34

Caramon se despertó de pronto, cuando apenas empezaba a clarear el alba, sintiendo un dolor penetrante. Apretó los dientes e intentó incorporarse. Era una sensación insoportable, como si una flecha ardiendo se le hubiera clavado en el hombro, lo mismo que le había ocurrido después de la batalla de Ithax y otra vez antes, en el Agua Oscura. Ahora era más agudo, sin embargo; le costaba respirar y veía puntos negros danzando delante de sus ojos.

Ahora sabía que era el corazón. Al principio, había tenido dudas pero era inconfundible la manera en que el dolor subía y bajaba al ritmo de los latidos. Eso mismo había matado al viejo Flint Fireforge hacía cuarenta años. ¿Se lo llevaría también a él? Pensó en Tika y en Laura, en Palin y en sus nietos… ¿Cómo podría dejarlos? Luego recordó a Flint y a Sturm, a Tanis y a Riverwind, y a todos los amigos que habían muerto antes que él. Pensó en sus hijos. Sería agradable volver a verlos. Y quizá… quizá Raistlin viniera, de donde quiera que estuviera ahora, a visitarlo.

Sí, pensó volviéndose a echar en el lecho de juncos y mirando el techo de la tienda que le habían adjudicado los centauros. Quizás haya llegado la hora…

Pero no había llegado. Al cabo de un rato, el dolor fue cediendo y el puño que le apretaba en el interior de las costillas pareció soltarlo. Cuando cogía aire sólo notaba un dolor sordo. Exhaló largamente entre los labios entrecerrados, no sabiendo muy bien si sentirse agradecido o decepcionado.

Entraba demasiada luz por las rendijas de la tienda para volver a dormirse. Rascándose la calva de la coronilla se incorporó y miró los otros camastros que habían puesto los centauros. Borlos estaba acostado en uno de ellos, con el brazo sobre los ojos y la boca abierta. El bardo se había entregado sin tino a los encantos del vino aromático y Caramon había tenido que cargarlo de vuelta a la tienda. Probablemente había sido eso lo que le había acelerado el corazón esta vez.

El otro lecho estaba vacío, con los juncos en orden y la manta doblada. Dezra no había dormido en la tienda esa noche, pero en tal caso ¿dónde? Frunció el ceño barruntando algo que no le gustaba cuando se levantó el toldillo de entrada y entró su hija, que se sobresaltó al verlo y luego se ruborizó.

—Te despiertas temprano —le dijo sin mirarlo a los ojos—. ¿Estás bien? Se te ve pálido.

—Estoy bien —repuso—. Tú te acuestas tarde.

Cogió el viejo zurrón de Dezra y se lo lanzó. Cuando ella estiró el brazo para atraparlo, le vio una mancha oscura en la muñeca. La sujetó por el brazo y le subió la manga. A la luz del sol confirmó sus sospechas: era un tatuaje azul, un dibujo de nudos que le rodeaba la muñeca.

—¿Qué es esto? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Nada que te importe —replicó ella apartando el brazo—, pero si quieres saberlo, es una condecoración guerrera. Arhedion y sus hombres me la han concedido cuando me he encontrado con ellos después… después del baile. —Acabó la frase incómoda y se volvió hacia otro lado.

—Entonces, ya estás dispuesta a irte de aquí ¿no? —preguntó Caramon, ceñudo—. ¿Por dónde piensas ir?

—Hacia el oeste —contestó—. Trephas dice que es la ruta más corta para llegar al Camino de Haven desde aquí.

—Bor y yo iremos contigo —dijo Caramon—. Es mejor que no vagabundees sola por estas montañas con lo revuelta que está la situación.

Ella lo miró fijamente y luego lanzó sus paquetes fuera de la tienda.

—Bueno —dijo encogiéndose de hombros—, pero cuando lleguemos al camino, imagino que querréis volver a Solace, en lugar de seguir pegados a mí.

—¿No vuelves a casa? —preguntó Caramon tragando saliva.

—No, voy en dirección a Haven y luego es probable que me dirija a Ankatavaka, en la costa. Con el dinero que me paguen los centauros, podré comprar un billete y embarcarme.

—Bien —gruñó Caramon—. Ese tatuaje te hará muy popular entre los marineros.

Iba a contestarle con un bufido pero, en cambio, miró por encima del hombro. Afuera se oía el ruido de unos cascos que se acercaban. Se volvió y fue a coger el toldillo que tapaba la entrada. Pero antes de que pudiera levantarlo, lo apartaron desde el otro lado y entró Trephas, sudoroso y pálido. Tenía las pupilas dilatadas, las aletas de la nariz muy abiertas y movía la cola, nervioso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dezra dando un paso hacia él.

El centauro se sobresaltó al ver a Caramon. Iba a decir algo pero no le salió la voz y tuvo que aclararse la garganta para recuperarla.

—Hay problemas —dijo—. El Círculo desea veros.

—¿El Círculo? —repitió Caramon, alarmado, y se levantó—. ¿Por qué?

—El hacha —dijo Dezra de pronto—. Ha pasado algo con Hiendealmas, ¿verdad?

—Es mejor que vengáis sin más preguntas —dijo piafando—. Vestíos y lavaos, pero daos prisa. Esperaré fuera.

Se retiró y dejó caer el toldillo detrás de él. Dezra miró a su padre con expresión preocupada y luego siguió a Trephas al exterior.

Caramon volvió a frotarse el hombro con la mirada perdida. Luego suspiró y, sacudiendo la cabeza, se agachó para despertar a Borlos.

***

Los compañeros miraron los cuerpos con la expresión petrificada. Phenestis y Xaor yacían en el mismo lugar en el que habían muerto, cubiertos con mantas de lana manchadas de sangre. A su alrededor había varios guerreros y el Círculo en pleno.

—¿Y el hacha? —preguntó Dezra en voz queda.

Lord Pleuron sacudió la cabeza y nadie habló.

—¿Ha sido una traición? —preguntó Caramon—. ¿Puede ser que lord Chrethon tenga un aliado en Lysandon?

—Ni siquiera ha sido un centauro —negó Nemeredes el Viejo—. Mirad.

Señaló el suelo con la barbilla. Los compañeros tardaron un momento en ver las huellas. El ladrón del hacha había pisado la sangre de los guardianes y había dejado una hilera de huellas, pero no de cascos sino de pezuñas hendidas, como las de las cabras.

—¿Un sátiro? —preguntó Trephas.

—Eso parece —repuso Eucleia con voz apagada.

De pie junto a sus hijos muertos, la Jefe Supremo luchaba por mantenerse firme y distante, pero la pena embargaba sus ojos. Caramon sintió una punzada de dolor al recordar la vista de sus propios hijos muertos, hacía ya diez años.

—Leño Terrible debe de haber corrompido también a los sátiros —continuó Eucleia—. Seguramente, Chrethon los ha estado utilizando contra nosotros todo este tiempo y nosotros hemos estado completamente ciegos. Ahora uno de ellos tiene el hacha.

—Pero ¿por qué la han robado? —preguntó Dezra paseando la mirada de un jefe a otro.

—En primer lugar, para que no podamos utilizarla —contestó Trephas—, pero tengo la sensación de que hay algo más.

—¡Claro que hay algo más, muchacho! —gruñó Nemeredes el Viejo—. ¡Usad la inteligencia que os dimos vuestra madre y yo! ¿Habéis olvidado a quién tiene cautiva en la arboleda de Leño Terrible?

Los compañeros se miraron aterrados.

—Significa eso… —empezó a decir Caramon.

—Sí —contestó Eucleia que, sin poder seguir aparentando tranquilidad, tenía el rostro marcado por el dolor y el sentimiento de culpabilidad—. Hace ya tiempo que sabemos que se propone destruir al Señor de Bosque. Lo más probable es que el sátiro esté llevando el hacha a Sangelior y, cuando Chrethon la tenga en su poder, la utilizará para desposeerla de lo que le confiere el poder: el cuerno.

—¡Y nosotros le hemos proporcionado el medio para conseguirlo! —exclamó Trephas—. ¡La hemos traído del reino de los seres fantásticos para que pudiera cogérnosla! —Se volvió hacia los jefes, blanco de rabia—. ¿Cómo habéis podido estar tan ciegos?

El rostro de Eucleia se oscureció. Abrió la boca para responder de malos modos, pero Pleuron le puso una mano en el hombro para calmarla. Nemeredes el Viejo avanzó un paso y miró a Trephas con severidad.

—Muchacho —empezó—, conocíamos el riesgo, pero ¿qué hubierais hecho vos en nuestro lugar? ¿Renunciar a nuestra única esperanza por miedo a que Chrethon la utilizara?

—Antes que permitir que la use para acabar con el Señor del Bosque —barbotó Trephas, tembloroso.

—Creímos que podríamos mantenerla fuera de su alcance el tiempo suficiente para utilizarla —murmuró Pleuron sacudiendo la cabeza—. No éramos conscientes de que supiera… Creímos que era seguro.

—¡Pues nos equivocamos! —gruñó Eucleia—. ¡Maldita sea nuestra arrogancia! Trephas tiene razón. Hemos sido las marionetas de Chrethon.

—Y ahora ya no hay nada que hacer —murmuró Dezra—. Tanto trabajo para nada.

—No —gritó Caramon—. ¡Tiene que haber alguna salida!

Los jefes no parecían muy convencidos.

—Si la hay, no sé cuál es —dijo Pleuron—. Las huellas del sátiro se pierden un poco más allá de la caverna. ¿Cómo podríamos perseguirlo si no ha dejado rastro?

—Sabemos adónde va —dijo Trephas—. Si llegamos a la arboleda de Leño Terrible antes que él, quizá podamos detenerlo.

—¿Y cómo podríais hacer eso? —replicó Eucleia—. Lleva varias horas de ventaja y si Chrethon le ha encargado la misión de robar la Hiendealmas, es que es ligero de pies. Me temo que ni siquiera nuestros mensajeros más rápidos puedan darle alcance.

Durante un rato, nadie habló. El viento silbaba en el exterior de la cueva. Abajo, en Lysandon, los centauros empezaban a despertarse y merodear por la ciudad. Aún no les había llegado la noticia de lo ocurrido pero no tardarían en saber que el hacha había desaparecido. Borlos se aclaró la garganta.

—¿Y las dríades? —preguntó.

Todos se volvieron a mirarlo. Hasta entonces había permanecido callado, sufriendo los efectos de todo el vino bebido la noche anterior.

—¿A qué os referís? —inquirió Eucleia.

—Las dríades —repitió tragando saliva—. A lo mejor podríamos llegar más rápido a Sangelior con su ayuda. Si alguien va a la arboleda de las dríades, a lo mejor ellas lo pueden transportar hasta allí.

Los centauros se miraron entre ellos con los ojos muy abiertos.

—Podría funcionar —concedió Pleuron.

—Es una posibilidad remota —añadió Eucleia—, pero es mejor que nada. —Se volvió hacia Caramon—. ¿Lo haríais?

Caramon, sorprendido miró a los jefes. Todos lo observaban.

—¿Nosotros? —preguntó.

—Sí —dijo Nemeredes el Viejo asintiendo—. Vosotros ya habéis tenido tratos con las doncellas de los robles. Os conocen y es más probable que se presten a volver a ayudaros. No os lo pedimos a la ligera —añadió mirando a Trephas—. Significa que también irá mi hijo. Pero una vez más, creo que sois nuestra mejor opción.

***

—Bueno, yo sí que voy —dijo Borlos entrando en la tienda—. No pienso quedarme sentado y dejar que Leño Terrible destruya este bosque. Se lo debemos a las dríades y los duendes.

—Yo no debo nada a nadie —dijo Dezra empezando a recoger sus cosas—. Ya hemos hecho lo que vinimos a hacer.

Caramon daba vueltas alrededor de ella, enfadado.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó—. ¿Cómo puedes irte cuando necesitan nuestra ayuda más que nunca?

—Así —le espetó Dezra echándose el equipaje al hombro—. Y tú ¿por qué vas, padre? No creas que no hemos notado que estás enfermo. Ni siquiera puedes aguantar una pelea sin quedarte medio muerto. Si vas a Sangelior, lo más probable es que no vuelvas.

—Ya lo sé —dijo Caramon—, pero igualmente tengo que ir.

—¡Que Reorx lo vea! —exclamó Dezra—. ¿Por qué?

—Porque estaría mal no ir.

Dezra se quedó un momento callada mirándolo incrédula y luego sacudió la cabeza.

—Bueno —dijo—. ¿Quieres morirte? Adelante. Pero a mí no me metas.

Indignada, salió de la tienda pisando fuerte. Caramon la observó marcharse y luego, mirando a Borlos impotente, se agachó a recoger sus cosas. La mano se le fue hacia el hombro y de nuevo empezó a frotárselo.