29

No lo entendéis —protestó Caramon—. No podemos perder el tiempo esperando aquí con vuestra gente. ¡Los centauros necesitan a Hiendealmas ya!

—Lo sé —repuso el barón Guithern moviendo la cabeza—, pero no está en mi mano devolveros al Bosque Oscuro más rápido. He enviado un mensajero a las dríades cuando habéis salido hacia el torreón, pero pasará algún tiempo antes de que Pallidice vuelva para guiaros de vuelta. Por mucho que hayáis estado fuera del valle casi un día, aquí no ha pasado ni una hora.

—¿Cuánto tendremos que esperar? —preguntó Trephas, nervioso. Hiendealmas pendía de su arnés de guerra, brillando a la luz del sol.

—Cosa de un día, calculo —dijo Guithern tras pararse a pensar.

—¡Pero eso significa otro mes entero en el exterior! —exclamó Dezra—. ¡A este paso, cuando volvamos ya no quedará nada!

—Lo siento —repitió Guithern y, aunque sus palabras eran de disculpa, había un tono inconfundiblemente tajante en su voz—. No puedo cambiar la velocidad a la que transcurre el tiempo. De momento, es mejor que olvidéis vuestras preocupaciones. Haré que os traigan comida, hidromiel y música…

—No —lo interrumpió Caramon negando con la cabeza—. Es mejor que traigan una de esas mantas voladoras. Es preferible que nos marchemos, aunque sólo podamos llegar a las cuevas de la montaña. Sin ánimo de ofender, alteza, creo que nos sentiremos mejor esperando allí.

El barón se inclinó, dando su consentimiento, y se fue. Los otros duendes volaron tras él hacia el palacio situado en la copa del abeto y los dejaron solos. Caramon se aclaró la garganta.

—Voy a ver qué dice Borlos.

El bardo estaba sentado al borde del risco de obsidiana, mirando hacia el lago. En la distancia, sobre la ciudad de Gwethyryn, las alas de los duendes hacían que brillara el aire. Tenía la lira apoyada en el regazo y tañía una melodía triste, de ritmo lento. Al oír llegar a Caramon, no se volvió a mirarlo.

—¿Y bien? —preguntó Caramon—. ¿Vienes con nosotros o tenemos que despedirnos?

—Quiero quedarme —murmuró tras un largo suspiro—. No puedo soportar la idea de irme.

—Estás hechizado, Bor —dijo Caramon señalando el lago—. Este lugar te ha encantado de algún modo. Lo miro y admiro su belleza pero no se me pasa por la cabeza quedarme para siempre.

—Claro que no —dijo Borlos—. Tienes una familia esperándote y una taberna en la que trabajar. ¿Qué tengo yo? ¿Clemen y Osler? ¿Cuántos años he desperdiciado jugando a las cartas con ellos, noche tras noche?

—Entonces, te quedas. —Caramon no consiguió disimular la decepción que trasmitía su voz.

—Déjame acabar —dijo Borlos poniendo la palma de la mano contra las cuerdas—. Podría quedarme, pero siempre me preguntaría si habría podido ayudar en algo más a los centauros y no sería feliz, por muy bello que sea este lugar o por grande que sea el placer que me proporcione Pallidice.

Caramon tosió.

—Lo que quieres decir, entonces, es que…

—Me voy —declaró Borlos y dio otro largo suspiro.

—Bien, Bor —dijo Caramon. Le dio una palmada en el brazo y, notando que prefería estar solo, se dio la vuelta y se fue en busca de los otros.

Borlos volvió a observar el lago, con la mirada perdida en la distancia, y sus dedos buscaron las cuerdas inconscientemente. El viento se apoderaba de los acordes y se los llevaba lejos de allí.

***

La lugruidh los llevó de vuelta por donde habían llegado, con Fanuin y Ellianthe de escolta. Avanzaron flotando sobre el lago y, por encima de Gwethyryn, superaron la cresta sur del cráter y siguieron navegando entre grandes picos. Al cabo de cierto tiempo, divisaron un brillo de luz en la distancia. Los compañeros observaron cómo se acercaba el risco de cristal, refulgente como un diamante al sol; todos, menos Borlos, que miraba hacia atrás con la lira apretada contra el pecho.

Siguiendo las instrucciones de Fanuin y Ellianthe, la lugruidh se elevó por la vertiente y se detuvo flotando muy cerca de la brillante superficie. Los hijos del barón volaron hacia la piedra con las manos extendidas y la roca se abrió formando un túnel.

Antes de partir, Guithern había dado a los compañeros globos de luz; ahora se los repartieron y entraron en el pasadizo. Fanuin y Ellianthe los condujeron al interior de la montaña, haciendo que la roca se abriera ante ellos. El túnel se iba cerrando a sus espaldas, atrapándolos en el interior de la montaña. Tras una larga caminata, llegaron a las cuevas en las que se habían despertado después de comer los alimentos mezclados con narcóticos.

Pasaron las horas. Fanuin y Ellianthe les trajeron comida e hidromiel, y Borlos tocó la lira, con los ojos brillantes, oyendo cómo su música reverberaba entre las paredes de la caverna. Trephas soltó las correas que sujetaban a Hiendealmas, la dejó en el suelo y la miró, pensativo.

Finalmente, con un crujido que resonó en toda la estancia, una de las paredes se abrió, dando paso a varios duendes, que volaron a toda prisa hacia Fanuin y Ellianthe. Los seres alados dijeron algo atropelladamente, apiñándose en torno a ellos. Luego, Ellianthe se separó del grupo y voló hacia donde estaban los compañeros.

—Algo va mal —dijo Caramon viendo la expresión angustiada del duende.

—Es Pallidice, ¿verdad? —preguntó Borlos, al tiempo que se levantaba, dejando a un lado la lira—. ¿Qué le ha pasado?

—La dríade llegará enseguida —dijo Ellianthe levantando una mano—, pero está enferma. Los mensajeros temen que se esté muriendo.

Al cabo de unos minutos, el túnel se ensanchó un poco más y de él surgió una figura. Los compañeros contuvieron el aliento.

—Oh… —gimió Borlos—. ¡Oh, dioses!

La doncella del roble había cambiado. La transformación se debía en parte al cambio de estación: su pelo verde ahora tenía mechas de color dorado y rojizo, señales del inicio del otoño, pero era mucho más profunda. La piel, antaño oscura y flexible, ahora era gris. Su rostro juvenil estaba macilento y sus bien torneadas extremidades se habían quedado en los huesos. Incluso sus ojos parecían apagados, como si los ocultara una neblina. Avanzaba con paso vacilante, cargada de hombros.

—Pallidice —murmuró Borlos con la voz quebrada.

Ella lo miró y una chispa de alegría iluminó su cara. Sonrió tristemente: le faltaban varios dientes y el resto se le habían puesto marrones.

—Amor mío —dijo con un hilo de voz temblorosa—. Mi corazón canta al volver a verte. Quisiera que a ti te pasara lo mismo.

—¿Qué? —vaciló Borlos sonrojándose—. Lo… lo siento —tartamudeó mirando al suelo—. Es sólo que…

—No digas más, amor mío. Ya sé el aspecto que tengo. —Pallidice, afligida, sacudió la cabeza—. La maldición del árbol demonio empezó a afectarnos, a mis hermanas y a mí, poco después de traeros hasta aquí, y cada vez es peor. Me temo que no viviré para volver a sentir el peso de la nieve sobre las ramas de mi roble.

Borlos apretó los dientes y los puños.

—No —gruñó—, vivirás. Leño Terrible caerá, aunque lo tenga que talar yo mismo.

—Tenemos el hacha de Peldarin —añadió Trephas mostrándole a Hiendealmas—. Debemos llevársela a mi pueblo. Llévanos de vuelta al Bosque Oscuro y yo también te juro que evitaré que Leño Terrible os siga haciendo daño.

Pallidice asintió pero en sus ojos no había apenas esperanza.

—Claro. Vamos. Coged vuestras cosas y seguidme. —Se dio la vuelta y se adentró en el túnel.

Los compañeros se apresuraron a prepararse.

—Gracias por vuestra ayuda —dijo Caramon volviéndose hacia los duendes—. No habríamos… —Se calló. Los duendes no se veían por ninguna parte—. ¿Fanuin? —llamó—. ¿Ellianthe? ¿Dónde están?

—De vuelta, imagino —contestó Dezra encogiéndose de hombros—. Deben de haberse ido mientras todos mirábamos a Pallidice. Vamos, que nos están esperando.

Caramon miró a su alrededor una vez más, pero no quedaba ni rastro de los duendes. Dando un suspiro, se puso el casco, se echó el equipaje al hombro y siguió a los demás fuera de la caverna.

***

Las paredes de tierra del camino que Pallidice abría hacia el Bosque Oscuro desprendían una leve fetidez. De vez en cuando, de la tierra surgía un escarabajo o un gusano que caía al suelo retorciéndose. Los rodeaban extraños ruidos semejantes a gorjeos y en las paredes y el techo aparecían unos bultos que parecían llagas. El aire olía a cerrado y a humedad.

Finalmente, el túnel desembocó en una cripta de tierra conocida: la misma en la que se encontraron después de que Pallidice y sus hermanas les introdujeran en la tierra. Las raicillas que colgaban del techo se habían marchitado y desprendían un humor negro que goteaba sobre el suelo. Alrededor de sus pies, se arremolinaba una niebla marrón que hedía a carne podrida.

—Esperad aquí —susurró Pallidice—. Voy a buscar a mis hermanas para devolveros a la superficie.

Al momento había desaparecido engullida por otro pasaje abierto en la tierra, que se cerró tras ella.

Los compañeros esperaron en silencio. Borlos se separó de los demás, con la cabeza gacha. Caramon se le acercó y le puso una mano en el hombro. Trephas sacó la lanza y se la clavó a una araña blanca que se arrastraba por el suelo.

Dezra se fue hacia una de las paredes en la que había aparecido una ampolla enorme. Brillaba iluminada por el globo de luz y Dezra percibió algo oscuro que se movía en su interior. Con una mueca de asco, sacó la daga para pinchar la ampolla.

Pero al levantar la hoja, la membrana de la ampolla se rompió y detrás apareció un gran ojo inyectado en sangre. Dio un salto hacia atrás y gritó, al ver que la miraba. Al momento reaccionó y, adelantando el brazo, hundió el cuchillo en el ojo, que la salpicó de podredumbre negra. Luego, vio que la membrana volvía a cerrarse.

—¿Qué diablos del Abismo ha sido eso? —preguntó Caramon corriendo hacia allí.

Dezra sacudió la cabeza limpiando la daga con un trapo que llevaba en el zurrón.

—No estoy segura —contestó con voz queda—. Creo que algo nos ha visto.

Caramon frunció el ceño, pero antes de que pudiera seguir preguntando, se abrió un túnel y Pallidice entró en la estancia. La acompañaban las otras tres dríades que les ayudaron a entrar, aunque lejos de reírse y correr de un lado a otro como la vez anterior, andaban pesadamente, arrastrando los pies. La magia de Leño Terrible les había dejado profundas señales. Gamaia se había hinchado hasta deformarse y había perdido toda su hermosa cabellera verde. Tessonda estaba descarnada, hasta el punto de que se le marcaban todos los huesos bajo la piel, cubierta de llagas supurantes. Elirope era la que estaba peor. Tenía la espalda y las extremidades retorcidas y dobladas, como si le hubieran roto los huesos y se los hubieran unido mal. Viéndolas, los compañeros no pudieron evitar encogerse.

—Sí —dijo Pallidice con una risa destemplada—. Somos horrorosas a la vista ¿verdad? Un destino cruel para nosotras, que ciframos nuestro orgullo en la belleza.

Borlos sacudió la cabeza, furioso.

—Esto acabará, Pallidice. Te doy mi palabra.

—Gracias, amor mío —repuso la dríade con una sonrisa espantosa—. Y ahora, ¿qué os parece si os llevamos a la superficie?

Las otras dríades se llevaron a Trephas, Caramon y Dezra, dejando solos a Borlos y Pallidice. Con la mirada baja, la dríade se le acercó.

—Lo siento, amor mío —dijo—, pero es necesario que me abraces para que pueda introducirte en mi árbol. No te pediré más. Sé bien lo que soy ahora.

Borlos le puso las manos en los hombros con ternura, se inclinó y la besó en la frente.

—Yo también sé lo que eres —susurró—, y no es esto.

Ella le sonrió y la alegría que iluminó sus ojos casi borró el sufrimiento de su rostro. Se abrazaron y, al poco, las raíces los envolvieron y los sacaron de allí.

***

Lord Chrethon golpeó la cara del mensajero con el revés de la mano. El skorenoi patilargo cayó de rodillas dando un aullido. Empezó a levantarse, tapándose la nariz sangrante con una mano, y Chrethon le dio una coz en el pecho. Se derrumbó jadeando.

—¿Qué habéis dicho? —atronó mirando desde arriba al mensajero, caído.

—Mi señor… No puedo… no… —tartamudeó el mensajero acobardado.

Chrethon soltó la lanza de las guarniciones y la apuntó hacia abajo.

—Hablad u os castro aquí mismo.

El skorenoi miró la lanza que le apuntaba y el rostro reflejó el pánico que lo embargaba.

—Mi señor —musitó—. Lord Leodippos pide más guerreros para que lo ayuden a buscar a los que escaparon del ataque a Ithax.

Chrethon se maldijo a sí mismo por haber dejado escapar a tantos centauros. La hueste de Leodippos los había perseguido hasta las montañas en la frontera oeste del Bosque Oscuro, matando a los rezagados durante todo el camino, pero, al llegar a las tierras altas, había sido imposible seguirles el rastro. Leodippos era un cazador implacable pero los centauros hasta el momento habían sabido burlar su celo y ahora empezaban a atacar, con emboscadas e incursiones nocturnas. Leodippos ya había pedido refuerzos hacía poco más de una semana para compensar las pérdidas. ¡Y ahora quería más!

Chrethon habría querido echar la culpa del fracaso a Leodippos pero sabía que con eso no solucionaría nada. Si pedía más guerreros era porque los necesitaba con urgencia. No serviría de nada negárselos.

Sin embargo, sobraban mensajeros entre sus tropas. No le vendría de uno menos. Chrethon blandió la lanza y la hundió en el corazón del acobardado mensajero. Inmediatamente, soltó el astil y el arma estalló en esquirlas de madera y metal.

Dejó allí el cadáver y se paseó por la cima del cerro, mirando hacia Sangelior. La ciudad estaba casi vacía y apenas había hogueras. Sus habitantes estaban muertos o en las montañas, buscando al Círculo. Chrethon se resistía a enviar más guerreros al oeste pero no había más remedio si quería acabar con los centauros antes de que llegara el invierno. Levantó la mano pidiendo otro mensajero.

El mensajero avanzó vacilante. Había sido testigo de la suerte de su colega.

—¿Mi… mi señor? —farfulló—. ¿Qué de… deseáis?

—Tranquilízate —gruñó Chrethon—. No te haré daño. Ve a decir a los adalides que deben enviar cincuenta guerreros al oeste para ayudar a lord Leodippos.

—¿Ci… cincuenta, mi señor?

Chrethon lo miró severamente. El mensajero palideció, se dio la vuelta y salió corriendo.

Riendo entre dientes, Chrethon volvió a mirar la ciudad. Las dudas del mensajero eran comprensibles. Quedaban diez adalides en Sangelior, lo que significaba que enviaba quinientos guerreros de refuerzo. Cuando partieran, sólo quedarían otros mil a su disposición. ¿Y si Leodippos enviaba otro mensajero al cabo de un mes pidiendo más efectivos?

Chrethon escupió en la tierra. Si eso llegaba a suceder, quizá Leodippos fuera objeto de su ira, finalmente.

Se levantó de patas, pateando el aire con los cascos, dio la vuelta y salió al trote hacia Sangelior. No había dado más de veinte pasos, cuando oyó la trápala de unos cascos que se acercaban y se llevó la mano a la espada.

Era otro mensajero, una yegua que al ver a Chrethon, se detuvo, hizo una reverencia y corrió hacia él. La reconoció enseguida: la había apostado en la arboleda de Leño Terrible.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Mi señor, os pido disculpas por importunaros, pero el árbol requiere vuestra presencia —dijo tras hacer una nueva reverencia.

Chrethon contuvo el aliento y luego envainó de nuevo la espada.

—Acompáñame —le ordenó, y salió al galope hacia el este, en dirección a la arboleda del árbol demonio. La mensajera lo siguió.

Cuando llegaron, Leño Terrible hervía de ira. Agitaba las ramas, haciéndolas crujir demencialmente, y su grueso tronco palpitaba. Chrethon le hizo una reverencia.

—¿Qué deseáis?

—Los humanos han vuelto del reino de los duendes —rumoreó el árbol irritado—. Los he visto en los lugares secretos de las dríades. Pronto estarán de regreso en el Bosque Oscuro.

«… Oscuro», musitaron las ramas.

Chrethon se envaró. Hacía tiempo que no pensaba en el hijo de Nemeredes y sus amigos humanos. Había creído que ya no volverían. Y ahora…

—¿Han conseguido recuperar a Hiendealmas? —preguntó.

—Sí.

«… sí…».

Chrethon ni siquiera se planteó preguntarle al árbol cómo lo sabía. Cada cual tenía sus métodos. Se quedó hablando con él un poco más y luego se retiró e hizo una señal a la mensajera que lo había acompañado a la arboleda.

—Busca a Thenidor —le ordenó—. Dile que se encuentre conmigo aquí.

Chrethon permaneció entre los árboles retorcidos después de que la yegua se marchara. Tenía que pensar rápido. Seguramente, los humanos no sabían que Ithax había caído y se dirigirían allí en primer lugar. Si acababan de dejar la fronda de las dríades, Thenidor aún tendría tiempo de interceptarlos. Pero Thenidor ya se había enfrentado sin éxito con Trephas y sus compañeros. Chrethon necesitaba un segundo plan por si volvía a fracasar. No tuvo que pensar mucho para decidir cuál sería.

Cambiando de dirección, salió al galope bosque a través, hacia la prisión del Señor del Bosque. Mientras corría, daba voces llamando a Hurach.