30

La mancha del poder de Leño Terrible se había extendido por gran parte del Bosque Oscuro. Los árboles habían cambiado; algunos estaban hinchados, en descomposición, y otros retorcidos o quebrados como si los hubiera hendido un rayo. Los pájaros canoros que en otro tiempo revoloteaban entre las ramas se habían ido y sólo se escuchaban los graznidos de los cuervos, reunidos en torno a los cadáveres de los animales que no habían conseguido huir de la corrupción.

El bosque desnaturalizado se extendía kilómetro tras kilómetro. Los espinos habían invadido el hábitat de las flores y los helechos, y Trephas tenía que echar mano de Hiendealmas para apartarlos. Al poco de abrir un camino, no obstante, las zarzas se retorcían y enredaban, volviendo a formar una masa. Se aferraban a los compañeros, rasgándoles las ropas y arañándoles la piel con sus terribles espinas.

A tres leguas de distancia de la fronda de las dríades, empezó a caer una lluvia fina y ácida, que producía picores en las manos y el rostro. No por eso cejaron en su avance; se cubrieron todo lo que pudieron y siguieron adelante.

Dezra se enganchó la capa en un brezo espinoso; irritada, dio un tirón para soltarla. La soltó dando un estirón y tropezó con un roble deshojado. La esponjosa madera del árbol cedió, como si quisiera rodearla. Varios ciempiés de buen tamaño salieron de entre la podredumbre y treparon por su brazo moviendo las mandíbulas. Se los sacudió de un manotazo al tiempo que daba un grito y saltó encima de ellos, maldiciendo al ver que huían.

—¿Esto no se acaba nunca? —preguntó malhumorada.

—Espero que sí —repuso Caramon blandiendo la espada contra otra zarza que se le venía encima. La rama se retiró, siseando como si fuera una serpiente—. Daría algo por un cerro desde el que poder ver el bosque desde arriba.

—¿Crees que ahora Ithax estará igual que esto? —inquirió Dezra sacando la espada y poniéndose a cortar espinos junto a él.

Caramon miró a Trephas. El centauro estaba a cierta distancia, usando Hiendealmas a modo de guadaña.

—No sé qué decirte —admitió en voz baja—. Todavía faltan un par de leguas. A lo mejor se acaba antes de llegar allí.

—No pareces muy convencido —observó Dezra.

—No lo estoy.

Al cabo de un par de kilómetros, encontraron el primer cuerpo.

La forma del cadáver que yacía entre las zarzas era inconfundible. No tuvieron que fijarse en la mano descarnada, con los dedos destrozados por las aves carroñeras, para saber qué era. Trephas dejó escapar un gemido desconsolado y salió al galope, seguido de sus compañeros.

—Trephas —lo llamó Caramon—. No…

Demasiado tarde. El centauro corría hacia el cadáver, agitando los brazos para espantar a los cuervos posados sobre él. De pronto, se paró en seco y retrocedió con la cabeza gacha. Cuando los demás llegaron junto a él, jadeaba, con la respiración sibilante.

El centauro había muerto hacía ya tiempo y la carne que no se habían comido los cuervos estaba negra e hinchada. Las costillas, de color blanco, asomaban entre los jirones de carne. Había una nube negra de moscas zumbando alrededor.

Peor que la putrefacción, sin embargo, era la manera en qué había muerto. Tenía muchos huesos rotos y la carne había sido acribillada con espadas o guadañas. La cabeza, sin ojos, estaba a más de un metro del cuerpo, prácticamente un cráneo, y de la sien le sobresalía un astil de flecha.

Borlos hizo un ruido sofocado y se retiró tambaleándose a vomitar. Dezra también tuvo la sensación de que el estómago le subía a la garganta y miró hacia otro lado, arrugando la nariz. El hedor era insoportable.

Trephas lloraba abiertamente, entre espasmos de dolor.

—Bondadosa Chislev —murmuraba—. Iasta, querida, ¿qué te han hecho?

—¿La conocías? —preguntó Caramon.

—Era amiga mía —musitó Trephas—. Estaba en la patrulla de Arhedion. La reconozco por los arreos. Los tres jugábamos juntos cuando éramos pequeños. Oh, Iasta… te han cortado la cola…

Hicieron todo lo posible por la yegua muerta, que no fue mucho. Caramon ayudó a Trephas a separarla de las zarzas y luego cogió el cráneo y lo puso junto al cuerpo. No tenían tiempo de preparar una pira y, con la lluvia, tampoco habrían ardido. Borlos tañó una endecha con la lira y Trephas se hizo un corte en la mano y dejó caer su sangre sobre el pútrido cadáver. Hecho esto, siguieron su camino.

Mientras andaban, Dezra hizo un gesto a su padre para que se acercara y miró a Trephas asegurándose de que no podía oírlos. El centauro iba delante, repartiendo hachazos a diestro y siniestro.

—¿Los centauros no habrían llevado el cuerpo de vuelta a Ithax? —susurró.

—Sí, eso creo —convino Caramon—. De haber podido, claro.

Se encontraron más cadáveres: decenas de ellos, todos destrozados como el de Iasta. Trephas iba de uno a otro, nombrando a los que reconocía…

—Parimon… Chostos… Endrathimar… —salmodiaba—. Chrethon responderá por esto. —Miró al cielo y entrecerró los ojos para protegerlos de la lluvia—. Juro que viviré para verlo pagar con sangre.

Anochecía en el Bosque Oscuro cuando llegaron a Ithax. Para entonces, ya todos sabían qué encontrarían. Los cuervos que volaban en círculo sobre el Bosque Oscuro no eran ninguna sorpresa, ni el hecho de que no resplandeciera ninguna hoguera en la hora del crepúsculo. Al llegar a los pastos que rodeaban la ciudad aminoraron el paso: la tierra estaba infestada de cadáveres y la batalla había convertido los prados en barrizales. Se detuvieron en el cerro que dominaba el valle y observaron paralizados los restos de la matanza.

Ithax había dejado de existir. Sobre la colina en la que un día se asentaba no había más que cascotes, cenizas y tierra quemada. El suelo estaba cubierto de cuerpos de centauros y skorenoi. El hedor de la muerte hacía el aire irrespirable.

—¡Por Paladine! —exclamó Dezra.

Nadie se movió durante varios minutos. Todos los ojos estaban vueltos hacia Trephas. La garganta le tembló al intentar hablar.

—Bajemos —dijo por fin—. Necesito saber si alguno de los míos ha sobrevivido a esta carnicería.

—¿Estás seguro? —preguntó Borlos—. Me refiero a que está anocheciendo…

—¡He dicho que bajemos! —gritó Trephas y, sin esperar más, se lanzó al galope hacia el valle convertido en osario.

Los otros se miraron vacilantes mientras el centauro se alejaba.

—¿Y bien? —preguntó Borlos.

—Ya le has oído —respondió Caramon—. Bajamos.

***

No llegaron a encontrar el cuerpo de lord Menelachos pero su cabeza era fácil de localizar. Antes de abandonar Ithax, los skorenoi la habían ensartado en una estaca clavada frente a las puertas derruidas de la ciudad. Los cuervos le habían arrancado los ojos, las mejillas y los labios, y el resto estaba hinchado y cubierto de moscas, pero igualmente lo reconocieron. Junto a ella, había dos cabezas más, una a cada lado.

—Rhedogar —murmuró Trephas contemplando la cabeza de crines plateadas del semental de la izquierda. Miró la cabeza de la derecha, una yegua de trenzas doradas, y gimió—: Olinia.

—¿Qué? —preguntó Borlos mirando horrorizado los restos de la narradora ciega—. ¡Malditos cerdos! ¿Cómo han podido hacerle eso a ella?

—De la misma manera que han asesinado al resto —respondió Trephas con frialdad—. No significaba nada para los skorenoi que no pudiera ver o que no hubiera hecho daño a nadie en toda su vida. Era un centauro y un personaje importante para las tribus, motivo suficiente para matarla y hacerle… esto.

—¿Y el resto del Círculo? —preguntó Caramon frunciendo el ceño—. ¿Eucleia, Pleuron… tu padre y tu hermano?

Trephas lo miró con un brillo de esperanza en los ojos.

—Sí —dijo—. Chrethon habría expuesto sus cabezas también si los hubiera matado.

—Entonces, todavía viven —declaró Dezra—. Deben de haber escapado.

—Es posible —dijo Trephas sin mucho convencimiento.

—¿Dónde pueden haber ido? —preguntó Caramon—. Seguramente, tenían pensado qué hacer si Ithax caía.

—Hay un baluarte en las montañas. Sólo los miembros del Círculo y algún otro conoce su existencia. Os llevaré. Chislev mediante, mi pueblo estará allí.

—Bien —dijo Dezra—. Vamos, pues.

Fue a darse la vuelta, pero Caramon la cogió del brazo.

—Muestra un poco de respeto —le susurró señalando con la barbilla hacia las cabezas cortadas—. Antes tenemos que ocuparnos de ellos.

Se detuvo, miró las estacas y sintió que se quedaba sin fuerzas.

—Naturalmente —gruñó—. Pero es de noche, tengo frío y estoy mojada, y el hedor podría matar a un troll. Está bien, ya no me quejo más y te ayudo.

Pasó por delante de Caramon y se puso al lado de Trephas. Caramon fue a seguirla pero entonces vio a Borlos por el rabillo del ojo. El bardo tenía el rostro ceniciento y tragaba saliva mirando fijamente las cabezas de los centauros, sobre todo la de Olinia, con los ojos muy abiertos.

Caramon le puso una mano en el hombro y le ofreció un frasco con agua. Borlos dio un largo trago y volvió a mirar hacia arriba, secándose los labios con el revés de la mano.

—Lo siento —jadeó—. No puedo.

—Está bien, amigo mío —dijo Trephas volviéndose hacia él—. No os preocupéis. Los demás nos ocuparemos de esto.

Borlos sonrió agradecido y se levantó. Al principio pareció que iba a perder el equilibrio pero negó con la cabeza cuando Caramon fue a ayudarlo.

—Estoy bien —dijo—. Sólo necesito que me dé el aire.

—Claro, Bor —repuso Caramon—. Pero no te vayas muy lejos.

Tras despedirse con un gesto de gratitud, el bardo se alejó tambaleándose a través del campo de batalla cubierto de cadáveres. Respiraba trabajosamente. Al cabo de un rato, se detuvo y miró a su alrededor. Se le nublaba la vista. Los otros estaban bastante lejos. Destapó el frasco de vino que llevaba atado a la cadera y lo vació. Se estremeció y miró al suelo. Estaba rodeado de cuerpos destrozados tras haber estado un mes expuestos al viento, la lluvia y las aves carroñeras. Suavemente, empujó con el pie uno de los cuerpos retorcidos. Se levantó un poco, volvió a caer y una de sus manos ennegrecidas se deslizó flácidamente junto a su bota. Torció la boca asqueado y se dio la vuelta para volver con los demás.

Algo lo cogió por detrás.

La sorpresa fue tan grande que Borlos no supo reaccionar cuando los skorenoi lo tiraron al suelo, obligándolo a agacharse. Para cuando se recuperó ya era demasiado tarde. Tenía los brazos y las piernas bien sujetos y una mano le tapaba la boca. Forcejeó un momento y luego se quedó quieto al ver a un skorenoi bayo, una bestia alta, con aspecto de ogro y abundantes crines negras, que se le acercaba.

—Levantadlo —gruñó Thenidor, y los skorenoi lo pusieron de pie. El bayo escupió en el barro, apoyándose en su alabarda—. El bardo —rezongó—. Maldita sea mi suerte. ¡Tener que ir a atrapar al menos valioso!

De repente, Borlos se sacudió y mordió la mano que le amordazaba. El skorenoi que le tapaba la boca retiró la mano con una maldición y Borlos cogió aire y gritó algo, no supo muy bien qué, antes de vislumbrar el mango de la alabarda de Thenidor, que se le venía encima.

Se oyó un crujido y en el interior de su cabeza pareció encenderse una llama de dolor. Luego todo quedó oscuro y perdió la conciencia.