39

En el paso caían piedras de granizo del tamaño de huevos de petirrojo. El estruendo que provocaban al descender rebotando por la ladera ahogaba incluso el clamor de los truenos. Los compañeros se protegían la cabeza con capas y escudos mientras avanzaban con tiento para no resbalar sobre el hielo.

Más arriba, un rayo de cabeza doble cayó sobre un peñasco y lo desprendió entre una lluvia de agujas de piedra. Una ráfaga de viento canalizada por el estrecho los golpeó de frente. Borlos soltó una maldición al notar que le arrancaba la capa de las manos y se la llevaba volteándola en el aire hacia la oscuridad. Hizo ademán de salir tras ella pero Dezra lo cogió del brazo y los empujó hacia adelante.

Finalmente, vislumbraron delante de ellos el final de las paredes rocosas. Los compañeros se detuvieron y observaron con temeroso estupor.

El paso daba a la parte alta de una abrupta pendiente que descendía hasta un angosto valle en forma de cuenco. El valle estaba alfombrado de árboles todavía frondosos, ondulando bajo las ráfagas de viento como un océano agitado por un huracán. En medio de este mar cambiante, se erguía un roble enorme de hojas negras, cuyas robustas ramas se elevaban muy por encima del resto. Estaba quieto, en el ojo de la tormenta, pero emanaba una especie de inquietud, de infamia, que hizo subir un escalofrío por las columnas de los compañeros. El susurro de las hojas procedente de sus ramas se oía por encima de la furia del trueno y el viento. Inundaba sus oídos y se aferraba a sus mentes: era el sonido de la locura, oscuro, dulce y seductor.

—Más vale que sea Leño Terrible —dijo Borlos aclarándose la garganta—, porque si no lo es, no quiero ni pensar cómo será el verdadero.

—Sí lo es —dijo Trephas con los nudillos blancos de la fuerza con que apretaba la lanza—. Y si el árbol demonio está aquí, lord Chrethon no puede estar lejos.

—Y el Señor del Bosque —intervino Caramon.

—Si es que todavía vive… —repuso el centauro.

—¿A qué esperamos, entonces? —preguntó Dezra. Alzó la espada e inició el descenso entre piedras de granizo que rebotaban alrededor. Los demás se apresuraron a alcanzarla.

Los robles crecían muy juntos y el bosque estaba oscuro. El resplandor de los relámpagos se colaba entre las hojas en forma de lanzas de luz que iluminaban los troncos negros en centelleos que los deslumbraban. Trephas abría la comitiva, lanza en ristre, seguido de Dezra y Caramon. Borlos cerraba la marcha mirando hacia todas partes con ojos asustados.

—Noto algo —susurró mientras avanzaban serpenteando entre los árboles, saltaban sobre las raíces expuestas y apartaban ramas colgantes—, como si alguien sufriera…

—El Señor del Bosque —musitó Caramon mirando a Trephas, que asintió—. Eso quiere decir que Chrethon aún no la ha matado. Todavía estamos a tiempo.

El avance se hizo más dificultoso a medida que se internaban hacia el centro del valle. Los árboles crecían más juntos y a menudo encontraban cortado el paso por grupos de árboles que formaban verdaderos muros. Tenían que buscar pasos entre los troncos apiñados guiándose por la angustia que fluía procedente del corazón de la fronda.

Las ramas crujían al viento de manera inquietante y el susurro de las hojas los envolvía. De pronto, se escuchó un nuevo sonido: un ronco silbido por encima de sus cabezas. Dezra recordaba haberlo oído en la arboleda de Pallidice y se echó al suelo.

—¡Cuidado! —gritó.

Los otros la miraron extrañados y luego alzaron la mirada y vieron que las ramas descendían con un revuelo de hojas. Caramon levantó el escudo para defenderse de una gruesa rama, que lo golpeó con un sonoro chasquido y le hizo perder pie. Trephas se echó a un lado para esquivar una rama, que consiguió acariciarle la espalda con las ramitas del extremo y le arrancó un gruñido de dolor. Era como si un ogro lo hubiera azotado con una fusta. Blandió la lanza y cortó el extremo de la rama cuando ya volvía a elevarse.

Borlos, en cambio, estaba tan sorprendido que no supo apartarse y una rama lo golpeó en el pecho, dejándolo sin respiración y haciéndolo volar por los aires. Se golpeó contra el tronco nudoso de un roble, que arrancó un horrendo estruendo a su lira, y se derrumbó sin sentido.

—¿Qué es esto? —preguntó Caramon alzando la espada al ver descender más ramas. Volteó el arma y el filo hendió la madera—. ¡Hasta los árboles nos atacan!

Dezra hizo una mueca de angustia y se incorporó hasta ponerse en cuclillas. Entonces vio que una raíz retorcida salía de la tierra y avanzaba hacia ella. Retrocedió y le asestó un golpe con la espada cortándola en dos. El tocón se agitó, supuró un humor negro y volvió a enterrarse.

Borlos se agitó débilmente. La cabeza le daba vueltas. A su alrededor surgían de la tierra raíces que avanzaban hacia su cuerpo: una le cogió el tobillo izquierdo y otra se le enrolló en la muñeca derecha. Se apretaron hasta hacerle daño y lentamente empezaron a tirar hacia el suelo. Volvió en sí con un sobresalto y se puso a forcejear para liberarse.

—¡Dez! —gritó—. ¡Grandullón! ¡Ayudadme!

Caramon llegó el primero, con la espada en alto; la blandió como si fuera un machete y cortó una raíz, luego la otra y luego una rama que reptaba por el tronco hacia la cabeza. Alzó la hoja, dispuesto a cortar cualquier nuevo ataque, mientras Dezra le tendía la mano a Borlos para ayudarlo a incorporarse. Se volvieron hacia Trephas y vieron que el centauro había vuelto a colocarse la lanza en el arnés y se defendía con una espada corta, que blandía arriba y abajo para refrenar el ataque de ramas y raíces.

—¡Tenemos que seguir avanzando! —gritó Dezra hundiendo la punta de la espada en una raíz serpenteante—. Bor, ¿puedes correr?

El bardo apenas se sostenía de pie y respiraba con bastante dificultad. Se agachó al ver que una rama le pasaba muy cerca y una hoja le golpeó con fuerza la mejilla, dejándole una marca rojiza.

—Creo que no me va a quedar más remedio —dijo avanzando con paso inseguro.

Juntos, siguieron internándose en el bosque, entre robles que se agitaban amenazadores.

***

Era difícil sacar al Señor del Bosque de entre las zarzas. Las grandes espinas se habían hundido en el cuerpo del unicornio y se negaban a soltarlo, pero, finalmente, Chrethon consiguió que incluso las más reticentes la soltaran, y cogiéndola del cuerno, arrastró su cuerpo exangüe fuera del zarzal.

Había creído que se debatiría una vez libre del espino pero no fue así. Agotada por el dolor y el hambre, ya no le quedaban fuerzas para luchar y no opuso resistencia cuando arrastró su devastado cuerpo por la arboleda hasta el claro en que se erigía Leño Terrible. El árbol demonio ronroneó de placer cuando Chrethon dejó caer el cuerpo desfallecido del unicornio en el suelo herboso del calvero. Las hojas de Leño Terrible se hicieron eco de su placer con un regocijado susurro.

El tronco retorcido del árbol demonio se hinchó, palpitando como un oscuro corazón musgoso. Las ramas se retorcían entrechocando los extremos con un ruido de huesos descarnados. Los rayos iluminaban el claro como el sol a mediodía y los truenos hacían vibrar el aire.

Chrethon se cernía sobre la forma exangüe e inmóvil del unicornio, con Hiendealmas en la mano.

—¡Ha llegado la hora, Leño Terrible! —gritó—. ¡Déjame acabar con ella!

—Todavía no —rugió el árbol—. Debo estar preparado cuando descargues el golpe mortal.

«… mortal», murmuraron las hojas.

A Chrethon lo consumía la impaciencia pero aun así esperó, mirando con ansiedad al devastado unicornio.

La tierra alrededor del Señor del Bosque se abrió y del suelo surgieron gruesas raíces fibrosas que se agitaron en el aire, buscaron al unicornio y se le enroscaron alrededor del cuello y las patas. La agarraron con fuerza y tiraron hacia abajo, de manera que el vientre tocara la húmeda y pútrida tierra. Finalmente, todo quedó quieto. Cesaron los movimientos de Leño Terrible, excepto el lento palpitar del tronco, y volvió a oírse la voz ronca.

—Ha llegado la hora.

«… hora».

Chrethon sonrió y levantó a Hiendealmas con las dos manos.

—Cerrad los ojos, señora —murmuró—. Seré rápido.

Pero el Señor del Bosque lejos de hacerle caso, lo miró de frente y lord Chrethon percibió muchas cosas en su líquida mirada: decepción, desafío, arrepentimiento, pero por encima de todo, una profunda pena.

Celebrando la victoria con un aullido salvaje, Chrethon dejó caer el hacha. El crujido fue ensordecedor. Hiendealmas se hundió en la tierra. Chrethon soltó el hacha y dio un paso atrás, entre carcajadas triunfantes.

Pero las risas se acabaron pronto, en cuanto vio que el cuerno seguía unido a la cabeza del Señor del Bosque.

—¿Qué? —exclamó atónito.

Al principio creyó que había errado el golpe pero comprobó que no era así; el hacha había dado de lleno en el cuerno, en el que había rebotado antes de hundirse en la tierra. Entrecerró los ojos examinando el marfil y finalmente vio algo que hizo renacer sus esperanzas.

Era una leve marca, casi invisible, pero allí estaba, blanca contra el brillo plateado del cuerno.

Riendo entre dientes, recogió a Hiendealmas del suelo y volvió a levantarla.

—Parece ser que después de todo no va a poder ser rápido, señora mía —dijo.

***

El ruido del hacha al chocar contra el cuerno recorrió todo el valle, retumbando entre los árboles. Trephas dejó escapar un grito de angustia.

—No —gimió mesándose las crines—. ¡Por Chislev misericordiosa, llegamos tarde! El Señor del Bosque…

—¡Cuidado! —gritó Dezra y blandiendo la espada detuvo una rama que habría podido romperle la espalda al centauro—. Maldita sea, ¿quieres hacer el favor de seguir avanzando?

—¿Qué más da ya? —gimoteó Trephas sacudiendo la cabeza—. Está muerta. El Señor del Bosque ha muerto, y ya nada importa…

Entonces se oyó un segundo golpe, tan fuerte como el primero, por encima del trueno y el viento.

—Puede que no —dijo Borlos rompiendo el atónito silencio que siguió—. A no ser que tenga dos cuernos.

De repente, Trephas se rehízo, olvidando la desesperación de hacía unos instantes.

—¡Rápido! —ordenó el centauro lanzándose hacia adelante—. Quizá podamos llegar antes de que Chrethon acabe con el Señor del Bosque.

El bosque, no obstante, no estaba dispuesto a doblegarse a sus deseos. Ya estaban cerca del árbol demonio: el murmullo de sus hojas era muy fuerte y el estruendo de Hiendealmas al golpear el cuerno resonaba en sus oídos; pero el bosque se hacía cada vez más denso. Los árboles formaban un muro, las ramas azotaban el aire y las raíces intentaban cogerlos, todo para impedir que pasaran.

Intentaron abrirse camino a golpe de espada pero los robles no cedían. Frustrados, siguieron el muro buscando un lugar por el que atravesarlo. Oían cómo el hacha golpeaba una y otra vez. Trephas lloraba de impotencia, blandiendo la hoja a ciegas para mantener a raya a los árboles.

El hacha cayó tres veces más antes de que encontraran un resquicio en el muro. Era muy angosto y las ramas de los árboles a ambos lados tentaban a su alrededor, retorciéndose en el aire. Trephas y los otros corrieron hacia allí, usando las armas a modo de machete para abrirse camino. Al otro lado se oyó un nuevo golpe de Hiendealmas, y el susurro de las hojas de Leño Terrible sonó aún más fuerte.

Trephas seccionó la última rama que los amenazaba y se quedó frente a la abertura, con los costados palpitantes por el esfuerzo. Respiró hondo y dio un paso hacia adelante, en dirección a las sombras que había tras los árboles… y de inmediato retrocedió dando un grito, ya que las mismas sombras habían cobrado vida.

Surgieron de la oscuridad: eran cinco, con robustos cuerpos negros, y los cuernos, las patas y las pezuñas propias de cabras. Se movieron en completo silencio, blandiendo peligrosos cuchillos curvos que brillaban a la luz de los rayos.

—¡Sátiros! —gritó Trephas empuñando la espada corta contra las sombrías criaturas. La hoja se hundió en el pecho de un hombre-cabra y el arma se resquebrajó al tiempo que aquel abominable ser se derrumbaba.

Al momento siguiente, Borlos gritó de dolor notando que el cuchillo de uno de los sátiros le abría el dorso de la mano. Soltó el garrote, trastabilló y cayó de espaldas al suelo mientras el sátiro repetía el lance. Esta vez el cuchillo silbó atravesando el aire.

Caramon mató a un segundo sátiro con un embate tan fuerte que la espada se le clavó hasta la mitad en el cuerpo. El acero se resquebrajó con un terrible crujido, dejando un palmo de metal deshilachado donde antes estaba la hoja. Igualmente la utilizó para enfrentarse al sátiro que había atacado a Borlos. A su lado, Dezra balanceaba la espada haciendo retroceder al hombre-cabra que tenía delante. Entrecerró los ojos al reconocer la cabeza grande con un solo cuerno: era la misma criatura que había robado a Hiendealmas en Lysandon.

Otro sátiro atacó a Trephas dibujándole una línea sangrienta que separaba su cuerpo de caballo de la mitad humana. El arma quedó trabada en el arnés de guerra del centauro y el sátiro la soltó y perdió el equilibrio. Retrocedió abriendo mucho los ojos al ver que Trephas se levantaba de manos y lo coceaba dejándolo extendido en el suelo. Luchó desesperado intentando levantarse pero Trephas no pensaba darle la oportunidad.

Se agachó a recoger una de las ramas que él y los otros habían cortado de los árboles y sin vacilar un segundo golpeó al sátiro con ella. Le asestó golpe tras golpe hasta que el sátiro dejó de moverse y la rama se resquebrajó.

La tiró a un lado y avanzó hacia la abertura entre los árboles. Pero entonces se detuvo y miró hacia atrás. Dezra y Caramon luchaban ferozmente contra los dos sátiros restantes. Borlos estaba de rodillas en el suelo, buscando un arma. Trephas vaciló, desgarrado, y dio un paso hacia los humanos.

—¿Se puede saber qué haces? —le espetó Dezra mientras paraba el cuchillo de Hurach con la espada y tendió la mano libre hacia la abertura entre los árboles—. ¡Vete! ¡No nos esperes!

Trephas aún vaciló unos segundos, hasta que a sus espaldas volvió a oírse el crujido de Hiendealmas contra el cuerno. Entonces se dio la vuelta y se lanzó entre los árboles. Sacó la lanza del arnés y se internó en la oscuridad lanzando un feroz grito de guerra.

—¡Por las barbas de Reorx! —maldijo Dezra—. ¡Pensaba que nunca se iría!

Caramon dejó escapar una carcajada ronca al tiempo que paraba el rápido cuchillo de su oponente. La hoja arañó el escudo y Caramon empujó hacia adelante, tirando al sátiro al suelo. Giró el torso y le clavó en la garganta los restos de su maltrecha espada. La sacó y estalló por segunda vez, pero ya no quedaron sino trozos de metal esparcidos.

En ese momento, Dezra dio un grito y cayó con el cuchillo de Hurach clavado en el muslo. Aterrizó sobre una rama caída y se hizo un ovillo, retorciéndose de dolor. El sátiro le arrancó la hoja de la pierna y dio un salto con la intención de alcanzarla en el pecho.

Viendo el cuchillo levantado, Caramon corrió con toda la fuerza de sus enormes piernas. La furia resplandeció, en su mente como un sol rojo y, dando un aullido terrible, se deshizo del dolor, el agotamiento y la edad para lanzarse contra el hombre-cabra.

Golpeó a Hurach con el escudo por delante y la fuerza de una roca. El sátiro cayó de lado y soltó la daga, que voló por los aires. Caramon se le tiró encima, con el rostro contraído de rabia, y martilleó con su grueso puño el rostro de Hurach.

—¡No te acerques a mi hija! —gritó con voz de trueno.

Gritando como un poseso, golpeó una y otra vez al sátiro, pero Hurach, en lugar de perder el conocimiento, reunía todas sus fuerzas para quitárselo de encima. Entre la confusión de la rabia, Caramon buscaba un arma pero no encontraba nada. Se había quedado sin espada y el escudo no servía. Incluso el cuchillo del sátiro había caído demasiado lejos. Finalmente, se quitó de la cabeza el casco de alas de dragón y lo estampó contra la nariz de Hurach.

Se oyó un terrible crujido de huesos y cartílagos, y el rostro del sátiro quedó hecho una masa sanguinolenta. Rugiendo como un loco, Caramon lo golpeó otra vez, y otra. Finalmente, al cuarto golpe, la punta de una de las alas de bronce del casco penetró en la sien del sátiro. Hurach se agitó con un brutal espasmo con el que se quitó a Caramon de encima y luego quedó inerte.

El casco, clavado en el cráneo de Hurach, se estremeció y estalló en una lluvia de metal.

Caramon permaneció inmóvil, mirando los restos del casco. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que algo se movía a su lado y notó la mano de Dezra en el hombro. Alzó los ojos, aturdido.

—Me gustaba mucho ese casco —dijo—. Lo he llevado durante cincuenta años.

—Ya lo sé —repuso ella.

Se agachó frente a él y le tendió la mano. Caramon dejó que lo ayudara a levantarse.

—Estás herida —dijo mirándole la pierna.

—Poca cosa —dijo ella moviendo la cabeza—. Duele como todos los demonios del Abismo pero puedo andar. Ahora vamos… Tenemos que ayudar a Trephas.

Se dio la vuelta para ayudar a Borlos a levantarse y Caramon volvió a mirar el cuerpo de Hurach, se agachó y recogió un trozo de metal ensangrentado: una de las alas del casco. La hizo girar en la mano y luego se incorporó dando un suspiro y se la guardó en el cinturón. Escogió una rama gruesa como arma y se unió a los otros. Juntos atravesaron la abertura entre los árboles y se dirigieron hacia el corazón de la arboleda.

***

Chrethon notó que los brazos le ardían de cansancio al descargar a Hiendealmas por décima vez sobre el cuerno del Señor del Bosque. Había conseguido hacerle una leve muesca con pequeñas grietas alrededor. El unicornio tenía los párpados apretados y jadeaba con los ollares muy abiertos.

—¡Otra vez! —rugió Leño Terrible.

«… vez», repitieron las hojas.

Chrethon dejó caer el hacha. Quería descansar, relajar los doloridos músculos, pero el árbol demonio no le dejaba. Impelido por la voz de Leño Terrible, cogió el hacha con las dos manos y se preparó para dar el siguiente golpe. Levantó a Hiendealmas

Y entonces lo oyó: ruido de cascos, cada vez más cercano, acercándose entre los árboles. Bajó el arma y se dio la vuelta.

Con un rugido, Trephas surgió de entre las sombras. Avanzaba a tal velocidad que Chrethon a punto estuvo de no reaccionar a tiempo para apartar la lanza. La punta, dirigida al corazón de Chrethon, le dio en el brazo izquierdo y se hundió en su escasa carne. El astil se quebró por la fuerza del golpe y Trephas chocó contra Chrethon. Los dos cayeron al suelo en un amasijo de patas y brazos.

Se debatieron un momento en el suelo, coceando y agarrándose, pero enseguida Chrethon empujó a Trephas y se separó. Trephas aprovechó para cogerle la espada del arnés. El acero chirrió al sacarla de la vaina y ambos recuperaron el equilibrio.

Se mantenían apartados, respirando pesadamente y con las armas preparadas para atacar. A Trephas le goteaba sangre de la barbilla y se la enjugó con el revés de la mano.

Chrethon aprovechó el momento para atacar haciendo girar a Hiendealmas en el aire. Trephas levantó la espada para detener el golpe, luego reconoció la finta y dio un salto atrás en el momento en que Chrethon invertía el golpe y hacía girar el arma hacia arriba, con la intención de golpearlo desde abajo. El hacha topó con carne y hueso, que traspasó con la misma facilidad, y dos dedos de la mano izquierda de Trephas cayeron al suelo.

Con un gemido de dolor, retiró la mano herida y se agachó a tiempo de notar que Hiendealmas silbaba en el aire sobre su cabeza. Se irguió de nuevo y bajó la espada a fin de parar un lance dirigido a las patas. Chocó contra el astil de Hiendealmas y la fuerza del golpe estuvo a punto de hacerle soltar la hoja.

Volvieron a separarse y se movieron en círculo. Esta vez fue Trephas el que atacó lanzándose hacia adelante con la espada. Consiguió hacerle un tajo en el vientre pero no era lo bastante profundo para ocasionarle la muerte. El skorenoi atacó, como respuesta, y Trephas saltó hacia atrás… pero tropezó.

El rostro de Chrethon se iluminó con demencial alegría al verlo caer de rodillas y soltar la espada. Alzó a Hiendealmas en el aire, dispuesto a descargarla sobre su oponente indefenso.

Entonces advirtió la mirada de Trephas y la sonrisa se convirtió en mueca en el instante en que el centauro se lanzó hacia arriba, hincando el hombro en el estómago de Chrethon. El aire salió expulsado de los pulmones del skorenoi con un ronquido seco mientras Trephas seguía empujando hacia adelante. Le rodeó la cintura con los brazos y apretó con todas sus fuerzas. Chrethon jadeó intentando blandir el hacha pero no tenía espacio. Mientras tanto, Trephas lo zarandeaba de un lado a otro, empujando y retorciéndose. Finalmente, Chrethon perdió pie y los dos volvieron a caer al suelo. Hiendealmas cayó fuera de su alcance.

Trephas cambió de estrategia y le pasó el nervudo brazo por la garganta. Chrethon empezó a ahogarse pero cuando ya estaba a punto de perder la conciencia, Trephas aflojó la presión. A pesar de la pasión de la lucha, el centauro no estaba tan fuera de sí como para matarlo directamente con las manos. Dejó a Chrethon tosiendo en el suelo, fue a recoger la espada que había dejado caer y volvió cojeando junto al skorenoi. Chrethon intentó levantarse pero no pudo.

—Ya está —dijo levantando la barbilla, desafiante—. Acaba conmigo de una vez.

Trephas le hundió la espada en el pecho. Chrethon hizo una mueca, dejó escapar un débil jadeo y la espada estalló en incontables fragmentos.

Se hizo el silencio en el valle. Incluso la tormenta pareció calmarse con la muerte de lord Chrethon. Al poco se elevaba un profundo y feroz rugido, al principio casi inaudible pero progresivamente más y más fuerte, hasta oírse por encima de los truenos y hacer temblar la tierra bajo los cascos de Trephas. Las ramas de Leño Terrible se agitaban con furia. Trephas miró al árbol demonio con las pupilas dilatadas por el pánico.

Entonces el suelo se abrió y surgieron gruesas raíces velludas. Apenas tuvo tiempo de gritar aterrorizado mientras se enrollaban en su cuerpo y lo arrastraban hacia abajo.