38

Media docena de skorenoi hacían guardia en el paso que daba a la arboleda de Leño Terrible. Los compañeros se detuvieron a treinta pasos de ellos, observándolos desde un grupo de robles podridos.

—Esto no va a ser nada fácil —murmuró Caramon. Respiraba con gran dificultad y tenía el rostro contraído por el dolor—. Trephas, ¿crees que podrías abatir a uno desde esta distancia?

El centauro miró al cielo, en el que seguían arremolinándose nubes negras iluminadas en el interior por continuos relámpagos. Frunció el ceño, dejando que la flecha repiqueteara contra la madera.

—Creo que sí —contestó—, pero tal como cambia el viento, no estoy seguro.

—Inténtalo igualmente —dijo Dezra—. Seis son demasiados para intentar deshacernos de ellos al pasar.

Asintiendo, Caramon sacó una flecha de la aljaba y la colocó en el arco. Al tensar la cuerda, sin embargo, los brazos empezaron a temblarle. Intentó apuntar pero enseguida destensó la cuerda.

—¿Grandullón? —lo llamó Borlos tocándole el brazo.

—Dame un minuto —gruñó apartándolo.

Las manos de Dezra, no obstante, ya estaban sobre las suyas, haciéndole soltar el arco.

—Trae —dijo—. Ya lo hago yo.

—¿Tú? ¿Desde cuándo manejas el arco? —preguntó Caramon.

—Desde nunca, pero al menos podré apuntar sin que tiemble la flecha.

Ceñudo, le entregó el arco, se puso el escudo en el brazo y preparó la lanza. Dezra levantó el arco, tensó la cuerda y apuntó con cuidado.

—Yo me quedo con el de la izquierda —susurró—. ¿Trephas?

—Bien —repuso el centauro—. Estate a punto.

Caramon se puso la lanza en ristre y, a su lado, Borlos asintió. Trephas se volvió hacia los centauros, apuntó y contuvo la respiración esperando a que se calmara el viento. Cuando notó que se paraba, no perdió el tiempo.

—Ahora —dijo.

Las cuerdas de los dos arcos vibraron al unísono y las flechas salieron disparadas de entre la fronda. El proyectil de Trephas dio a un skorenoi en el ojo y explotó lanzando hacia, atrás la cabeza de la criatura mientras se derrumbaba. El disparo de Dezra alcanzó en el pecho a su víctima, que bajó los ojos para mirar el reguero de sangre brillante que le manaba de la herida. Al momento siguiente, el astil se quebraba y la criatura caía al suelo. Los otros cuatro skorenoi miraron aturdidos a sus camaradas muertos.

—¡Adelante! —gritó Caramon.

Los compañeros salieron de su escondrijo con las armas en alto. Los skorenoi dieron un paso atrás y se volvieron para enfrentarse a Trephas y a los humanos. Dos de los supervivientes llevaban arcos pero dispararon precipitadamente, sin apuntar. Una de las flechas pasó de largo, por encima de la cabeza de Dezra. La otra alcanzó a Caramon, que la apartó con un golpe de escudo.

Trephas disparó otra vez sin dejar de correr y la flecha atravesó la garganta de uno de los arqueros, tras lo cual estalló haciéndose astillas. Al mismo tiempo, Caramon redujo el paso y arrojó la lanza con todas sus fuerzas. El arquero apenas tuvo tiempo de gritar mientras la lanza le atravesaba el pecho y luego cayó al suelo entre una lluvia de esquirlas.

Dezra fue la primera en alcanzar a los dos restantes, que la estaban esperando de pie el uno junto al otro, bloqueando el paso. Uno blandió la lanza contra ella. La esquivó tirándose al suelo. Rodó sobre sí misma y se incorporó sobre una rodilla a tiempo para levantar la espada y parar el garrote del segundo skorenoi. El lancero echó el brazo hacia atrás para blandir de nuevo el arma, vio al resto de compañeros que se le venían encima y se volvió hacia ellos. Barrió con la lanza el espacio que tenía delante en el momento en que Borlos se abalanzaba contra él y el bardo trastabilló y cayó de espaldas, librándose de que el filo lo hiriera en la cara por muy poco.

A continuación intervino Trephas, que, dejando a un lado el arco, había soltado la lanza del arnés. Él y el lancero intercambiaron una buena tanda de golpes que hicieron crujir los astiles de sus respectivas armas. Los dos recibieron heridas en el breve enfrentamiento, Trephas en el pecho y el skorenoi en la mejilla, y se apartaron, respirando con dificultad.

Dezra y su oponente estaban trabados en un duro enfrentamiento, blandiendo sin piedad la espada y el garrote. Estaban bastante igualados pero entonces intervino Caramon, con la cara roja y brillante de sudor. Apartó a su hija y embistió con la espada. El skorenoi esquivó el lance, se levantó de manos y pateó en el aire, dándole una coz en el brazo que le hizo soltar la espada. La hoja salió volando y aterrizó fuera de su alcance. Caramon se desplomó con gran estrépito. Quedó extendido en el suelo, pugnando por levantarse.

El skorenoi miró a su alrededor, buscando a Dezra, que volvió a entrar en combate blandiendo la espada. La criatura levantó el garrote y paró el golpe con facilidad…

De pronto, se le dilataron las pupilas al ver la daga que llevaba en la otra mano y que iba directa hacia el flanco desprotegido. Intentó pararla con la clava pero había reaccionado tarde. Dezra le hundió el cuchillo entre las costillas y lo soltó, dejándolo en el interior del cuerpo de la criatura. La hoja estalló y abrió un agujero en el costado del skorenoi, que ya caía derrumbado.

—Bien hecho —gruñó Caramon levantándose con grandes trabajos. Miró hacia donde Trephas y Borlos luchaban con el último de los guardas y vio cómo Trephas le abría un largo tajo en el brazo con un golpe de lanza y luego se la hundía en el estómago. El skorenoi se dobló por la mitad y Borlos intervino dándole un mazazo en la cabeza. Se desplomó y el arma del bardo estalló en incontables fragmentos. El camino al valle estaba libre.

Dezra estaba al lado de Caramon y le tendía la espada.

—Gracias —dijo él cogiéndola.

—Ya no estás tan joven —repuso ella con una sonrisa torcida.

Luego se dio la vuelta y se alejó en dirección al valle. Trephas y Borlos la siguieron y, de camino, el bardo se apropió del garrote de uno de los skorenoi.

Caramon envainó la espada y titubeó, haciendo una mueca al notar una punzada en el hombro. Siguió a los otros frotándose el brazo e intentando reducir el dolor con un esfuerzo de voluntad.

***

El sol se puso. La noche cayó sobre las montañas y las huestes de skorenoi volvieron a intentar vadear el río para perseguir a sus enemigos.

Gyrtomon gritó una orden y los centauros dispararon de nuevo, acribillándolos con sus flechas. Los guerreros de Leodippos se amontonaban y caían al agua. Las flechas que alcanzaban su objetivo estallaban y llenaban el aire de astillas. Pero esta vez los skorenoi no se desbandaron. Desde la orilla, sus arqueros respondían disparando contra los centauros situados al otro lado del río, y empezaron a causar bajas, entre heridos y muertos.

Leodippos se convulsionó entre crueles carcajadas. Se había insultado a sí mismo y a sus guerreros por no prever la emboscada. Había sido un golpe terrible pero enseguida supo, igual que Gyrtomon al otro lado, que ahora era él quien tenía la sartén por el mango.

Empezó a saborear la victoria viendo a sus guerreros vadear el río. La respuesta de los skorenoi había sembrado el desorden entre los centauros, que se dispersaban por la ladera para evitar ser alcanzados. Con la disminución de flechas, el avance de sus huestes se hizo inexorable. Aunque el río los retrasaba y la vanguardia seguía cayendo, los skorenoi presionaban y se iban acercando a la otra orilla. Pronto alcanzarían tierra firme y podrían correr ladera arriba persiguiendo a sus enemigos hasta darles muerte.

Los centauros hacían todo lo posible por impedirlo. Gyrtomon dio una orden y sus tropas se lanzaron colina abajo blandiendo lanzas y garrotes. Formaron una barrera a lo largo de la orilla con la esperanza de impedir que las huestes enemigas salieran del agua.

Leodippos veía claramente que los centauros no eran suficientes para contener el ataque. Reconoció a algunos de ellos: Gyrtomon y Nemeredes aquí, Eucleia allí, y Pleuron un poco más allá, y sonrió. Antes de que amaneciera, se prendería todas sus colas en el arnés.

—¡Por el Señor del Bosque! —gritó Gyrtomon saliendo al galope para unirse a sus tropas.

Los centauros repitieron el grito y alzaron un verdadero bosque de espadas y garrotes. Aullando en respuesta, los skorenoi se lanzaron contra ellos. Los dos ejércitos se encontraron con un estruendoso choque de metal y madera, carne y hueso.

Ambas partes sufrían pérdidas de guerreros, atravesados por las lanzas o aplastados por los garrotes. Tras las líneas de Gyrtomon, potros de uno y otro sexo corrían de un lado a otro, entregando armas de repuesto a los que perdían las suyas. El frente no se movía. Los centauros contenían valientemente el avance de los skorenoi, manteniéndolos en las frías y tumultuosas aguas.

Pero no podía durar. Cada vez que caía un guerrero de Leodippos, otro skorenoi se adelantaba a ocupar su puesto, y el río y la otra orilla estaban atestados de nuevos guerreros dispuestos a entrar en liza. Los centauros, en cambio, carecían de refuerzos y acabarían por quedarse sin armas. Sus filas empezaron a flaquear bajo la presión del enemigo. Si los skorenoi conseguían romper el cerco, los centauros estarían completamente perdidos y esta vez no habría ninguna vía de escape como en Ithax.

Leodippos estaba junto a la orilla. Los guerreros pasaban por su lado y se lanzaban al río. Alzó su cabeza de formas equinas y gritó.

—¡Estáis acabados, señores míos! ¡Ya nada puede salvaros!

En ese momento oyó un extraño sonido: algo así como un leve zumbido. Miró a su alrededor, sorprendido. Lo oía por todas partes pero no distinguió nada en la oscuridad.

De pronto, vio de qué se trataba. Sobre sus cabezas, agitando unas alas plateadas, había cientos de pequeñas figuras vestidas de colores luminosos. Cada una llevaba un diminuto arco con una flecha en miniatura colocada en la cuerda. Sonreían.

Dando un aullido, Leodippos se tiró al agua. Al saltar, oyó que el aire reverberaba con la música de cientos de cuerdas de arpa tañidas al unísono. Chocó contra el agua y perdió la lanza al caer entre sus guerreros. La presión de los cuerpos lo hundió. Se debatió coceando con todas las patas en un intento desesperado de evitar que lo arrastrara la corriente.

Finalmente, consiguió sacar la cabeza y, atragantándose, hizo un esfuerzo por plantar los cascos en el lecho de río y recuperar el equilibrio. Estaba a unos cien pasos de sus guerreros. La batalla continuaba pero había cambiado su curso. Los skorenoi miraban hacia atrás, aullando de terror.

Se volvió a mirar la otra orilla y se quedó paralizado. La orilla desde la que se había arrojado al agua estaba cubierta de cadáveres. Había cientos de skorenoi muertos, caídos allí donde los habían alcanzado los dardos de los duendes, que ya disparaban la segunda andanada con sus pequeños arcos. El aire vibró con la música de arpa y otro grupo sucumbió al potente veneno de las flechas.

Ante su mirada incrédula, los duendes avanzaban hacia la retaguardia de sus huestes. Los guerreros se empujaban, gritando y agitando sus armas en el aire, pero aquellas criaturas aladas se limitaban a sonreír manteniéndose fuera de su alcance y lanzando dardo tras dardo envenenado.

Pronto no quedó un solo skorenoi vivo en la orilla. Lentamente, los duendes empezaron a cruzar el río, avanzando entre las filas de atacantes sin dejar supervivientes a su paso.

Todo estaba perdido. Años de capturar centauros para que Leño Terrible los deformara, de victoria tras victoria sobre el Círculo, para nada. Observando cómo los duendes acababan con sus tropas, supo que no cabía esperanza. Los centauros, que hacía pocos momentos estaban a punto de sufrir una vergonzosa derrota, ahora era indudable que prevalecerían.

Decidió entonces que no moriría bajo las saetas de los duendes. Si moría, que fuera luchando contra el enemigo, tal como debía ser.

Dio la espalda a las mortíferas criaturas aladas, que ya habían atravesado un cuarto del ancho del río, y miró hacia el otro lado, donde seguía librándose una encarnizada batalla. Recorrió la orilla y pronto divisó a uno de los miembros del Círculo, hacia el final de las líneas enemigas. Era Nemeredes el Viejo y, cerca de él, estaba Gyrtomon.

Con una sonrisa burlona, Leodippos buscó en el agua hasta encontrar un garrote con el que sustituir la lanza que había perdido y avanzó con sigilo hacia tierra firme.

***

El rostro pintado de Arhedion, ahora manchado de sangre enemiga, se contrajo en una mueca cuando la lanza enemiga le desgarró el hombro. El dolor le recorrió el brazo de arriba abajo y coceó con las dos patas delanteras. Por fortuna, la doble patada en el aire le rompió el brazo a su enemigo pero no llegó a matarlo. Arhedion había visto a más de un centauro desplomarse con las patas destrozadas por la magia que destruía cualquier arma que matara a un skorenoi.

Su oponente trastabilló cogiéndose el brazo inútil y Arhedion hundió la lanza en la cara de la criatura. La soltó y estalló en pedazos, lanzando al agua al skorenoi sin vida. El agua, ya teñida de rosa por la sangre, adquirió un tono escarlata en el punto donde cayó.

Arhedion se retiró del frente cuando ya se adelantaba otro skorenoi dispuesto a ocupar el lugar de su compañero.

—¡Arma! —gritó Arhedion mirando hacia atrás.

Una joven potra negra corrió hacia él con un atado de lanzas y garrotes al lomo. Separó una lanza del haz, se la arrojó y siguió avanzando al trote, atendiendo a otras llamadas. Arhedion cogió el arma y volvió a la batalla, buscando un hueco entre las tropas de centauros. Pronto encontró uno: cerca del extremo, no muy lejos del punto desde donde Gyrtomon y Nemeredes supervisaban la batalla, la defensa empezaba a flaquear. Mientras miraba, un skorenoi blandió una guadaña segando las patas delanteras de un centauro y en el golpe de vuelta lo degolló.

Lanzando un feroz aullido, Arhedion galopó hacia él abriéndose paso entre las filas de guerreros. Contrarrestó la guadaña con la lanza y la hizo girar con la habilidad de un experto rompiéndole el asta contra el cuello. El skorenoi perdió el equilibrio y cayó de lado, momento que aprovechó el semental blanco que estaba junto a Arhedion para aplastarle el cráneo con la clava y luego deshacerse del arma lanzándola lejos. El garrote estalló en pedazos antes de tocar el suelo.

—Gracias —dijo Arhedion mientras el semental blanco se alejaba pidiendo un arma de repuesto.

Así se había desarrollado la batalla desde el principio, siguiendo una secuencia igual para todos: pelear, matar, retirarse, rearmarse y volver a la lucha. Estaba siendo una contienda dura y sangrienta, dada la desproporción numérica, pero no había podido evitarse. Había sido necesario contener el avance de los skorenoi hasta que estuvieron todos concentrados junto al río. Habían muerto partidas enteras de centauros pero las víctimas aún eran más numerosas en el otro bando. Desde el inicio de la batalla, Arhedion había matado a nueve enemigos y había contribuido a la muerte de una docena más.

Miró sobre la concentración de fuerzas enemigas y vio que el aire brillaba con motas plateadas: la luz de las estrellas reflejada en las alas de los duendes. Las diminutas criaturas seguían avanzando y ya casi estaban a mitad de camino. Sus arcos componían dulces melodías al tiempo que abatían a los skorenoi. Arhedion sonrió. Los duendes no tardarían mucho en llegar a la orilla. La contienda ya estaba sentenciada y ya sólo restaba acabar con los últimos enemigos. En una hora se habría acabado todo.

A punto estuvo de no vivir para verlo. Distraído mirando a los duendes, por poco no vio al skorenoi jorobado que lo embestía balanceando el garrote con las dos manos. Se apartó dando un grito y la clava le pasó silbando a un dedo del pecho. Paró el golpe de vuelta con la lanza y arremetió de nuevo, abriéndole una herida en el cuero cabelludo. El skorenoi soltó el garrote lanzando un aullido y Arhedion le hundió la lanza en el pecho. La lanza se resquebrajó mientras él se retiraba del frente.

—¡Arma! —gritó.

Está vez tardó más en llegar la potra que repartía las armas. Estaba al otro lado de la línea, repartiendo lanzas lo más rápido posible. Volvió a gritar agitando los tatuados brazos y echó una ojeada hacia atrás. La defensa aguantaba pero los skorenoi atacaban con fiereza y había más centauros que se habían quedado sin armas. Miró a su alrededor buscando algo que hiciera las veces de arma. A su izquierda había una gran roca, medio hundida en el barro. Dio un paso hacia ella… y se detuvo.

Algo se movía en la oscuridad detrás de Nemeredes y Gyrtomon. Entrecerró los ojos y distinguió una forma: un robusto skorenoi de cabeza equina. Se abalanzaba sobre ellos desde la oscuridad, sosteniendo un garrote en alto.

—¡Señores! —gritó—. ¡Detrás!

Demasiado tarde. Leodippos cayó sobre ellos cuando se volvían a mirar. Blandió el garrote y golpeó a Nemeredes en la mandíbula. Se oyó un terrible crujido y el viejo jefe cayó al suelo con el cuello doblado en ángulo.

—¡No! —aulló Arhedion, horrorizado.

Con un rugido de rabia, Gyrtomon cargó contra él blandiendo la lanza. Leodippos consiguió coger el astil y tiró con todas sus fuerzas, hasta arrebatársela y arrojarla lejos. Desequilibrado, Gyrtomon se precipitó contra él y ambos cayeron en el barro, coceando con sus largas patas. Arhedion los miró aturdido durante un momento y luego echó a correr hacia la roca que había visto. Apretó los dientes y concentró sus fuerzas para arrancarla del suelo.

Leodippos y Gyrtomon se debatían en el suelo, luchando cuerpo a cuerpo. Finalmente, el skorenoi consiguió ponerse encima. Había perdido el garrote, así que se abalanzó sobre Gyrtomon y le hundió la cara en el barro, intentando ahogarlo. Gyrtomon forcejeaba desesperado pero no conseguía sacárselo de encima. Empezaron a abandonarle las fuerzas y cada vez se debatía con menos fuerza. Leodippos soltó una carcajada ronca al ver las burbujas que se formaban en el barro a los lados de la cabeza de Gyrtomon.

Arhedion escarbó alrededor de la roca hasta que le sangraron los dedos mientras le corrían por las mejillas lágrimas de frustración. Frenético, levantó la mirada y vio que Gyrtomon casi había dejado de moverse. Tiró con todas sus fuerzas, decidido, si no conseguía sacarla en ese mismo momento, a atacar a Leodippos con las manos desnudas. Mejor perder las manos, si llegaba el caso, que dejar morir a Gyrtomon.

Con un potente ruido de succión, finalmente la roca se desprendió del suelo. Arhedion estuvo a punto de perder el equilibrio pero se recuperó y, echándose la roca al hombro, cargó contra Leodippos.

El skorenoi estaba concentrado en Gyrtomon y no vio a Arhedion hasta que el explorador estuvo encima de él. Las pupilas se le dilataron al ver la enorme roca que el centauro levantaba para golpearlo con un terrible crujido en el morro de caballo. La roca estalló en una lluvia de guijarros y Leodippos se desplomó en el barro con la cara destrozada. Agitó un segundo las patas y luego se quedó inmóvil.

Arhedion corrió junto a Gyrtomon y lo sacó del barro. El adalid tosió y escupió, y luego miró a Arhedion y sonrió.

—Gracias —dijo cuando pudo articular una palabra sin ahogarse.

Arhedion sacudió la cabeza mirando el cuerpo que yacía un poco más allá de Leodippos.

—No, no me deis las gracias —dijo—. Os he fallado, señor. No he salvado a vuestro padre. Debería haber sido más rápido.

Gyrtomon siguió su mirada e hizo una mueca de angustia al ver a Nemeredes. Agachó la cabeza, tembloroso, y luego volvió a alzarla, pugnando por contener las lágrimas.

—No digáis tonterías —dijo—. Habéis sido todo lo rápido que habéis podido. Pero ahora no hay tiempo para eso —añadió tendiéndole la mano—. Volvamos a la lucha. Podremos lamentarnos cuando la última de estas bestias haya muerto.

Arhedion vaciló mirando los cadáveres pero enseguida asintió y dio una palmada a Gyrtomon en el hombro. Juntos, se reincorporaron a la batalla.

***

Pronto acabó todo. Los duendes alcanzaron la orilla sin dejar detrás de ellos más que cadáveres retorcidos. La línea de skorenoi se quebró y la batalla que se desarrollaba a lo largo de toda la orilla se redujo a escaramuzas aisladas y luego acabó. Los centauros no dejaron un solo skorenoi vivo. Incluso después de terminada la contienda, recorrieron el campo de batalla con las lanzas en alto, buscando enemigos que todavía respiraran. De vez en cuando, se oía un grito y el ruido de la madera al estallar, indicios de que habían encontrado alguno.

Cuando esa desagradable tarea se dio por concluida, se preocuparon de sus propios muertos. La victoria de los centauros se había conseguido a un alto precio. De los dos mil que habían luchado a la orilla del río, más de seiscientos habían fenecido. En silencio, tan cansados que no eran capaces ni de llorar, los centauros retiraron a sus víctimas de entre la maraña de cadáveres de skorenoi y los dejaron en la ladera.

Gyrtomon y Arhedion estaban junto al cuerpo de Nemeredes el Viejo. Al terminar el combate, lo habían alejado de los despojos de Leodippos y lo habían tendido en el suelo junto a sus armas. Ahora tenía los ojos cerrados y las heridas lavadas con agua limpia, recogida corriente arriba. Gyrtomon contemplaba los restos de su padre con la mirada perdida, sin decir nada. Arhedion le puso una mano en el hombro.

Se oyó un ruido de cascos que se acercaban y Gyrtomon alzó la vista para ver quién llegaba. Era el resto del Círculo: los otros tres jefes, que habían sobrevivido a la batalla, aunque Pleuron tenía un profundo corte en la mejilla y Lanorica, la hija de Menelachos, cojeaba y el rostro se le contraía de dolor cada dos pasos. Junto a ellos volaban dos duendes, Fanuin y Ellianthe.

Eucleia se adelantó hasta colocarse junto a Gyrtomon y miró a Nemeredes sacudiendo la cabeza.

—Es terrible —dijo—. Vuestro padre y yo no solíamos estar de acuerdo, Gyrtomon, pero igualmente era mi amigo. —Vaciló un segundo y luego lo cogió por los hombros y le hizo girar hasta dar la espalda a los despojos de su padre—. Ahora sois un jefe, Gyrtomon, y un héroe de nuestro pueblo. Nos habéis salvado de un terrible destino.

Gyrtomon se quedó pensando y luego respondió:

—No, mi señora, no sólo yo. Todos nosotros, los centauros y los duendes. Pero quizá, todo sea inútil —dijo señalando con la cabeza hacia el bosque.

Los centauros y los duendes se volvieron a mirar. Hacia el este, más allá de Sangelior, los nubarrones seguían arremolinándose iluminados por los rayos.