Dezra estaba sentada en un peñasco cubierto de musgo nada más pasar el puesto de guardia de Lysandon, lanzando bellotas montaña abajo en actitud irritada, cuando oyó pasos a su espalda. Al principio creyó que era Trephas pero luego se dio cuenta de que no eran cuatro cascos, sino dos pies. ¿Su padre? No: aquéllos no eran los andares pesados de Caramon, de modo que…
—¿Dez? —la llamó Borlos—. Te estaba buscando.
Lanzó todas las bellotas y las miró caer rodando por la ladera.
—Vete, Borlos.
Sin hacerle caso, se subió al peñasco y se sentó con una jarra de barro entre las manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Dezra.
—Los restos —dijo Borlos riendo. Levantó la jarra y agitó el contenido haciéndolo rodar—. ¿Quieres un poco?
Lo miró malhumorada y luego se encogió de hombros y cogió la jarra. Bebió un buen sorbo de vino aromático y se enjugó la boca con el revés de la mano.
—¿Así es como piensas convencerme de ir a Sangelior? —dijo—. ¿Ablandándome con vino?
El bardo se rió y, cogiéndole la jarra, dio un sorbo.
—En absoluto, Dez —dijo Borlos—. Ya has tomado una decisión. Sólo quería que supieras por qué he venido a decirte lo que voy a decirte, y es porque quiero a tu padre como si fuera el mío.
»Me había enamorado de ti, Dez. Empezó hace cosa de un año, creo. Te he visto crecer y convertirte en una mujer interesante, mucho más interesante que tu modosa y hogareña hermana. Creo que en parte fue por eso que vine con Caramon detrás de ti: igualito que el pobre Uwen.
Dezra abrió la boca para decir algo pero él levantó la mano.
—Déjame acabar. Desde que llegamos al Bosque Oscuro he descubierto algo de ti, Dez, y es que no me gustas mucho. Le estás destrozando el corazón a Caramon y parece que disfrutas con ello. Por decirlo suavemente, todavía te queda mucho por aprender, así que adelante, vete. Todos estaremos mucho mejor, sobre todo tu padre.
Dezra lo miró, estupefacta, pero enseguida la sorpresa desapareció de sus ojos, que brillaron indignados.
—Si has acabado, vete y déjame en paz —le espetó.
—Claro, Dez —dijo Borlos bajándose del peñasco. Se alejó un par de pasos, vaciló y se volvió hacia ella—. Una cosa más.
Lo miró colérica. Él se metió una mano debajo de la capa, sacó un pesado talego y se lo lanzó. Dezra lo atrapó en el aire y se oyó un tintineo metálico.
—He ido a hablar con el Círculo antes de venir a buscarte y me han dado tu recompensa —dijo señalando el saco con la barbilla—. Ya tienes el dinero. Espero que te haga feliz.
Dicho esto, se giró y echó a andar hacia Lysandon. Sorprendida, Dezra lo miró hasta que desapareció. Luego, miró el talego de monedas, observó un rato el Bosque Oscuro y volvió a mirar el talego.
Mascullando maldiciones, apuró la jarra de vino y la lanzó ladera abajo.
***
Cuando faltaba una hora para el mediodía, Trephas, Borlos y Caramon se presentaron en el ágora. El Círculo los estaba esperando. Comieron un puñado de hierba y se acercaron.
—Sólo sois tres, al final —dijo Eucleia con su característica severidad. Llevaba un ramito de hinojo prendido en el arnés por toda señal externa del duelo por sus hijos.
—Eso parece —repuso Caramon—. Y tampoco podemos esperar más… El sátiro ya nos lleva bastante ventaja.
—Sí. —Eucleia miró a los otros jefes, que asintieron dando su conformidad—. Bien, entonces. Enviaré a otro de nuestros guerreros con vosotros, de manera que podáis cabalgar hasta la arboleda de las dríades.
—Gracias —dijo Caramon.
Nemeredes el Viejo se adelantó y abrazó a Trephas, diciendo:
—Que Chislev os acompañe, hijo mío.
—Me habría gustado que Gyrtomon hubiera vuelto antes de marcharme —repuso Trephas abrazándolo a su vez. Su hermano estaba patrullando las montañas y no se lo esperaba hasta al cabo de varios días.
Luego se despidieron lord Pleuron y lady Lanorica, y por último, el joven Arhedion. Fueron andando hasta el final de Lysandon y allí Trephas se agachó y Borlos se subió al lomo. Caramon se subió a un segundo centauro y sin decir nada más, se pusieron en camino hacia el Bosque Oscuro. Caramon se volvió a echar una última ojeada al pueblo de los centauros.
—¿Buscáis a alguien?
Caramon se giró de inmediato. A menos de veinte pasos delante de ellos, Dezra los esperaba a la sombra de un soto de serbales. Les salió al paso con los brazos en jarra y, viendo cómo la miraban todos con la boca abierta, esbozó una sonrisa torcida.
—No creeríais que podíais escabulliros sin mí, ¿verdad? —preguntó.
—¿Y el dinero? ¿Y el viaje a Haven? —inquirió Caramon entrecerrando los ojos.
—Haven seguirá en el mismo sitio cuando volvamos —dijo Dezra andando hacia ellos—. Y supongo que los centauros me guardarán la recompensa mientras estoy fuera. ¿Podrá prescindir el Círculo de otro guerrero para que todos podamos cabalgar?
—Seguro que podemos arreglarlo —dijo Trephas sonriendo.
***
Leodippos levantó la vista de los mapas, vio al mensajero que se acercaba y soltó una maldición. Volvió a mirar los pergaminos —documentos inútiles que no lo habían ayudado a encontrar el refugio de los centauros—, los enrolló y se los arrojó a un sirviente. El mensajero se acercó.
Sintió aprensión al verlo presentarse. Ese día ya había desperdiciado una buena lanza matando a un mensajero que había llegado al alba con malas noticias. Un centenar de centauros a las órdenes del hijo mayor de Nemeredes, Gyrtomon, había atacado de noche a la patrulla de skorenoi más numerosa. Habían muerto casi medio millar de sus mejores guerreros.
La pérdida era lamentable y si no significaba el desastre sólo era gracias a que el día anterior había enviado un mensajero a Sangelior pidiendo refuerzos. Lord Chrethon respondería a la petición pero ésta sería la última vez. Quedaban muy pocos guerreros en Sangelior.
Y ahora, otro mensajero. Sacudió la cabeza. ¿Cuántos habrían muerto esta vez? ¿Varios cientos? ¿Un millar?
—Habla —le ordenó mientras el mensajero le hacía una reverencia.
—Mi señor. Ha venido un visitante. Dice que trae buenas nuevas.
—¿Quién es? —preguntó Leodippos inclinándose hacia adelante.
—Dice que su nombre es Hurach, mi señor.
—¿El sátiro? —inquirió ceñudo—. ¿Qué quiere?
—Tal como ha dicho —se oyó una voz—, traigo buenas noticias.
Leodippos se volvió hacia la voz. Una forma oscura y silenciosa emergió de la sombra irregular de un peñasco y avanzó hacia él, deslizándose sobre las pezuñas hendidas. Reconoció el cuerno roto en la cabeza del sátiro y asintió; sin duda, era Hurach. Pero había algo más: el hombre-cabra llevaba algo en la mano…
Contuvo el aliento, contemplando atónito el hacha. Ahora que había abandonado las sombras, la hoja de doble filo brillaba a la luz del sol.
—¿Es… es lo que creo que es? —preguntó quedamente.
Hurach asintió y sonrió con aire satisfecho.
—Así es —dijo—. La llevo a Sangelior. Antes, no obstante, he pensado que era mejor venir a veros y deciros dónde podéis encontrar lo que buscáis.
—¿El baluarte de los centauros? —preguntó Leodippos con un hilo de voz. El cuerpo entero se le tensó ante la perspectiva. Tanta búsqueda inútil y que ahora, de pronto, pusieran en sus manos la clave de la victoria…—. ¿Dónde está?
El sátiro le hizo una descripción completa, que incluía desde el terreno que rodeaba Lysandon hasta sus defensas. Leodippos lo escuchó con el rostro de caballo iluminado por una sonrisa cruel y cuando el hombre-cabra acabó de informarle, le dio una palmada y se echó a reír.
—¡Glorioso! —exclamó con regocijo—. ¡Por fin podremos acabar con el Círculo!
Hurach asintió sopesando a Hiendealmas en sus gruesas manos.
—Así es —dijo—. Y ahora, debo marcharme. Todavía me queda un largo camino.
—Podría enviar a un mensajero en vuestro lugar —sugirió levantando una ceja.
—Y atribuirte el mérito delante de Chrethon, sin duda —observó el sátiro con una sonrisa maliciosa—. No, señor. Ya voy yo. Con vuestro permiso, por supuesto.
Leodippos se encogió de hombros y lo despidió con un gesto, antes de volverse y llamar hacia el mensajero que había anunciado la llegada de Hurach y que ahora se acercó expectante.
—Avisad a todos vuestros colegas —dijo Leodippos—. Que busquen a todos los jefes de mesnada y les digan que se presenten de inmediato.
El mensajero partió al galope, devorando el terreno con sus largas patas. Sonriendo para sus adentros, Leodippos se volvió hacia su sirviente y le indicó que le trajera los mapas.