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Cuando Borlos tañó la última nota, los centauros se quedaron un momento en silencio y luego, lentamente, empezaron a patear el suelo con los cascos. Sonriendo orgulloso al oír sus gritos y silbidos de aprobación, levantó la jarra de vino, dejó caer un poco en el suelo y bebió un largo trago.

Eucleia se adelantó de nuevo y se puso a su lado. Se quitó la máscara, cosa que imitaron los otros jefes, y levantó las manos tendiendo los brazos hacia el cielo estrellado.

—¡Que empiece la fiesta!

Al oír la señal, los centauros gritaron y ocuparon el claro que habían reservado para el Círculo. Otros músicos empezaron a tocar, con liras y flautas, tambores y panderetas. Riendo, Borlos se unió a ellos.

Las danzas eran tumultuosas y alborotadas, alegremente anárquicas. Los centauros giraban solos o en pareja, en filas y corros, saltando con los cascos sobre la hierba. Corría el vino, fuerte y abundante, y por todas partes resonaban gritos y risas.

Dezra se estaba acabando la segunda botella de vino aromático, sintiéndose ligera y divirtiéndose al ver cabriolear a los centauros. Se volvió hacia su padre y le sonrió de lado.

—¿Bailamos? —le propuso.

Caramon, que debía de ser el único que seguía sobrio en toda el ágora, la miró sorprendido.

—¡Baila conmigo! —gritó ella cogiéndolo de la mano—. Cuando era pequeña siempre lo hacías.

El rostro de Caramon se iluminó con el recuerdo pero sacudió la cabeza.

—Lo siento, Dez —dijo—. Me encantaría, pero… estoy muy cansado.

Dezra dejó ver su decepción. Su padre había cambiado desde la batalla en las ruinas de Ithax. Parecía haberse encogido; estaba más débil y apocado. Se le marcaban unas ojeras oscuras que contrastaban con la palidez del rostro. La mano que le había cogido estaba fría y húmeda. La otra se la había llevado al hombro y se lo frotaba con un gesto automático.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí, claro —contestó Caramon tenso y dejó caer la mano en el regazo—. Entumecido, nada más. —Miró detrás de ella y sonrió—. Ahí viene alguien que te hará de pareja.

Sorprendida, Dezra se giró y vio a un centauro pinto, con tatuajes en la piel humana, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Tuvo el tiempo justo de dejar caer la jarra de vino y gritar sorprendida antes de que Arhedion la cogiera por la cintura y la levantara por los aires.

—¡Epa! —gritó él alegremente haciéndola girar al tiempo que se unía a la exaltada multitud.

Dezra pasó casi toda la hora siguiente dando vueltas en los brazos de jóvenes sementales. Al principio, la hacía sentirse incómoda ser manejada de ese modo por sus parejas pero al poco reía sin parar mientras los centauros se la pasaban del uno al otro. Finalmente, le faltó la respiración. Agotada, les pidió que la dejaran en el suelo. Así lo hicieron y al cabo de un momento se alejaban haciendo cabriolas. Antes de irse, Arhedion se agachó y le dio un beso en los labios.

Dezra avanzó por el ágora tambaleándose mareada entre la multitud que bailaba dando vueltas. Se hizo con otro frasco de vino y se lo fue bebiendo mientras deambulaba por la fiesta.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba buscando a Trephas y empezó a gritar su nombre. Una joven yegua de color castaño, con una crin larga hasta las cernejas, agitó los brazos para captar su atención. Luego inclinó la cabeza y señaló hacia el otro lado del ágora, a una zona oscura. Dezra asintió y se fue hacia allí abriéndose paso entre la multitud alborotada.

Lo encontró esperándola entre las sombras, bajo un álamo. Sonrió al verla acercarse y sus dientes brillaron a la luz de la luna.

—Has tardado mucho —dijo.

Dezra se detuvo en seco y frunció el ceño.

—Eso parece —dijo con amargura—. ¿Y estabas seguro de que vendría?

—Claro. Estás aquí ¿no?

—Tú también —dijo Dezra encogiéndose de hombros—. Y me has vuelto a hablar de tú.

—Sí. —La expresión presumida de Trephas se hizo más tímida, y ella le obsequió con una de sus sonrisas torcidas. Él resopló y sacudió la cabeza, agitando las crines—. Podría decirte que es porque te debo la vida.

—Podrías —repuso ella—, pero estarías mintiendo.

Él asintió con un gesto lento y empezó a decir:

—Entonces…

—Eso.

—Dezra, no es tan fácil —dijo y en sus ojos oscuros había tristeza—. Mi especie y la tuya… no están hechas la una para la otra, ya me entiendes. Y además, mi padre no lo permitiría.

—¿Y crees que el mío sí? —repuso ella riendo.

—No —dijo él asintiendo con melancolía. Se quedó callado y miró hacia otra parte. Luego, impulsivamente, le cogió las manos y agachó la cabeza ladeándola hacia la suya. Ella lo dejó hacer. Sus labios se unieron, sus cuerpos se apretaron el uno contra el otro y sus manos acariciaron y buscaron.

Ninguno de los dos oyó acercarse a la oscura figura de patas de cabra que se deslizaba entre las sombras.

***

Hurach titubeó llevándose la mano al cuchillo. Dezra y Trephas estaban demasiado ocupados para advertir su presencia. Calculó que podría matarlos a los dos sin que llegaran a saber que estaba allí, pero detuvo la mano. Si encontraban los cuerpos antes de que acabara su tarea, tendría problemas. Era preferible dejarlos vivir. Siguió avanzando con sumo sigilo.

Con la determinación de un lebrel de caza, había seguido a Trephas y a sus compañeros hasta las montañas. Tal como había sospechado, lo habían conducido directamente a la plaza fuerte de los centauros. Había entrado en la ciudad siguiendo las huellas de los compañeros y se había agazapado entre las sombras, en el perímetro del ágora, desde donde había visto a Trephas entregar el hacha al Círculo. Desde allí, había observado cómo Eucleia la ponía en manos de sus hijos. Luego, se había escondido en la oscuridad durante varias horas, para dar tiempo a que los centauros se emborracharan con el vino aromatizado. Ahora, finalmente, aprovechando los nubarrones que pasaban tapando la gibosa luna, salía de Lysandon en dirección norte, acariciando la hierba con sus pezuñas hendidas.

Enseguida encontró la cueva en la que guardaban el hacha de Peldarin. Los centauros no habían cometido la imprudencia de encender antorchas pero eso no le importaba. Hurach veía en la oscuridad tan bien como a pleno día. Estudió la escarpada pendiente en el límite del valle y pronto encontró lo que buscaba: las formas oscuras de dos sementales de pie junto a la entrada a una de las muchas cavernas del risco. Phenestis y Xaor vigilaban con los arcos preparados y las lanzas a mano.

Trepó por la vertiente, fundiéndose con la oscuridad. Sus pezuñas subían de un apoyo al siguiente en absoluto silencio y con increíble rapidez. A los pocos minutos se había plantado en un peñasco junto a la entrada sin qué lo descubrieran. Con la espalda apoyada contra la pared de roca, se deslizó junto a los centauros y entró en la caverna.

Sus ojos tropezaron con Hiendealmas. Al verla, el impulso de correr a cogerla fue casi invencible. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por moverse con lentitud, mirando furtivamente por encima del hombro. No era cuestión de volverse descuidado en el último momento. Se fue acercando al hacha con una sonrisa tensa. Alargó la mano, con los dedos temblorosos, levantó el hacha y se volvió. Los sementales grises aún no lo habían visto.

Mató a Xaor de un solo golpe, llegando hasta él con sigilo y hundiéndole Hiendealmas en la espalda. El cuerpo del centauro se derrumbó. Hurach le arrancó la lanza e inmediatamente se volvió contra el otro custodio.

Phenestis se quedó mirando el cadáver de su hermano durante una fracción de segundo antes de empezar a levantar el arco. Mientras, Hurach blandió a Hiendealmas por segunda vez sesgando la parte superior del arco. Phenestis dio un paso atrás y dejó caer el arma ya inútil al tiempo que abría la boca. El hacha volvió a golpear rajándole la garganta. Los ojos se le nublaron y cayó atravesado sobre el cuerpo de su hermano.

Hurach se detuvo apenas un momento a recuperar el aliento junto a los centauros muertos. Luego, rápido y silencioso, descendió por la pendiente y volvió a perderse en la oscuridad sosteniendo en sus manos el hacha ensangrentada.