36

El Bosque Oscuro había empeorado. La corrupción del árbol demonio se había extendido hacia el oeste. Los compañeros cabalgaban con las armas en la mano, escrutando las sombras e imaginando que le acechaba entre las tinieblas todo tipo de horrores innombrables.

A pesar de sus temores, el bosque estaba vacío. Salvo algún que otro cuervo o escarabajo enterrador, las aves y otras bestias estaban muertas o habían huido a las montañas. Tampoco había rastro de los skorenoi. Estaban todos en las tierras altas, tratando de encontrar Lysandon.

Cuanto más se internaban, peor era el estado del bosque. El terreno oculto bajo los remolinos de niebla sucia era crecientemente inseguro. Durante un rato fue una marisma esponjosa y luego, seco, cuajado de piedras puntiagudas. Los centauros avanzaban con gran trabajo, siempre hacia el este.

Cayó la noche en el bosque, pero no se detuvieron. Los humanos sostenían las antorchas para iluminar el camino, dejando las manos libres a los centauros para sujetar los arcos. Las macilentas llamas de las teas parecían terriblemente débiles en la inmensidad del envilecido bosque. Siguieron caminando en la oscuridad, oyendo los inquietantes susurros de las hojas sobre sus cabezas.

Finalmente, cuando el cielo empezaba a clarear, el grupo se detuvo.

—Hemos llegado —anunció Trephas.

La arboleda de Pallidice estaba incluso más degradada que cuando la habían dejado, hacía casi una semana. Varios robles se habían despanzurrado esparciendo hebras de madera podrida por el suelo. Otros parecían esqueletos grises, carentes de vida. De las ramas del roble de Pallidice apenas pendían unas cuantas hojas secas y de color marrón que crujían al viento. Tenía la corteza agrietada y carcomida, color de hueso. Lo habrían dado por muerto de no ser por la espesa savia oscura que chorreaba burbujeando tronco abajo.

—¡Por todos los dioses! —murmuró Caramon, con la garganta seca por el horror. Se deslizó del lomo de su montura al suelo con la mirada fija en el roble—. ¿Cómo puede vivir Pallidice ahí dentro?

—No tiene elección —replicó Trephas mientras Dezra y Borlos también desmontaban—. Comparte el alma con el árbol. Esperemos que aún esté viva.

—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Dezra apuntando hacia el árbol con la espada que le habían dado los centauros, junto con una daga para sustituir a la que había perdido al matar a Thenidor—. Adelante, Borlos.

—¿Yo? —preguntó el bardo con los ojos muy abiertos.

—Eres al que mejor conoce —dijo Caramon—. Si alguien puede sacarla del árbol, ése eres tú.

Borlos miró a Trephas, que asintió y le dijo:

—Se acordará de vos. Sólo tenéis que apoyar la mano en el tronco y llamarla por su nombre.

Con la cabeza gacha, Borlos dejó escapar un largo suspiro y avanzó con paso vacilante hacia el árbol. Levantó una mano y tocó la corteza. La savia que la cubría estaba caliente y pegajosa.

—¿Pa… Pallidice? —la llamó tartamudeando, y respiró hondo—. ¿Me oyes? Soy yo, Borlos.

Durante un largo momento, todo estuvo en silencio, hasta que lentamente el roble se abrió dando paso a una figura pálida y exangüe. Borlos trastabilló de espaldas dando un grito al ver a la dríade.

Pallidice estaba contorsionada y encogida, con la piel de color pergamino y moteada de verdugones. Su antaño espesa melena pendía en guedejas marrones del cuero cabelludo. Miró a Borlos con un ojo, ya que el otro estaba cegado de cataratas, y sonrió. La mayoría de los dientes se le habían caído.

—Amor mío —susurró con una voz débil y rasposa, y extendió la mano, consumida y con las uñas agrietadas y amarillas—. A pesar de todo, has vuelto…

Borlos dio un paso atrás con el rostro congestionado por la compasión mezclada de repugnancia.

—Pallidice —dijo Trephas—. Necesitamos tu ayuda.

La dríade miró al centauro y luego a los otros, en los que no había reparado hasta entonces.

—¡No! —exclamó—. Prometisteis no volver a pedirme ayuda. No puedo…

—Los skorenoi se han apoderado de Hiendealmas, Pallidice —la interrumpió Trephas—. En estos mismos momentos, uno de los secuaces de Chrethon la lleva a Sangelior.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Pallidice, horrorizada.

—Eso ya no tiene importancia —intervino Dezra—. Si no nos llevas a la arboleda de Leño Terrible, tu árbol morirá lenta y dolorosamente, y tú con él.

La dríade palideció. Vacilante y temblorosa, bajó la cabeza durante un momento, y luego asintió.

—Está bien —dijo—. Iré a buscar a mis hermanas y haremos lo que decís. Sólo puedo llevar a cuatro de vosotros. Ellos dos deberán quedarse —añadió señalando a los centauros que esperaban detrás de Trephas—. No tengo fuerzas suficientes para abrir un pasadizo lo bastante grande para todos.

Dicho esto, regresó al árbol, que la acogió y se cerró. Trephas se dio la vuelta y habló con sus congéneres, que se marcharon al trote, internándose en la repulsiva niebla. Los compañeros esperaron en silencio, escudriñando las sombras. Finalmente, el roble se abrió una vez más y salió Pallidice. Otras tres dríades, todas igual de deformes, se acercaban procedentes de sus propios árboles.

—Ya conocéis a Gamaia y Tessonda —dijo Pallidice señalándolas—. La tercera es Anethae y llevará a la chica.

—¿Dónde está Elirope? —preguntó Dezra frunciendo el ceño.

Pallidice movió la cabeza e hizo un ademán hacia los árboles. El roble de Elirope se había derrumbado, destruido por la putrefacción. Dezra cerró los ojos angustiada.

Se separaron y cada uno acompañó a su dríade. Borlos miró a Pallidice nervioso y la doncella del roble sonrió tristemente.

—No debes tenerme miedo, amor mío —dijo—. Mi árbol aún puede curarse. Mis hermanas y yo luchamos contra la maldición de Leño Terrible con todas nuestras fuerzas. Si el árbol demonio es destruido, recuperaremos el bosque y volveré a ser joven, tal como me recuerdas. —Extendió los brazos; la piel arrugada pendía sin fuerza.

Llorando, el bardo se acercó a ella, que lo abrazó. El árbol los acogió en su seno y la madera reseca los envolvió.

***

Gyrtomon regresó a Lysandon al alba y corrió a galope tendido hasta el ágora. Se llevó un puñado de hierba a la boca con precipitación y trotó hasta donde estaba el Círculo.

—Hijo mío —lo saludó Nemeredes dándole un abrazo—. Mi corazón se alegra al veros.

—No pensaréis lo mismo cuando oigáis las nuevas que traigo —repuso moviendo la cabeza. Dio un paso atrás y miró al suelo, ordenando sus pensamientos—. Leodippos viene hacia aquí, con todas sus huestes. Ya están en camino. No sé cómo han sabido dónde estamos pero llegarán antes del anochecer.

Los jefes no parecieron sorprenderse.

—Lo esperaba —dijo Nemeredes—. El sátiro debe de haberles dicho cómo encontrarnos.

—¿Un sátiro? —se extrañó Gyrtomon—. ¿Qué sátiro?

El Círculo le contó lo ocurrido durante los últimos dos días. Cuando acabaron el relato, Gyrtomon agachó la cabeza y murmuró:

—Hermano mío. Debería haber estado aquí. Debería haberlos acompañado.

—No, hijo mío —dijo Nemeredes—. Vuestro lugar está aquí, entre nosotros. Si Leodippos nos ataca, necesitamos que organicéis la defensa.

—Sí —repuso Gyrtomon, y respiró hondo, intentando recuperar la compostura—. Aunque no sé de qué servirá si Chrethon mata al Señor del Bosque.

—Eso todavía no ha ocurrido —intervino Eucleia en tono severo—. Y puede que nunca ocurra si Trephas y los demás tienen éxito.

—Debemos confiar en eso —añadió Pleuron con voz firme—. No podemos hacer nada por ayudarlos. Sólo nos queda combatir a Leodippos y rogar porque lo demás vaya bien.

—De acuerdo —convino Gyrtomon—. Necesitaremos a todos los lanceros disponibles. Debemos salirle al encuentro antes de que llegue.

Eucleia asintió y sus ojos de acero brillaron.

—Demos por terminada la reunión, entonces —dijo volviéndose hacia los otros jefes—. Despertad a vuestras gentes y que se armen para la guerra. Daos prisa: Saldremos cuando el sol esté alto.

***

De camino hacia el corazón del dominio de Leño Terrible, la tierra corrompida por el caos era de pesadilla. Terribles ojos sin párpados los miraban desde las paredes, brillando al resplandor de los globos de luz. El suelo estaba cubierto de parches negros y burbujeantes, compuestos de delgados gusanos y enormes escarabajos con cuernos, que crujían al pisarlos. Las raíces colgaban del techo, se retorcían y destilaban jugos lechosos de olores nauseabundos.

Además, encontraban obstáculos. El terreno estaba plagado de grandes piedras que les cortaban el paso. En otros lugares, la tierra se volvía blanda y húmeda, obligándolos a dar un rodeo para no hundirse en el barrizal, y en cambio en otros, se resecaba y por las grietas salía un nocivo vapor marrón, que les escocía en los ojos y la garganta. Continuamente, un coro de voces demenciales murmuraba a su alrededor, de la misma manera que en el exterior los había rodeado el susurro de las hojas.

—Va a peor —musitó Borlos—. Debemos de estar cerca.

Pallidice asintió sin dejar de separar la tierra con las arrugadas manos.

—En efecto —dijo con voz rasposa—. El poder del árbol demonio es muy grande aquí. Lo noto en la tierra, oponiéndose a mí. Todavía puedo contrarrestarlo —añadió al ver los ceños fruncidos de los compañeros—, pero no sé cuánto resistiré. Llegará un momento en que tenga que buscar un árbol por el que podáis dejar este lugar. A partir de ahí, deberéis continuar por arriba.

Siguieron adelante, torciendo a uno u otro lado para evitar obstáculos. El túnel era cada vez más peligroso. Los insectos del suelo picaban y mordían, y algunas de las ampollas que salían en las paredes no contenían ojos, sino bocas llenas de afilados dientes en movimiento. Las pegajosas raíces les azotaban la cara, intentando cegarlos. Pallidice empezó a respirar con dificultad y tropezaba cada pocos pasos. Aun así insistía, ante las objeciones de los compañeros, en que podía continuar.

Finalmente, cayó exhausta sobre una de las paredes, donde los hambrientos dientes mordieron la piel desnuda, haciéndola sangrar. Gimió y cayó de rodillas.

—¡Pallidice! —gritó Borlos corriendo hacia ella.

Casi de inmediato los insectos empezaron a trepar por el cuerpo de la dríade, montándose unos sobre otros en la carrera por encontrar algo de carne con que alimentarse. Volvió a gemir y el túnel se estremeció. Del techo caían terrones y las paredes empezaron a juntarse en los dos extremos.

—¡Despertadla, rápido! —gritó Trephas, que cerraba la marcha—. ¡Vamos a quedar enterrados vivos!

Dezra fue la primera en llegar junto a ella. Se arrodilló a su lado sin hacer caso del crujir de insectos bajo sus rodillas y la puso boca arriba. Pallidice se estremeció al contacto y sus párpados temblaron. Dezra la abofeteó.

—Vamos —gruñó mirando cómo las paredes se desmoronaban a su alrededor. Volvió a golpearla—. Despierta, maldita sea. ¿No pensarás dejar que el túnel se derrumbe?

Borlos se agachó y la apartó de un empujón. Se acercó y le limpió de barro la cara exangüe. Luego, se adelantó y la besó con ternura en los labios. Al principio no ocurrió nada pero, finalmente, Pallidice abrió los ojos. Miró al bardo sin conseguir enfocar su imagen y le devolvió el beso echándole los brazos al cuello.

—No —le dijo Borlos, apartándose—. Éste no es el momento y por Shinare que no es el lugar. A ver si puedes levantarte.

Con ayuda de Dezra, consiguieron que la dríade se pusiera en pie. Apretó las manos contra la tierra, cerró con fuerza los ojos y al cabo de un momento el túnel dejó de temblar.

—Creo —intervino Caramon en tono solemne, hundido hasta los tobillos en tierra suelta— que ha llegado el momento de volver a la superficie.

Nadie lo discutió.

Buscando, Pallidice encontró un roble y abrió el árbol para que pudieran salir. Uno por uno, llevó a los compañeros de vuelta al Bosque Oscuro. La luminosidad los hizo parpadear. La mayoría de los árboles se habían quedado sin hojas y dejaban pasar los rayos de luz hasta un terreno que había permanecido envuelto en sombras desde que el mundo era joven.

—Conozco esta zona —dijo Trephas. El terreno era abrupto y rocoso, y estaba cubierto de árboles secos o hinchados de podredumbre. Un manto de niebla se adhería a la tierra envilecida—. Estamos cerca de Sangelior. A unas tres leguas.

—Quisiera poder acercaros más —dijo Pallidice sacudiendo la cabeza.

—No —dijo Caramon—. Has hecho cuanto estaba en tu mano. Haremos el resto del camino a pie.

—¿Tendremos tiempo? —preguntó Dezra mirando al cielo. Era poco más de mediodía; habían estado viajando bajo tierra más de media jornada—. ¿Podremos llegar a Sangelior antes que el sátiro?

—Más nos vale —dijo Borlos.

Trephas sacó una flecha de la aljaba y la colocó en el arco antes de volverse hacia la dríade.

—Gracias por vuestra ayuda, Pallidice.

La dríade sonrió débilmente y cogió de las manos a Borlos.

—Adiós, amor mío. Ruego a Branchala que volvamos a vernos.

El bardo se llevó la mano a los labios y la besó. La dríade volvió junto al roble, entró en él y desapareció. Borlos se quedó mirando el árbol y agachó la cabeza dando un suspiro. Caramon le puso una mano en el hombro.

—Vamos —dijo—. Tenemos un largo camino por delante.

—Claro, grandullón —repuso Borlos asintiendo—. Tú dirás por dónde, Trephas.