrado junto a Caramon y la miraba fijamente.

—Mierda —murmuró Dezra sin dejar de correr.

Un poco más adelante, una escalera de cuerda pendía de un puente colgante. Dio un salto y se agarró a ella. Empezó a subir cogiéndose a los peldaños mientras la escalera se balanceaba de uno a otro lado. Ganlamar se desgañitaba a ras de suelo.

Ya casi estaba en el puente cuando oyó los silbidos. Ruidos agudos que la rodeaban, moviéndose entre los puentes que unían los árboles. Sabía bien qué pasaba: los guardas de Solace corrían a cortarle el paso. Abajo, intentando coger el escurridizo extremo de la escalera, había más guardas. Lanzó una maldición y subió más deprisa, hasta encaramarse al puente, que estaba situado muy por encima de la multitud que la observaba.

—¡Por aquí! —gritó una voz a su izquierda.

Levantó la vista y vio a un grupo de guardas que avanzaban hacia ella, armados con lanzas y protegidos por corazas de cuero y cascos de hierro. Giró en redondo y echó a correr. Llevaba la delantera en la animada persecución, de puente en puente y de casa en casa, pero los guardas estaban bien coordinados; un grupo se quedó detrás mientras el otro intentaba alcanzarla por un lado. Allá abajo, la gente gritaba y reía. Dezra estaba segura de que algunos la jaleaban.

Atravesó corriendo un puente colgante que dio bruscos bandazos a cada zancada. Al llegar a la terraza que había al otro extremo, se paró en seco. Media docena de guardas la estaban esperando y salieron a su encuentro.

—Vamos, Dez —dijo un joven, al que recordaba de un revolcón en el establo particularmente insatisfactorio—. Déjalo antes de que te hagas daño.

—¿A cuántos necesitas para cogerme? —le contestó con desprecio.

Oyó ruido de pasos sobre madera a sus espaldas. Se volvió y vio que varios guardas le cerraban la retirada. Furiosa, escupió y miró a su alrededor buscando una salida.

De pronto vio su oportunidad; a su derecha, a escasa distancia de la barandilla de la terraza, colgaba otro puente. Unía dos árboles próximos, pero no tenía acceso desde la terraza en la que estaba. De todos modos, al balancearse con la brisa, tenía el puente tentadoramente cerca.

—¡Así caiga en el Abismo! —farfulló y se fue hacia él.

En esa dirección tan sólo había un guarda, al que golpeó con fuerza agachándose y hundiéndole el codo en el estómago. Consiguió que se doblara en dos boqueando para coger aire. Abajo, la multitud dio un grito sofocado viéndola encaramarse a la barandilla, balancearse durante medio segundo a treinta metros sobre sus cabezas y luego saltar al vacío, hacia el puente.

Aquél era el día de las ideas peregrinas.

Consiguió cubrir la distancia pero por muy poco y llegó al puente con los brazos por delante, agitándolos desesperada por agarrarse. Quedó con las piernas colgando, cogida sólo con los dedos a las tablas del puente. Se le desató una de las botas y cayó al suelo.

—¡Dezra! —aulló su padre desde abajo—. ¿Qué estás haciendo?

—Por Reorx, ya me gustaría saberlo —murmuró intentando izarse.

—¡Ayudadla! —gritó su madre, angustiada—. ¡Que alguien la coja antes de que se caiga!

Los guardas ya no parecían tan coordinados. El taconeo de sus botas delataba los movimientos desordenados por la terraza, buscando la manera de llegar a ella. Volvió a intentar alzarse pero no tenía un buen apoyo. Notó que empezaba a perder fuerzas.

Se preguntó qué golpearía primero el suelo, si sería la cabeza o los pies.

De pronto, se oyeron pasos y el puente se bamboleó con tanta fuerza que a punto estuvo de soltarse.

—¡Cuidado, maldita sea! —protestó—. ¡Por poco salgo despedida!

El hombre que se acercaba hacia ella debió de oírla porque avanzó con más tiento. Mientras, los dedos seguían resbalándole sobre la madera y oía vagamente los gritos desesperados de sus padres. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, una gruesa mano la cogió por la muñeca. Levantó la vista esperando ver a un guarda pero lo que vio fue una cara redonda e ingenua, rematada por una pelambrera rubia.

—¿Quién puñ…? —rezongó.

—Me llamo Uwen —contestó él acercando la otra mano.

Antes de que pudiera seguir preguntando, le cogió el brazo y tensando los músculos la aupó como si fuera una niña y la dejó en el puente. Abajo, el tono de los gritos pasó del miedo al alivio.

Dezra se apoyó en él, respirando fuerte.

—Gracias —consiguió articular.

—De nada —contestó él.

Viendo su sonrisa y la manera en que le brillaban los ojos azules, Dezra gruñó para sus adentros. Había visto esa mirada en muchos borrachos y era signo inequívoco de enamoriscamiento.

Se oyeron botas de clavos acercándose por los dos extremos del puente. No le quedaba ninguna escapatoria, así que se separó de Uwen con un encogimiento de hombros.

—Siento dejarte así —dijo volviéndose hacia los guardas que se aproximaban—, pero diría que están a punto de detenerme.