Sangelior estaba casi desierta. La mayoría de los skorenoi restantes habían partido hacia el oeste para unirse a las huestes de Leodippos. La ciudad estaba prácticamente a oscuras, con las tiendas y cabañas vacías.
Los compañeros estaban escondidos en un grupo de abedules, cuya corteza, semejante al papel, aleteaba agitada por el viento frío. Mantenían las armas envainadas a fin de evitar que un reflejo del sol de la tarde sobre el metal los pudiera delatar.
Trephas dejaba que la flecha repiqueteara sobre el arco mientras escudriñaba entre las diseminadas barracas de Sangelior.
—Por lo poco que conozco este lugar, la arboleda de Leño Terrible está al otro lado de la ciudad —dijo.
—Será mejor que la rodeemos —susurró Caramon. Tenía el rostro ceniciento y respiraba con dificultad. Habían corrido durante casi todo el camino desde donde los había dejado Pallidice—. Quedan bastantes skorenoi para complicarnos mucho la vida si nos ven.
Apenas habían empezado a alejarse, cuando Dezra levantó la mano.
—Esperad —susurró señalando con el dedo.
Se quedaron paralizados. A unos cincuenta pasos, había un grupo de espinos sin hojas, cargados de frutos marchitos. Los compañeros observaron con atención pero al principio no vieron nada. De pronto, las sombras se agitaron y las zarzas crujieron.
—¿Allí hay algo? —murmuró Borlos llevándose la mano al mango de la maza—. ¿Qué puede ser?
—No consigo verlo. Está demasiado oscuro —dijo Caramon entrecerrando los ojos.
De repente, las sombras se abultaron y los espinos se separaron. Una deforme figura negra, con un solo cuerno y robustas patas de cabra, emergió de la oscuridad. La conocida forma de un hacha de doble hoja brilló en sus manos reflejando los rayos del sol poniente.
—Maldita sea —jadeó Dezra.
Sin perder tiempo, Trephas levantó el arco y tendió la cuerda. Ajustó la trayectoria apuntando la ancha cabeza metálica de la flecha hacia el tenebroso hombre-cabra. Se mordió el labio y disparó.
La saeta cruzó el aire a la velocidad del rayo y se clavó en los arbustos, a cuatro dedos del sátiro.
El ruido sobresaltó al hombre-cabra, que entonces vio a los compañeros, se dio la vuelta y desapareció tan rápido como le permitieron sus pezuñas.
Caramon cogió su arco y lo levantó, pero luego soltó un juramento y volvió a bajarlo: Hurach ya estaba fuera de su alcance.
Trephas miraba los arbustos desconcertado. El color rojizo de su rostro había desaparecido. Dejó caer el arco y se mesó las crines, estremeciéndose. Un leve sollozo se escapó de sus labios.
—He fallado —gimió—. ¡Fallado! Hemos llegado hasta aquí para… —Agachó la cabeza y dejó caer los hombros.
—Ni hablar —dijo Dezra cogiéndolo por los hombros—. Rehazte. Te necesitamos.
Levantó la mirada y parpadeó pugnando por contener las lágrimas de frustración.
—Tienes razón —dijo—. Debemos seguir, confiando en que se nos conceda otra oportunidad. Mejor morir luchando que huir por conservar la vida ¿no?
Dezra hizo una mueca.
—Bueno, espero que de verdad tengamos una tercera oportunidad. Y ahora, en marcha. De alguna manera tendremos que acabar esto.
Caramon y Borlos la miraron sorprendidos. Haciendo caso omiso, Dezra se volvió y echó a correr por el lindero del bosque, a cubierto de las miradas de Sangelior. Trephas la siguió. Borlos y Caramon se quedaron los últimos. Avanzaban por el límite del bosque enfermo mirando con recelo hacia la ciudad.
***
Gyrtomon estaba en el margen del río, con el rostro tenso, haciendo un esfuerzo por pensar como el enemigo. Los skorenoi vendrían por allí. La corriente que tenía delante sólo podía cruzarse en aquel punto. En muchos kilómetros hacia arriba y hacia abajo, eran unos rápidos espumosos que discurrían entre grandes piedras de cantos cortantes. También allí tenía fuerza y profundidad, como para cubrir hasta las ancas a cualquier centauro que lo vadeara. Las huestes de Leodippos se verían obligadas a reducir el paso para cruzarlo. No había mejor lugar donde enfrentarse a ellas.
Convencido, se fue a revisar las tropas. Los centauros dé Lysandon se habían vestido para la batalla con arneses de cuero tachonados con bronce y hierro, y se habían recogido las largas crines de manera que el enemigo no pudiera cogerlos de ellas. Llevaban arcos y garrotes, lanzas y guadañas. Muchos se habían pintado el manto con manchas y espirales de pintura de guerra roja, verde y blanca. Los rostros, algunos pintados con tiza y glasto, expresaban fiereza. Estaban dispuestos a morir si era necesario.
Gyrtomon confiaba en tener fuerzas suficientes. Los centauros habían enviado a todo el que pudiera sostener un arco, desde potros a los que faltaban años para la mayoría de edad hasta veteranos más viejos que su padre. Con todo y con eso, sumaban tan sólo dos mil, una tercera parte de las huestes de Leodippos. El elemento sorpresa y el río podrían ayudar a nivelar la balanza, pero aun así…
Sacudió la cabeza. Ese tipo de dudas era lo último que necesitaba. Desvió la mirada hacia el grupo de guerreros que tenía más cerca. En medio, bajo los estandartes multicolores, estaba el Círculo. Eucleia se volvió hacia él con expresión solemne; llevaba el rostro pintado con glasto.
—¿Aún no ha habido noticias de Arhedion?
Gyrtomon movió la cabeza. Hacía una hora había enviado por delante al explorador y a sus guerreros para que avisaran de la llegada de los skorenoi. Todavía no habían vuelto, de lo que se alegraba. Cuanto más tardaran en llegar, más bajo estaría el sol en el horizonte y más los cegaría el reflejo. Había aprovechado todas las circunstancias que pudieran favorecerlo.
Eucleia gruñó y clavó la lanza en el suelo.
—Buena señal —dijo—, pero igualmente deberíamos empezar a situar a los guerreros. Prefiero que estemos preparados antes de tiempo a que el enemigo nos coja desprevenidos.
Gyrtomon miró a su alrededor estudiando el terreno. Al otro lado del río, la pendiente se elevaba entre pinos y serbales. Aquí y allá despuntaban peñascos cubiertos de líquenes. Entre árboles y piedras había lugares de sobra para que se ocultaran sus guerreros.
—De acuerdo —dijo—. Comprobad que los arqueros no tengan obstáculos para disparar al río y dispongan de flechas abundantes.
Los jefes asintieron y se separaron para dar órdenes a sus respectivas tropas. Gyrtomon permaneció en su lugar, masticando olivas mientras observaba a los centauros tomar posiciones en la ladera, escondidos entre las peñas y los árboles. El camuflaje no era perfecto; podía ver alguna sombra que se movía, y reflejos de luz en las lanzas o las cabezas de flecha. Pero bastaría. Él podía detectar su presencia porque sabía que estaban allí pero Leodippos no esperaría encontrar resistencia tan lejos de Lysandon. La estratagema conseguiría que el ejército enemigo empezara a cruzar el río. Gyrtomon rogó a Chislev que eso fuera suficiente para derrotarlos.
Pasó el tiempo y el sol proyectaba largas sombras en la ladera. Los arqueros jugueteaban con las cuerdas sin apartar la mirada del extremo opuesto del torrente. Algunos cantaban bajito en su lengua, pidiendo a Chislev y a sus ancestros que les concedieran fuerza y coraje. Gyrtomon paseaba por la pendiente observando el río.
Por dos veces oyó un extraño aleteo. Y no fue sólo él: cuando preguntó, muchos otros centauros dijeron haberlo oído también. Estaba convencido de que no era un simple engaño del viento pero, entonces, ¿qué era?
Estaba pensando en eso cuando se oyó un fuerte graznido, como de un halcón, procedente del otro lado del río.
Se volvió para mirar hacia la falda de la colina mientras se llevaba la mano a la aljaba. El gañido era una señal: significaba que los guerreros más cercanos al vado habían oído que alguien se acercaba. Pronto se oyó otro ruido más fuerte que escucharon todos los centauros: cascos que golpeaban la tierra acercándose a toda velocidad.
En toda la ladera se oyó crujir la madera y los tendones de los arcos tendidos. Al momento, sin embargo, Gyrtomon lanzó un largo silbido descendente y los centauros volvieron a relajarse. No eran los skorenoi; se oían muy pocos cascos y avanzaban demasiado deprisa.
Al cabo de unos instantes, Arhedion salió de entre la fronda al trote, seguido de sus exploradores. Lanzando otro silbido para impedir que los arqueros dispararan, Gyrtomon salió de su escondrijo y corrió ladera abajo. Se detuvo en la orilla, esperando a que los exploradores cruzaran las frías aguas y le tendió la mano a Arhedion. El explorador se la cogió y salió del río chorreando.
—¿Qué noticias tienes? —preguntó Gyrtomon mientras los otros exploradores alcanzaban la orilla—. ¿Leodippos?
Arhedion asintió haciendo que la trenza se le balanceara y agitó un brazo hacia atrás.
—Vienen hacia aquí —repuso—. Están a una legua y no avanzan muy rápido. Tardarán cosa de una hora.
—Excelente —dijo Gyrtomon, sonriendo—. ¿Os han visto?
El explorador sacudió la cabeza.
—Hemos sido más sigilosos que el viento. Los he oído hablar de atacar Lysandon esta noche. No sospechan nada.
Gyrtomon volvió a sonreír. Tenía todas las circunstancias a su favor. Dio una palmada en el hombro a Arhedion y le dijo:
—Bien hecho. Comed algo y ocupad vuestro puesto.
Arhedion volvió a saludar y subió con sus exploradores por la ladera. Gyrtomon ya se disponía a seguirlo cuando se detuvo a escuchar, alertado por el mismo aleteo que ya había oído antes. Miró a su alrededor pero no vio nada. Al momento siguiente ya no se oía.
Ceñudo, sacudió la cabeza y empezó a subir la cuesta.
***
La tormenta se desató en la arboleda de Leño Terrible a una velocidad sorprendente. El cielo estaba despejado, con apenas algún que otro jirón de nube al que el sol poniente arrancaba reflejos dorados, y al momento siguiente, grandes nubarrones negros se cernían sobre ellos, iluminados por los potentísimos rayos que se cruzaban en su interior. Las nubes no se movían según las leyes de la física, sino en todas direcciones, chocando y dividiéndose, con movimientos ahora rápidos y luego lentos, o disolviéndose como el barro en el agua. Resonaba el clamor de los truenos y el aullido del viento. La lluvia y el granizo golpeaban los árboles sin piedad. En medio de todo, el árbol demonio se erguía amenazador, retorciendo las ramas. El tronco palpitaba airado y las raíces batían la tierra.
Lord Chrethon miró a Leño Terrible con expresión exultante. El árbol lo había hecho llamar hacía casi dos días para comunicarle las gloriosas nuevas: Hurach volvía a Sangelior con el hacha. Además, Leodippos marchaba hacia el baluarte del Círculo, pero eso perdía importancia ante la noticia de que pronto tendría a Hiendealmas en sus manos.
—Ya llega —rumoreó la voz del árbol—. Pronto llegará al valle…
«… valle», susurraron sus podridas hojas negras.
Chrethon rió y alzó la cara hacia la lluvia. Al cabo de un momento, sin embargo, la preocupación se plasmó en su rostro.
—¿Y los humanos? ¿Y el hijo de Nemeredes?
—Ellos también —repuso Leño Terrible—. No he podido detenerlos. Pero no importa; aunque consiguieran burlar a tus guardas, no llegarían a tiempo…
«… a tiempo…».
Chrethon volvió a sonreír. Leño Terrible le había advertido de que Trephas y los humanos se dirigían hacia allí por los caminos secretos de las dríades. Había apostado guardas en la entrada del valle. Media docena de skorenoi la vigilaban, con órdenes de matar a todo el que no fuera el sátiro.
Satisfecho, dio la espalda al árbol demonio y atravesó el espeso bosque al trote hasta detenerse frente al zarzal en el que tenía preso al Señor del Bosque. Estremeciéndose, se acercó a los espinos y alargó el brazo, haciéndolos retroceder y apartarse de la cabeza del unicornio. Le recorrió un escalofrío al ver el miedo reflejado en los ojos del Señor del Bosque.
—Vuestro fin está cerca, mi señora —musitó acariciándole el cuerno de marfil mientras disfrutaba de su angustia.
Cediendo a un impulso, se agachó y desató el bozal que cubría el morro del unicornio. El adminículo cayó al suelo dejando al descubierto las feas llagas que le había abierto en la carne. El Señor del Bosque respiró entrecortadamente; los costados le temblaban.
—Y cuando esté muerta —dijo, y las palabras le salieron lenta y dolorosamente—, ¿qué habrás ganado?
—Venganza —repuso Chrethon con los ojos brillantes—. Hace diez años, me despojasteis de cuanto era. ¡Y todo porque quise combatir el mal!
—Contra la voluntad de Chislev.
—¡Chislev! —rió desdeñoso—. ¿Y dónde está ahora Chislev? Ha huido del mundo, como buena cobarde.
El unicornio sacudió la cabeza débilmente.
—Chislev abandonó el mundo para salvarnos, de la misma manera que nos prohibió luchar contra los caballeros para evitar males mayores. No quería que el mundo cayera en manos del Caos. —Miró a Chrethon con tristeza—. Tu sed de venganza te ha llevado a asociarte justo con lo que ella deseaba vencer y con lo que se propone destruir todo lo que en otro tiempo amabas. Lloro por ti, Chrethon.
Chrethon vaciló, dubitativo, y luego hizo una mueca.
—Ahora recuerdo por qué os puse el bozal. Guardaos vuestros melosos discursos, mi señora. Me vengaré.
—Es una locura —dijo el unicornio—. Leño Terrible te está utilizando. ¿No te das cuenta? Al Caos no le importa nadie, Chrethon. Cuando ya no te necesite, te relegará al olvido sin derramar una sola lágrima.
Pero Chrethon ya no escuchaba. Inclinó la cabeza mirando hacia el linde del claro y entrecerró los ojos escudriñando en la distancia. Cayó entonces un rayo, iluminando toda la arboleda como si fuera pleno día, y lo vio. Hurach estaba de pie en el borde del bosque, negro como la noche a pesar de la luz del rayo, y sostenía a Hiendealmas entre las manos.
Chrethon abrió la boca. Incapaz de proferir una palabra, se acercó al hombre-cabra. Hurach fue hacia él y le hizo una reverencia.
—Mi señor —dijo entregándole el hacha.
Chrethon sintió que le atravesaba una sacudida de energía al coger el astil de Hiendealmas. Se volvió para mirar de soslayo al Señor del Bosque con un gesto burlón al tiempo que alzaba el hacha sobre la cabeza, pero ella no lo veía, pues, desesperada, había cerrado los ojos. Con el ceño fruncido, se volvió de nuevo hacia Hurach.
—Habéis hecho algo grande —dijo—. Cuando todo termine, os recompensaré, pero ahora tengo algo que pediros.
—Sólo tenéis que decírmelo, señor.
—Bien —dijo Chrethon—. Trephas y los humanos avanzan hacia el valle en estos mismos momentos. Si los guardas no consiguen detenerlos, ocupaos vos de ellos.
—Por supuesto, señor —dijo Hurach—. Así se hará. —Y desapareció de nuevo entre las sombras.
Sonriendo, Chrethon volvió a mirar al Señor del Bosque. El rostro del unicornio estaba bañado en lágrimas cuando se acercó a él con el hacha en alto. Metió el brazo entre las zarzas y la cogió por el cuerno.
—Y ahora, mi señora —dijo—. Buen viaje.
—¡No! —atronó una voz ronca—. Así no.
«… no» le llegó el susurrante eco.
Chrethon se quedó inmóvil. Miró hacia Leño Terrible con todos los músculos tensos y vio que sus ramas se elevaban por encima de las copas de otros árboles y se clavaban como garras en el atormentado cielo.
—¿Qué…? —empezó a decir.
—Así no —repitió el árbol demonio—. Para imponerme en esta tierra debo apagar mi sed con la sangre que le arrebate la vida.
«… vida…».
Chrethon estuvo a punto de oponerse pero finalmente cedió. Tardaría un rato en liberar al unicornio de las zarzas, pero ¿qué importaba una hora más después de haber esperado aquel momento durante diez años?
—Está bien —murmuró y, soltando el cuerno del Señor del Bosque, empezó a apartar los brezos.
***
Gyrtomon estaba mirando hacia el este, observando los agitados nubarrones negros que habían aparecido sobre el bosque, cuando uno de los guerreros apostados junto al río, silbó. Aguzó el oído y escuchó un terrible rumor distante. Era inconfundible: miles de cascos golpeaban la tierra al unísono. Las hordas de Leodippos se acercaban.
Todos los arqueros apostados en la ladera levantaron sus armas. Gyrtomon hizo lo propio: sacó una flecha de la aljaba y la colocó en la cuerda. Miró a su padre, que estaba junto a él, en un lugar preeminente desde el que se dominaba el río. Nemeredes asintió. Los dos tensaron el arco y esperaron. Los cascos se oían cada vez más cercanos.
El rumor de las huestes atacantes creció de tal manera que empezaron a desprenderse hojas amarillas de los serbales. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, apareció el primer skorenoi al otro lado del vado. La vanguardia estaba compuesta sobre todo de rápidos mensajeros de patas largas, aunque había algunas criaturas más robustas mezcladas entre ellos. Aminoraron el paso, frenando al acercarse al agua, y cerrando los ojos para protegerse de los rayos del sol. Algunos levantaron los brazos para hacer visera.
—Esperad —murmuró Gyrtomon entre dientes. Si alguno de los centauros disparaba antes de que diera la señal, la emboscada fracasaría. Las tropas lo sabían pero siempre existía la posibilidad de que alguien disparara antes de tiempo, ya fuera por impaciencia o por miedo—. Esperad…
Los skorenoi se agrupaban a la orilla del torrente, rehuyendo el agua: primero un centenar, luego doscientos, luego quinientos. Por un momento, Gyrtomon pensó que se habían olido la trampa pero empezaron a oírse gritos destemplados y juramentos, con lo que supo que se habían detenido por simple recelo al agua.
Se habían reunido casi un millar de skorenoi en la orilla. La tentación de dispararles era casi irresistible, pero como quiera que fuese los centauros se dominaron. Finalmente, la presión de la retaguardia empujó a los primeros mensajeros al agua. Se lanzaron y la rápida corriente estuvo a punto de llevárselos mientras luchaban por recuperar el equilibrio sobre el lecho pedregoso del río. Chillaron de miedo, suscitando la risa de sus compañeros. Entre los centauros también se oyeron algunas risas reprimidas pero el alboroto de los skorenoi era tal que ninguno de ellos las oyó.
—Esperad —siseó Gyrtomon con el corazón desbocado.
Más y más skorenoi entraron en el río e iniciaron el lento y difícil cruce. La multitud concentrada en la orilla opuesta era cada vez más densa y del bosque seguían saliendo criaturas deformes. Gyrtomon escrutó la turba buscando a Leodippos con la esperanza de que estuviera a tiro cuando empezara la matanza, pero no lo vio. Debía de estar en la retaguardia.
Los primeros ya casi habían cruzado. Los guerreros más robustos habían adelantado a los mensajeros y estaban a punto de alcanzar la orilla. Detrás de ellos, el agua estaba repleta de skorenoi. Gyrtomon contuvo la respiración, a la espera… hasta que por fin llegó el momento.
—¡Disparad! —gritó.
Mil arcos dispararon al unísono. Cientos de flechas se elevaron hacia el cielo surgiendo entre el follaje y flotaron sobre el río. Los skorenoi se detuvieron y, reconociendo el sonido, miraron hacia arriba trastornados. Se hizo un extraño silencio y las flechas parecieron detenerse en el aire.
Luego descendieron directas hacia la turba de skorenoi, y se oyeron los primero aullidos.
Las flechas desgarraron músculos, se rompieron contra los huesos y estallaron señalando la muerte de sus víctimas. Caían cuerpos como frutas maduras y desaparecían hundiéndose en el agua. Los gritos de dolor y terror reverberaban en el aire. Los centauros respondieron con gritos de guerra, mientras disparaban una y otra vez.
El pánico mató a tantos skorenoi como las mismas flechas. Sorprendidos por el repentino ataque, algunos se dieron la vuelta e intentaron huir pero no tenían escapatoria: los guerreros que aún seguían llegando a la orilla bloqueaban el paso. Se amontonaron los unos sobre los otros, tropezando con los cuerpos de los muertos. Los más robustos apartaban a los más débiles o intentaban abrirse paso a golpes de garrote o a lanzadas. Aplastaban o acuchillaban a los que se interponían en su camino, quedándose sin armas cada vez que caía una de sus víctimas. Algunos remataron a los agonizantes pasándoles por encima y cayeron dando aullidos al estallarles las patas. Muchos se ahogaron.
Mientras tanto, los centauros seguían disparando. Los cuerpos caían derrumbados en la orilla opuesta o se hundían en el agua. Las aguas se enrojecieron y se veían cintas de color escarlata serpenteando corriente abajo. Las piedras se volvieron aún más resbaladizas a causa de la sangre, haciendo todavía más difícil para los skorenoi salir del río. Los arqueros disparaban atentos a cualquiera que pareciera que podía escapar del baño de sangre.
Sin embargo, no podía durar siempre. Finalmente, después de que la matanza se prolongara largos minutos, el enemigo consiguió dar marcha atrás y refugiarse gritando en el bosque. Los centauros les dispararon mientras huían pero la mayoría consiguió ponerse a salvo.
Todo quedó en calma. En la orilla opuesta se amontonaban desordenadamente los cuerpos: cientos de ellos, casi todos muertos, aunque algunos gemían intentando en vano arrastrarse a algún lugar seguro. El río, rebosante de cadáveres, empezó a desbordarse. Los skorenoi muertos flotaban corriente abajo, atascándose entre las piedras o hundiéndose bajo la espuma rosada de los rápidos.
Por toda la ladera, los centauros lanzaban gritos de victoria. Gyrtomon los dejó disfrutar del momento y luego pidió silencio. Los centauros enseguida se callaron.
—¿Alguien los ha contado? —preguntó Eucleia desde el otro lado de la pendiente—. ¿A cuántos hemos abatido?
Gyrtomon no contestó; estaba observando los cuerpos, intentando hacer un cálculo aproximado de los skorenoi muertos. Antes de que pudiera dar una respuesta, se alzó otra voz, la de Arhedion, a medio camino entre el río y la cima de la colina.
—¡Unos dos mil! —gritó—. ¡Toda una matanza!
Se oyeron más vivas y los guerreros patearon el suelo orgullosos. Gyrtomon, en cambio, sintió que un puño le apretaba el corazón. Miró a su padre y vio la misma turbación reflejada en el rostro de Nemeredes. Dos mil eran muchos skorenoi, sin duda, pero no tantos como había esperado. Las huestes de Leodippos todavía doblaban en número a los guerreros de Gyrtomon.
—No bastan —declaró Nemeredes con voz queda.
Gyrtomon, frustrado, sacudió las crines. El elemento sorpresa, su mayor ventaja, ya no existía, y el sol cegador del anochecer pronto desaparecería también. Cuando empezara el próximo ataque, el río no lo detendría. Sería una batalla cuerpo a cuerpo, un tipo de enfrentamiento que no daba lugar para la esperanza.
—Hemos perdido —murmuró en voz baja. No era conveniente que sus guerreros oyeran esas cosas, aunque sabía que muchos de ellos ya habrían llegado a la misma conclusión—. No podemos confiar en resistir.
—Sin ayuda no —dijo una voz musical.
Se puso tenso. Ahí estaba otra vez el zumbido que lo había estado preocupando antes de que empezara la batalla. Lentamente, miró por encima del hombro. No vio nada.
De repente, surgieron de la nada dos pequeñas figuras, semejantes a dos elfos en miniatura, una de sexo masculino y otra de sexo femenino, con el pelo de color cobre y ropas de colores luminosos. De la espalda les salían unas alas plateadas que batían constantemente.
—¡Buenos días! —dijo la criatura de sexo masculino haciendo una reverencia—. Yo soy Fanuin y ella es Ellianthe. Parece que estáis en apuros. ¿Queréis ayuda?
—¿Qué… quién…? —empezó a preguntar Gyrtomon parpadeando sorprendido.
Nemeredes se adelantó y le puso una mano en el hombro, sonriendo.
—¡Son los duendes! —exclamó—. Los que ayudaron a Trephas. Dijo que habían desaparecido después de derrotar a Thenidor.
Las dos criaturas aladas asintieron con la cabeza.
—Eso es —dijo Ellianthe—. Cuando vimos lo que había ocurrido en Ithax, pensamos que necesitaríais nuestra ayuda para vencer a esos skorenoi.
—Así que volvimos a nuestro reino todo lo rápido que pudimos y hemos vuelto con nuestros congéneres —añadió Fanuin—. Hemos estado aquí reunidos con vosotros todo el día; invisibles, claro.
—Al principio parecía que no ibais a necesitarnos después de todo —acabó Ellianthe—, pero tienes razón: esas bestias son demasiado numerosas para que podáis vencerlas. A no ser que os ayudemos, claro.
Gyrtomon frunció el ceño mirando a los duendes de arriba abajo.
—No veo cómo podríais ayudarnos —dijo—. Vuestras flechas no son más grandes que espinas.
—Puede ser —dijo Fanuin y los ojos le brillaron traviesos— pero pinchan más de lo que crees. —Sacó una diminuta saeta de la aljaba y se la mostró. Tenía la punta negra, untada en veneno.
—Interesante —dijo Nemeredes sonriendo—. ¿Cuántos sois?
Ellianthe frunció el ceño y se puso a contar con sus dedos en miniatura.
—Diría que… unos trescientos.
—¡Trescientos! —barbotó Gyrtomon mirando atónito a su alrededor. ¿Era posible que hubiera tantas criaturas aladas flotando en el aire sin ser vistas?
—Eso es —repuso Fanuin—. Todos invisibles y provistos de dardos con veneno. Entonces… —añadió extendiendo la mano—, ¿aceptáis nuestra ayuda?
Gyrtomon se quedó mirándolo, incapaz de hacer otra cosa que observarlo con la boca abierta, hasta que finalmente consiguió asentir con la cabeza y estrecharle la mano.
—Sí —dijo—, la acepto de mil amores.