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En general, las gentes de Solace preferían no bajar de los árboles. Es cierto que algunos de los edificios de la ciudad —la herrería, los establos y los almacenes— estaban a ras de suelo pero muchos ciudadanos pasaban semanas enteras sin necesidad de abandonar las ramas. Las fiestas de la ciudad, sin embargo, eran otro cantar; era más fácil y más seguro celebrarlas en la amplia plaza mayor de la ciudad, en tierra. Así que, por lo menos una vez cada estación del año, los pobladores de la ciudad bajaban a divertirse al suelo del bosque.

La fiesta del Albor Primaveral era un torbellino de actividad. Mercaderes procedentes de todos los rincones de Ansalon habían plantado sus tiendas y montado los mostradores en los que se vendía de todo, desde faltriqueras de piel hasta brillantes gemas, armas de acero o tallas de vallenwood. También había puestos de comida —carne de venado, pasteles de miel y bayas, e incluso quith-pa élfico—, y se mirara donde se mirase, siempre se veía a alguien sirviendo cerveza o vino.

No sólo había cosas para comprar, por supuesto. Bardos y faranduleros de todo tipo habían acudido a ejercer su arte. Paseando por la feria, Caramon contó hasta una docena de juglares y recitadores, una compañía de acróbatas, una función de marionetas, un grupo de equilibristas con zancos, malabaristas, bufones y un tragafuegos. Él y Tika se iban parando a mirar en uno y otro sitio, dejando monedas en las gorras.

Había otras gentes también: personajes que evocaban lo que el mundo había perdido hacía diez años. Los falsos profetas predicaban a las masas buscando conversos para su fe. Caramon los miró con odio —en su juventud, él y sus amigos habían tenido frecuentes encontronazos con los de su calaña— pero no les dijo nada. Había personas que necesitaban dioses en los que creer y los verdaderos, de momento, no iban a volver.

Era más penoso contemplar a los magos. Para regocijo de los espectadores, hacían bailar monedas en el aire, sacaban pájaros blancos de la nada, cortaban cuerdas a trocitos y las volvían a reunir en un solo largo. Todo era impostura y fogonazos, por supuesto. De pequeño, el hermano de Caramon solía hacer todos esos trucos. Para Raistlin, el ilusionismo había sido un medio de acercarse al conocimiento de la verdadera magia, pero Raist se había ido con los dioses y la hechicería con él. Caramon estaba seguro de que algunos de los «magos» que actualmente recorrían las ferias habían sido auténticos hechiceros, conocedores de conjuros efectivos. Le entristecía verlos reducidos a cómicos de la legua.

Aparte de contemplar los espectáculos ambulantes, los asistentes a la feria organizaban su propio jolgorio. Había un concurso de acertijos programado para un poco más tarde. Al otro lado de la plaza, arqueros elfos y humanos preparaban las flechas con precisión letal. Las carreras a pie, las competiciones de lanzamiento de jabalina y otras del mismo estilo reunían a los habilidosos y a los presumidos. Caramon y Tika se detuvieron a curiosear en un ruedo donde dos jóvenes armados con barras luchaban sobre una viga de madera tendida por encima de un pozo de barro al que intentaban arrojarse el uno al otro. Los topetazos de las barras se oían por encima del jaleo de la multitud.

Los oponentes se asestaron golpes, los esquivaron y los pararon, hasta que por último, uno de ellos se impuso. Golpeó a su contrincante en la rodilla con el extremo de la barra, deslizó el arma hacia arriba y le golpeó de nuevo en el pecho. El otro perdió el equilibrio y cayó de la viga al pozo de barro salpicando a los curiosos.

Entre risas y maldiciones, se pagaron las apuestas y los jóvenes empezaron a retar al campeón. Empapado de barro, el vencido se levantó del pozo y se alejó de malos modos.

—Mira —gruñó Tika sacudiéndose las faldas salpicadas de barro—. No hace una hora que hemos bajado y mira cómo llevo la falda. Tendrás que comprarme una nueva.

Caramon gruñó pero no dijo nada, absorto como estaba en la viga de madera.

—No —le advirtió Tika—. Te veo venir. Olvídate de eso.

Caramon suspiró, haciéndose el sordo.

—En otro tiempo, cuando era joven, solía participar en estas lides. —Y señalando con la cabeza al campeón, que se paseaba arrogante por la viga, añadió—: Podría haber lanzado a ese cachorro por los aires.

—¡De eso hace cincuenta años, bobo! —lo reconvino Tika con un bufido—. Hasta yo podría haberlo hecho entonces, pero ya no tienes diecisiete años, Caramon. Ése es un juego de muchachos.

De mala gana, Caramon apartó la mirada.

—Entonces, ¿qué me queda?

Notando que se acercaban nubarrones de melancolía, Tika miró a su alrededor.

—Siempre están los concursos de gargantúas —dijo señalando hacia otro lado.

Los ojos de Caramon se detuvieron en la mesa donde varios hombres de considerable envergadura se llevaban a la boca interminables ristras de salchichas para regocijo de los que se habían congregado a su alrededor.

—No pienso hacer eso —protestó haciendo una mueca—. Estaría menos ridículo si me atara yo mismo a la picota para que me tiraran fruta podrida.

—¿Y crees que hubieras quedado más airoso caído de espaldas en el barro?

Caramon miró a Tika, vio el fuego que ardía en sus ojos y sonrió.

—Entendido.

Se dio la vuelta y miró por encima de las cabezas del público. Con sus dos metros, superaba en altura a casi todo el mundo. Al cabo de un momento, empezó a abrirse paso entre la multitud. Tika se apresuró para no quedarse atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó—. No veo nada.

Sin contestar, Caramon siguió avanzando hacia un grupo de personas que vociferaban reunidas en torno a una mesa encaramada a un estrado de madera. Cuando los reunidos se apartaron para dejarle paso, Tika vio lo que había captado su atención y puso cara de desconfianza.

Sobre el estrado, sentados frente a frente, había dos musculosos hombres cubiertos de sudor. Uno era un robusto y joven granjero; el otro era Japeth, leñador y cliente habitual de la posada. Tenían el codo derecho apoyado en la mesa y se cogían la mano con fuerza. Enfrentados en un pulso, gruñían y hacían muecas mientras los músculos se les tensaban en el brazo y el cuello por el choque de fuerzas.

—Muy interesante —dijo Tika en tono seco.

Caramon, con la vista fija en la contienda, chistó para que se callara. Japeth tenía una ligera ventaja. Le temblaba el brazo pero hacía retroceder lentamente el del granjero. El público lo jaleaba y Japeth empezó a sonreír.

Pero entonces el muchacho sonrió también. Los mirones se quedaron callados al ver que, con un nuevo arrebato de fuerza, recuperaba terreno. Al momento siguiente, volvían a estar equilibrados y en un visto y no visto, Japeth desfallecía. Todavía duró unos momentos pero ya no tenía nada que hacer. Sin dejar de sonreír, el joven granjero siguió empujando hasta hacerle tocar la mesa con el brazo. Japeth se derrumbó en su asiento en el momento en que subía al estrado un hombrecillo calvo.

—¡Uwen es el ganador! —gritó el hombre levantando la mano del granjero—. Llevas tres seguidos, chaval. ¿Te atreves con un cuarto?

El muchacho asintió, sonriendo, mientras los amigos de Japeth se llevaban al leñador.

—¡De acuerdo! —El hombre calvo se volvió hacia el público—. ¿Quién va ahora?

Tika se sintió desfallecer. No necesitaba mirar a Caramon para adivinar la expresión de su cara. Estaría triste durante el resto del día si no lo dejaba competir. Con un imperceptible encogimiento de hombros, se soltó de su brazo, lo empujó hacia adelante y gritó:

—¡Aquí!

***

Caramon miró con fijeza al muchacho sentado al otro lado de la mesa. Uwen, se llamaba. Era rubio y tenía la piel tostada por el sol y una expresión tan candorosa que resultaba casi cómica. Parecía intimidado. Aunque su padre no fuera más que un niño cuando Caramon luchaba en la Guerra de la Lanza, sabía bien quién era su adversario. El juez de la disputa comprobó que tuvieran las manos bien cogidas y se hizo a un lado. A pesar de ser zurdo, Caramon había ofrecido la derecha al muchacho.

—No olvidéis las normas —les dijo el árbitro—. Mantened el otro brazo en el costado. Si se os separa el codo de la mesa, o el trasero del banco, habéis perdido. —Y mirando al público, gritó—: ¡Siguiente pulso! ¡Uwen Gondil contra Caramon Majere! ¡Haced las apuestas!

Caramon dedicó una sonrisa amistosa al muchacho, que se mordió el labio.

—¡Ya! —gritó el árbitro.

Caramon actuó con rapidez, empujando con toda su potencia. El brazo de Uwen descendió hasta media altura antes de que tuviera tiempo de detener el embate, pero entonces tensó los músculos y contrarrestó la acometida. Para sorpresa de los dos contendientes, lentamente empezó a levantar el brazo de Caramon. Los dos apretaron los dientes y gruñeron por el esfuerzo. Al poco, Uwen recuperó todo el terreno perdido y siguió empujando hasta conseguir ventaja.

Caramon no podía creerlo. Se había enfrentado a hombres más fuertes que ése: guerreros profesionales, gladiadores y semiogros incluso. Los había derrotado a todos y ahora, un muchacho con las mejillas sonrosadas como una manzana, un chaval que no podía haber visto más de dieciocho primaveras ¡le estaba ganando!

Los espectadores chillaban como conejos, la mayoría tan sorprendidos como el mismo Caramon. La voz de Tika se oía por encima de todos ellos.

—¡Arráncale el brazo! —aullaba—. ¡Haz que llore llamando a su madre!

Caramon encontró fuerzas para empujar más fuerte hasta detener el avance de Uwen y luego lo hizo retroceder centímetro a centímetro hasta que volvieron a estar igualados. Estuvieron así durante un largo instante, temblando, y entonces Caramon cerró los ojos y volvió a embestir.

A Uwen parecieron abandonarle las fuerzas de pronto. Sorprendido, Caramon aprovechó la oportunidad. Uwen no tuvo tiempo de recuperarse; unos segundos más tarde, su mano tocaba la mesa y haciendo una mueca de dolor se frotaba el brazo. Los espectadores lanzaron vivas con el puño alzado.

Caramon no se alegró, sin embargo. Antes de que el árbitro se acercara, miró a los ojos a Uwen y supo que el muchacho lo había dejado ganar. «Lo siento —decía su mirada—. Pensaba que podrías ganarme sin ayuda».

Antes de que pudiera decir nada, Tika subió al estrado y le echó los brazos al cuello. Cuando lo soltó, Uwen ya no estaba.

La multitud coreaba el nombre de Caramon y el árbitro le cogió la mano y se la levantó proclamándolo vencedor. Incapaz de sentir satisfacción alguna, Caramon se levantó.

—Vale —dijo a Tika—. Vámonos.

—¡No! —exclamó el organizador cogiendo a Caramon del codo—. ¡No te vayas! ¡Eres el campeón!

Caramon miró a Tika implorante pero ella sacudió la cabeza.

—Tú lo has querido —le dijo.

Ceñudo, Caramon miró al público alborotado.

—Está bien. ¿Quién es el siguiente?

Los vítores se acallaron de pronto. Los espectadores guardaban silencio, temerosos de que cualquier palabra que dijeran pudiera interpretarse como un desafío. Nadie deseaba ocupar el lugar de Uwen. El público empezó a dispersarse, dirigiéndose hacia otras partes de la feria.

—¡Ei! —los llamó el árbitro—. ¡No os vayáis! Es que nadie tiene las agallas de…

—¡Yo lo haré!

Los reunidos se volvieron hacia la voz y se quedaron helados. Caramon miró en la misma dirección y vio al hombre que había hablado. Sin duda, destacaba.

Estaba entre la última fila de público y les sacaba la cabeza y los hombros a los más altos entre los reunidos. Por su aspecto, se diría que era un bárbaro, con el pecho desnudo, la piel de color cobrizo y una larga melena de color rubio ceniza, a juego con la barba. Tenía la mandíbula fuerte y los ojos oscuros. Llevaba una torques de bronce al cuello y brazaletes del mismo tipo en las muñecas. De su oreja derecha colgaba un grueso aro.

Ante la mirada atónita de los pobladores de Solace, sonrió ampliamente, enseñando unos dientes blancos y muy grandes.

—Soy Trephas —dijo levantando la cabeza con orgullo—. Yo lucharé con vos, héroe de la Lanza.

Echó a andar y la multitud se apartó entre murmullos atemorizados. Cuando los espectadores más cercanos se hicieron a un lado, Caramon y Tika contuvieron el aliento de pura turbación.

Aquel hombre no era tal hombre. El robusto torso humano se acababa en la cintura; por debajo, donde debieran haber estado las piernas, estaba el cuerpo de un caballo castaño, con cernejas blancas y una orgullosa cola de pelo rubio ceniza.

Trephas era un centauro.

Caramon, con la boca abierta, advirtió que el murmullo atemorizado de la multitud empezaba a adoptar un tono amenazador. En el pasado no había habido problemas con los centauros del Bosque Oscuro pero durante los últimos años las cosas habían cambiado. En más de una ocasión, sus congéneres habían asaltado a las gentes en el Camino de Haven. Varias personas habían desaparecido y corrían rumores de que los viajeros perdidos habían sido asesinados por los centauros. Las historias que se contaban cada vez eran más siniestras. Se comían a sus enemigos, decían algunos. Raptaban a las doncellas y se las llevaban al Bosque Oscuro para violarlas. Se apareaban con yeguas, que morían al dar a luz potros deformes.

La multitud miraba con odio a Trephas pero se mantenía alejada viendo la lanza de hoja ancha que colgaba de sus arreos de guerra. Por la manera en que avanzaba, era evidente que sabría manejar el arma en el caso de que la necesitara.

Si Trephas notó la hostilidad que le dispensaba la multitud, hizo caso omiso. Llegó hasta el estrado e hizo una reverencia, un gesto galante que no parecía avenirse con su grosera apariencia.

—¿Me permitís unirme a vuestro juego? —preguntó, y su acento era tan formal y arcaico como su conducta.

El árbitro echó una mirada a la turba y volvió a dirigirse a Trephas.

—Sería difícil —insinuó—. No puedes subir al estrado tal como estás hecho.

—Cierto —convino el centauro—, pero tampoco es necesario. Alcanzo la altura adecuada desde donde estoy. Sólo tenéis que acercar la mesa al borde del estrado.

—Mmm —musitó el árbitro. Frunció el ceño observando la mesa y luego se encogió de hombros—. Está bien. Por mí no hay problema… siempre que a nuestro campeón no le importe.

Caramon examinó al centauro. Era tan alto como un pequeño ogro y casi igual de corpulento. Por su aspecto, se diría que habría aplastado a Uwen, el muchacho granjero, sin esfuerzo. Pero Caramon no podía negarse. Sus conciudadanos no lo habrían permitido y por su parte no quería que las cosas se pusieran todavía más feas.

—Claro —dijo—. Estoy dispuesto.

—¡Excelente! —exclamó Trephas con voz de trueno mientras Caramon y Tika ayudaban al árbitro a arrastrar la mesa.

Del público, cada vez más nutrido, les llegaba un murmullo excitado. Cuando todo estuvo en su lugar, Caramon se sentó y apoyó el codo izquierdo en la mesa. Ni loco iba a ofrecer el brazo más débil al hombre caballo.

Trephas sonrió enseñando la enorme dentadura.

—Quizá pudiéramos conferir a esta lid algún interés suplementario.

—¿Una apuesta? —preguntó Caramon frunciendo el ceño.

—En efecto. Si pierdo, permaneceré en Solace durante toda la estación y atenderé los establos de la posada —declaró Trephas—. Vuestros caballos no habrán estado nunca tan bien cuidados.

—¿Y si ganas? —preguntó Tika, recelosa.

—Entonces, señora, pediré a vuestro marido que me acompañe al Bosque Oscuro.

El murmullo de la multitud se redobló. Caramon parpadeó atónito.

—¿Cómo? —jadeó—. ¿Ir al Bosque Oscuro? En nombre de Paladine, ¿a hacer qué?

—No tengo intención de irme de esta feria con las manos vacías —contestó Trephas—. Si os derroto, acarrearéis mis pertenencias hasta mi hogar.

—Acarrear… —tartamudeó Caramon, y luego sacudió la cabeza—. ¡Pero si sois un caballo! ¿No podéis buscaros un carro y tirar de él?

Un brillo altanero iluminó los ojos del centauro.

—Soy hijo de un jefe de tribu y no arrastro carros. Esas tareas —añadió con desdén— son más adecuadas para los bueyes. Y bien, ¿aceptáis la apuesta?

Caramon notó que se le encendía el rostro mientras combatía la sensación de desastre que le rondaba en el estómago. No quería hacer esa apuesta… pero, por otra parte, si la rechazaba…

—De ninguna manera —contestó Tika acudiendo en su ayuda. Apoyó las manos en las caderas y entre sus cejas se dibujó una línea oscura—. Mi marido fue lo bastante inteligente para no querer internarse en el Bosque Oscuro cuando era joven y la edad todavía no le ha formado tantas brumas en la mente como para cambiar de opinión. ¿No es así, Caramon?

—Eh, así es —contestó sumiso—, pero —añadió viendo que el centauro fruncía el ceño—, te ofrezco otra cosa. Acabo de destapar mi cerveza de primavera. Si pierdo, te daré dos barriles para que te los lleves en mi lugar.

Trephas consideró la oferta, todavía cabizbajo por el rechazo de Caramon. Al cabo de un momento, no obstante, asintió y apoyó el codo izquierdo en la mesa.

—Que así sea —dijo cogiendo la mano de Caramon—. ¡Y que gane el mejor, ya tenga dos o cuatro patas!

—¡Nuevo pulso, entonces! —gritó el árbitro—. Caramon Majere contra Trephas… eh…

—Hijo de Nemeredes el Viejo —dijo Trephas.

—Bien, como digas. Preparados… ¡ya!

La mano del centauro era fuerte como una barra de hierro. En efecto, era tan fuerte como su aspecto hacía temer. Desde el primer momento, Caramon se tensó, gimiendo y silbando entre dientes mientras se esforzaba por evitar que Trephas le tumbara el brazo. El público alborotaba a su alrededor mientras él luchaba contra el centauro. Así que entre el ruido y el palpitar de la sangre en las sienes era comprensible que al principio no oyera los gritos.

Empezaron al otro extremo del espacio dedicado a la feria, en la zona donde habían plantado las tiendas los mercaderes más adinerados, pero no tardaron en oírse más fuertes y cercanos. Las cabezas empezaron a volverse. Alguien, a quien las gentes enseguida reconocieron como Ganlamar, un rico tallador de gemas de Gateway, gritaba hasta casi desgañitarse.

—¡Detente! ¡Al ladrón!

Por todas partes, los kenders que habían acudido a la feria —por mucho que quisiera evitarse, siempre había kenders en la feria de Albor Primaveral— se sobresaltaron y miraron a su alrededor intentando averiguar a quién se refería el tallador de gemas. A algunos les impresionó tanto que sin darse cuenta dejaron caer en sus bolsillos los anillos y monederos que estaban mirando.

El ladrón y su perseguidor avanzaban hacia Caramon pero él seguía sin oírlos. Estaba concentrado en resistir los embates de Trephas. Notaba que los músculos le ardían y veía puntos negros danzando frente a sus ojos. Mientras, el centauro ni siquiera sudaba.

El ladrón pasó como una exhalación entre los espectadores de la contienda y Caramon sólo captó una figura joven y esbelta, vestida con una camisa verde brillante, pero Tika pudo verla perfectamente y boqueó horrorizada.

—¿Dezra? —gritó.

—¿Qué? —Caramon levantó la vista sorprendido.

La momentánea distracción fue todo lo que Trephas necesitaba. De un potente envite, tumbó el brazo de Caramon contra la mesa. Caramon gruñó sorprendido y levantándose de la silla, se volvió a mirar al ladrón. A unos cincuenta metros, una escalera de cuerda pendía de uno de los puentes colgantes que unían las ramas de los vallenwoods. La figura de verde dio un salto, se cogió al peldaño y empezó a subir sin dejar de reír.

—Dioses —gimió Caramon mirando incrédulo cómo escapaba su hija pequeña.