Si los duendes no le hubieran señalado el torreón, Dezra no lo habría reconocido. Los siglos transcurridos no habían dejado más que un montón de piedras sobre una amplia repisa a media altura de un escarpado pico con la cima nevada. El mármol negro veteado que había conformado sus muros estaba cubierto de lajas de pizarra desprendidas de las paredes del pico.
Se estremeció al notar que la lugruidh descendía. Una mano la tocó en el hombro, sobresaltándola.
—¿Dez? —la llamó su padre—. ¿Estás bien?
—Sí, bien —contestó malhumorada—. Déjame.
Caramon se quedó callado mirándola y luego se volvió hacia otro lado, encogiéndose de hombros.
La lugruidh se detuvo junto al borde de la repisa. Al saltar a tierra, resbalaron sobre las rocas cubiertas de escarcha pero enseguida recuperaron el equilibrio. El aliento formaba nubes de vaho en el aire. Caramon desenvainó la espada haciendo chirriar el acero. Escrutó las ruinas y la ladera de la montaña y se volvió hacia Fanuin y Ellianthe, que flotaban en las inmediaciones.
—¿Hay algún ser vivo por aquí? —preguntó—. ¿Gatos monteses, trolls, wyverns?
—No —contestó Fanuin, sacudiendo la cabeza—. Hace mucho que no hay vida por aquí. Creo que hasta las bestias tienen miedo, por lo que el hechicero hizo aquí en su día.
—Lo tienen —dijo Trephas con voz queda. Tenía las aletas de la nariz muy abiertas y movía la cola inquieto, apoyando el peso en una y otra pata alternativamente—. Lo noto. Si fuera más caballo y menos hombre, me dominaría el pánico por estar tan cerca.
—Pero ¿estás bien ahora? —preguntó Borlos mirándolo de reojo.
—No os preocupéis —dijo el centauro sonriendo—. Si siento la necesidad de encabritarme, os avisaré.
Con el viento haciéndoles revolotear las capas y el pelo, avanzaron hacia las ruinas. Fanuin y Ellianthe los siguieron pero los otros duendes se quedaron atrás. Caramon dio una patada a una laja y señaló con la barbilla el montón de piedras. Tendría una altura superior a Trephas con el brazo levantado y una anchura de unos cincuenta pasos.
—Bien, ¿dónde está el pozo al que vuestro bisabuelo tiró el hacha? —preguntó dirigiéndose a los duendes.
—En el medio, según dicen las crónicas —dijo Ellianthe—. Me adelantaré a mirar. —Voló por encima de las ruinas y se posó en un trozo de mármol roto, desde donde miró hacia abajo. Se volvió hacia ellos y asintió—. Lo veo desde aquí, aunque lo tapan unos cuantos peñascos.
Fanuin voló hacia allí y se puso a su lado.
—Sí —dijo y miró hacia la cumbre—. Debe de haber habido algún derrumbamiento durante el último siglo.
—¿Está totalmente tapado? —preguntó Dezra.
—No del todo —repuso Ellianthe sacudiendo la cabeza—. Venid a verlo vosotros mismos.
Treparon lentamente, resbalando con las lajas de pizarra. Los cascos de Trephas se deslizaban peligrosamente. Dezra llegó la primera, seguida de Borlos, Caramon y, por último, el centauro. Juntos, observaron las ruinas que se extendían a sus pies.
En el primer momento, ninguno distinguió nada entre el montón de piedras rotas, pero luego Dezra señaló algo diciendo:
—Allí. Debajo de aquella placa grande.
Entonces lo vieron: una grieta oscura, casi totalmente tapada por una gran laja que se había desprendido rompiéndose en pedazos. La enorme roca plana cubría casi toda la abertura.
—Perfecto —musitó Borlos—. Por ahí no pasa ni un kender engrasado y menos nosotros.
Bajaron hasta allí pero la abertura no se hizo más grande vista de cerca. Curiosa, haciendo caso omiso de lo que pudiera acechar en la oscuridad, Dezra metió el pie en el agujero. Introdujo la pierna hasta la rodilla pero de ahí ya no consiguió pasar, así que volvió a sacarla.
—Lástima —murmuró—. ¿Y ahora qué hacemos?
Trephas pasó los dedos por la roca, palpando las grietas.
—¿Cuánta cuerda tenemos? —preguntó al cabo de un momento.
Caramon, que llevaba el rollo de cuerda al hombro, se la descolgó y la dejó sobre las rocas.
—Guithern ha dicho que unos cien metros.
—¿Y estacas de acero? —continuó preguntando el centauro.
—Alrededor de una docena. ¿Qué planeas, Trephas?
—Traédmelas —dijo apoyando una mano en la roca—. Os lo mostraré.
***
Una hora más tarde, después de mucho clavar y discutir sobre qué cuerda debía sujetarse en qué lugar, consiguieron confeccionar un complicado arnés. Por un extremo estaba cogido, con estacas, a la roca, y por el otro, a un primitivo yugo confeccionado con la jabalina de Caramon atada a la lanza de Trephas. Se hicieron atrás y contemplaron su obra pensativos. Se habían quedado los cuatro solos. Los duendes, a los que el pozo infundía demasiado miedo para permanecer mucho rato cerca, se habían ido.
—¿Servirá? —preguntó Caramon—. Creo que nunca he levantado algo tan pesado como esa roca.
—Quizá, pero eres humano —repuso Trephas, confiado—. Tengo en las patas la fuerza de un caballo de guerra. Pero no podré sostenerla en alto mucho rato. Deberéis decidir cuál de vosotros baja.
—Yo —dijo Dezra de inmediato.
—¿Estás segura? —preguntó Caramon frunciendo el ceño.
—¿Y qué pasa con el Guardián? —se sumó Borlos—. Si te encuentra, te matará.
—No creo que ninguno de nosotros pueda salir con bien de un enfrentamiento con un golem —contestó con una sonrisa torcida—, ni siquiera tú, padre, pero puedo intentar escabullirme si se pone desagradable. Preparemos la cuerda. La tarde avanza y no me gustaría estar ahí dentro cuando anochezca.
Convencidos sólo hasta cierto punto, Borlos y Caramon clavaron una estaca en el borde del pozo. El bardo le ató un extremo del resto de cuerda y estiró hacia atrás con todas sus fuerzas. Tras comprobar que resistiría, lanzó el otro extremo al agujero, haciendo que se deslizara la soga detrás. Descolgó más de setenta metros de cuerda.
Dezra sacó una antorcha y la encendió.
—Está bien —dijo—. Acabemos con esto cuanto antes.
Trephas cogió el yugo y se lo colocó entre los robustos hombros. Hincó los cascos entre las piedras sueltas, cerró los ojos y estiró.
Al principio, no ocurrió nada. El rostro de Trephas se puso rojo y los músculos se le marcaban en todo el cuerpo, desde el cuello hasta las cernejas. El sudor le corría por la cara y le abrillantaba el manto. Dejó escapar un gruñido, un ruido seco que acabó por convertirse en un bramido. Con un chirrido, la roca se despegó del suelo. Se movió un centímetro, y luego otro, mientras Trephas se esforzaba entre aullidos. Finalmente, cuando ya la había levantado casi un metro, dejó de tirar e hincó bien las patas para afianzarse.
—¡Entrad! —siseó.
Dezra no necesitó que se lo dijera dos veces. Sujetando la antorcha entre los dientes, se agarró a la cuerda y se deslizó al interior. Descendió algo más de un metro antes de plantar los pies contra la pared, cogerse a la cuerda con una mano y sostener la antorcha con la otra. Levantó la vista y miró a Borlos y a su padre, que la miraban desde arriba.
—Sé prudente —le dijo Caramon.
—¡Caramba, padre! ¡Vaya consejo! —le contestó con una sonrisa aviesa—. ¿Cuándo en toda mi vida has visto que no lo fuera?
Volviendo a coger la antorcha entre los dientes, empezó a bajar. Sobre su cabeza, la enorme laja descendió haciendo temblar la tierra y retumbar el aire.
La oscuridad aumentaba a medida que se descolgaba. Debajo no parecía haber nada más que vacío.
Quiso bajar con más rapidez pero, treinta metros más abajo, retomó un estilo de bajada más prudente. Notaba que desprendía con los pies esquirlas de pizarra. Tanto bajó que empezó a temer que se quedaría sin cuerda antes de alcanzar suelo firme.
Y eso es lo que ocurrió pero la situación no era tan difícil como había temido. Le quedaban diez metros de cuerda cuando la antorcha iluminó el fondo del pozo y aunque no llegaba hasta el fondo, saltando podría alcanzar el extremo cuando tuviera que subir.
Cogiendo la cuerda con la mano derecha, asió la antorcha con la izquierda e iluminó la piedra a su alrededor. Contenía el aliento, temiendo descubrir las formas esculpidas del Guardián, pero las sombras más sospechosas resultaron no ser nada cuando la luz cayó sobre ellas. Convencida de que estaba sola, fijó su atención en el suelo.
Con el paso de los siglos, había caído al interior del pozo una gran cantidad de cascotes, que ahora cubrían el suelo formando una traicionera alfombra. En los muros se dibujaba el inicio de un par de túneles abovedados, pero los techos se habían derrumbando cegando las salidas. Desde donde estaba, no podía verse nada más.
Soltó la cuerda, se tambaleó unos breves instantes hasta que consiguió recuperar el equilibrio sobre las resbaladizas lajas, y avanzó sosteniendo bien alta la antorcha. Iba dando patadas a las piedras sueltas, escrutando el suelo en busca de alguna señal de Hiendealmas.
—Venga, preciosa —murmuró, pero su voz resonó en el silencio—. ¿Dónde estás?
Nada. Dio una vuelta completa a la sala, mirando en todas partes. Tuvo un pensamiento desesperante: ¿Y si Hiendealmas no estuviera allí? ¿Y si el Guardián la hubiera movido, trasladándola a algún lugar más allá de los túneles caídos, donde ella no pudiera alcanzarla? ¿Y si estaba debajo de una roca demasiado pesada para ella? ¿Y si…?
De pronto se detuvo y entrecerró los ojos. Había llegado al otro lado del pozo y allí algo había captado su atención. Se agachó y acercó la antorcha. Al principio no vio nada más que piedras y más piedras, pero de pronto volvió a verlo: un brillo de acero entre las rocas.
Ahogando un aullido de placer, sujetó la antorcha en una grieta y empezó a levantar cascotes.
Las piedras eran pesadas y costaba moverlas. Deseando tener la fuerza de Trephas, o la de su padre, las fue levantando laboriosamente, una tras otra, y echándolas a un lado. Pronto, el sudor le cubría el rostro, pegándole el flequillo a la frente, volviéndose negro a medida que las gotas bajaban por las mejillas sucias de tierra. Los pulmones le ardían y respiraba trabajosamente. Los hombros y la espalda le dolían en puntos que hasta entonces no sabía que existían. Sentía algún nuevo dolor con cada piedra que conseguía apartar. Los nudillos le sangraban, arañados por los bordes afilados de las rocas, y se le escapó un juramento infame cuando las uñas se le rompieron dejándole las puntas de los dedos en carne viva. Cuando tenía los ojos abiertos, veía puntos negros danzando delante de ellos y cuando los cerraba para levantar una roca, la oscuridad estallaba en puntos de luz blanca. Cavando sin tener la sensación de acercarse, por muy hondo que penetrara, los minutos se hacían eternos. Sin embargo se negaba a rendirse, y apenas se detenía a recuperar el aliento y musitar una maldición antes de agacharse a levantar la siguiente piedra, y la siguiente, y la siguiente…
Entonces, de repente, apareció. Levantó un trozo de mármol, lo hizo rodar hacia un lado y contuvo la respiración.
—¡Aquí estás! —le dijo.
El hacha la decepcionó un poco al principio. Por el relato de Olinia, había esperado encontrar un objeto bello: dorado, tallado, adornado con gemas. En cambio, era un dechado de simplicidad: un astil de hierro negro, de un poco más de un metro de largo, envuelto en cuero, seco y agrietado, encastrado en una enorme cabeza de doble hoja que despedía reflejos dorados a la luz de la antorcha. Su sencillez transmitía poderío; había permanecido enterrada durante siglos y no tenía un solo arañazo, mella o mota de óxido. La observó, maravillada al ver que la hoja reflejaba su imagen, y se preguntó si también conservaría el filo. Lentamente, con los dedos temblorosos, alargó el brazo para cogerla.
Había esperado encontrarla fría y, en cambio, estaba caliente, como si hubiera estado al sol en lugar de enterrada en una montaña helada. Tampoco era tan pesada como había supuesto y la levantó de entre las piedras sin esfuerzo. La sopesó, sosteniéndola a la luz, y luego, cediendo a un súbito impulso, la descargó sobre un gran trozo de granito que tenía al lado.
El crujido fue ensordecedor. La piedra se fue desmenuzando, entre una lluvia de chispas, a medida que Hiendealmas la traspasaba. Cuando la levantó, la hoja seguía intacta.
—¡Guau! —murmuró.
—¿Qué ha sido ese ruido? —llamó una voz desde arriba: la de Caramon—. Dez, ¿estás bien?
Cerró los ojos, suspiró e hizo bocina con la mano libre.
—Estoy bien. He encontrado el hacha. Ahora mismo vuel…
En ese momento, oyó un ruido que la dejó sin habla. Era un rumor apagado pero inconfundible: el rechinar seco de la piedra contra la piedra. Miró a su alrededor intentando localizar su origen y, de pronto, se envaró.
Delante de ella, a unos diez pasos, las rocas se movían. Primero se agitaron un poco, y luego se apartaron de golpe cediendo a la presión de algo que surgía desde abajo. Entonces, con gran estrépito, apareció entre los cascotes una enorme mano de granito.
—¡Mierda! —jadeó Dezra.
Por encima de cualquier otra cosa, habría deseado moverse, huir de aquello que se levantaba entre las rocas. Su cuerpo, no obstante, no respondía. Ni siquiera podía cerrar los ojos y, mientras, los gruesos dedos grises se cerraron en un puño, volvieron a abrirse y empezaron a apartar cascotes.
Con un ruido semejante a un pequeño terremoto, el Guardián quedó sentado en el suelo. Era una talla muy basta, que recordaba la forma de un hombre musculoso y calvo. Miró hacia atrás y sus ojos de malaquita relucieron con tonos verdes. Todavía paralizada por el terror, vio cómo se ponía en pie sobre unas piernas gruesas como pilares. Medía unos tres metros de alto, de la cabeza a los pies, y sus movimientos eran vacilantes, como los de un hombre adormilado tras un largo sueño, pero aunque al principio le crujieran las articulaciones, pronto empezaron a perder la rigidez.
«¡Corre!», le gritó su mente.
Pero ¿adónde? El Guardián estaba entre ella y la cuerda. Ahora avanzaba lentamente, vadeando entre un río de piedras que le cubría hasta las rodillas. Se obligó a moverse, rodeándolo por la izquierda, pero el golem hizo lo mismo y volvió a impedirle el paso. La antorcha, que había dejado en la pared, empezó a parpadear, casi consumida.
El golem estaba a cinco pasos, luego a cuatro, luego a tres. Echó los brazos hacia adelante, con los pétreos dedos cerrados en un puño, dispuesto a aplastarla…
Con un aullido de terror, Dezra blandió a Hiendealmas. La hizo girar en el aire describiendo una curva salvaje y golpeó al golem en el codo. Se oyó otro crujido ensordecedor y el brazo del Guardián se desprendió, dando vueltas, hasta estamparse contra el suelo de piedra y quedar allí inmóvil. El golem se tambaleó por la fuerza del golpe, atribuible a Hiendealmas, y Dezra volvió a blandir el hacha, esta vez apuntando más arriba.
El hacha rebanó la mitad izquierda de la cabeza del Guardián; el brillo del ojo de malaquita se apagó cuando el trozo aterrizó entre las piedras. El golem se bamboleó como un borracho y cayó de espaldas. Hizo un nuevo esfuerzo infructuoso por ponerse en pie y se quedó inmóvil.
Dezra se quedó mirándolo mientras recuperaba el aliento, jadeando entrecortadamente. El golem ya no se movía.
Sacó otra antorcha y la encendió con la llama de la primera. Dio un amplio rodeo alrededor del golem y luego se detuvo a atarse el hacha al cinturón. Cogió la antorcha con los dientes y se preparó para saltar y cogerse a la cuerda.
Detrás de ella, se oyó un rechinar de piedras.
El miedo la golpeó con la fuerza de un puño. Incapaz de respirar, miró hacia atrás. El Guardián volvía a moverse.
Entre crujidos y chirridos, intentó levantarse, pero volvió a caer al no encontrar apoyo para el muñón en el que ahora acababa su brazo. Se quedó quieto un momento y lo intentó de nuevo. Esta vez lo consiguió. Se irguió sobre los pies y se giró hacia ella. Su único ojo refulgía como un sol verde.
Dezra saltó poniendo en ello todo su ser. Fue un salto arriesgado, y de haber fallado, habría caído en mala postura, pero consiguió agarrar la cuerda con la mano derecha y enseguida se cogió también con la izquierda. Movió las piernas con furia y encontró apoyo en el muro. Debajo, el golem dio un paso hacia ella haciendo retumbar el suelo, y otro más, y otro más.
Trepó por la cuerda como alma que lleva el diablo. Oyó un silbido y notó una ráfaga de aire justo por debajo de sus pies. El golem estaba allí abajo y agitaba su único brazo intentando atraparla. Siguió subiendo y sonrió aliviada. ¡Había escapado! Tenía el hacha y había eludido al Guardián. Veinte metros más arriba, se detuvo a recuperar el aliento.
Entonces, le llegó de abajo el sonido de la piedra al romperse. Miró y el corazón se le encogió.
El golem trepaba tras ella.
Había clavado los dedos que le quedaban en el muro del pozo, introduciéndolos entre las lajas de pizarra. Luego hizo lo mismo con uno de los pies: abrió un agujero en la roca de una patada y luego se apoyó en él para izarse. Su media cabeza la miraba con el rostro enloquecedoramente impasible.
Lanzó un aullido. La antorcha se le cayó de entre los dientes, rebotó en el suelo de piedra y se apagó. No importaba. Siguió trepando, más rápido que en toda su vida.
***
Caramon y Borlos, agachados, miraban por la estrecha abertura, escrutando la oscuridad. Trephas estaba tenso, con el yugo todavía en los hombros, esperando la señal para volver a tirar de él.
Haciendo bocina con las manos, Caramon gritó hacia el pozo:
—Dezra, ¿dónde estás?
La respuesta sonó más cerca de lo que esperaba, aunque todavía estaba lejos, a un poco más de veinte metros. Subía muy deprisa.
—¡Moved la maldita piedra! —gritó frenética—. ¡Me persigue!
Caramon miró a Borlos, palideciendo por momentos.
—¡Oh, por todos los dioses! —murmuró y, volviéndose hacia Trephas, gritó—: ¡Rápido! ¡Levanta la piedra!
Trephas ya se había puesto en marcha y tiraba hacia adelante, tensando las cuerdas. Concentró sus fuerzas lanzando un gruñido. No se movió.
—¡Apartadla! —aulló Dezra.
Estaba a unos doce metros. A través de la grieta, Caramon la vislumbraba entre sombras. Veía algo más: un punto de luz verde, detrás de ella, que refulgía en la negrura.
—¡Trephas! —gritó Borlos—. ¡La sigue de muy cerca! ¡Levanta la maldita piedra!
Rodaron lágrimas por las mejillas del centauro. No lo conseguía, no podía moverla. Le ardía todo el cuerpo; los músculos le sobresalían, duros como el acero.
—Vamos… —gruñó con los dientes tan apretados que pensó que se le astillarían.
Dezra estaba a siete metros y trepaba con el pánico impreso en el rostro. El ojo verde, que, aunque entrevisto entre las sombras, se sabía parte de algo mucho más grande, estaba cada vez más cerca.
—¡Vamos…!
Con un sonoro crujido, la piedra despegó levantándose más de un palmo de golpe. Trephas trastabilló, recuperó penosamente el equilibrio y siguió tirando.
Caramon metió los brazos en el agujero intentando coger las manos de su hija. Durante lo que le pareció una eternidad, siguió estando fuera de su alcance. Sollozando, Dezra siguió izándose y Caramon por fin pudo cogerla por las muñecas y dando un tremendo tirón, la sacó del agujero.
—¡Trephas! —bramó—. ¡Suel…!
Antes de que pudiera acabar la palabra, del pozo surgió una enorme mano de piedra que intentó coger la pierna de Dezra. No lo consiguió, con lo que la muchacha se libró de que le rompiera el tobillo o algo peor, pero consiguió atrapar la tela del pantalón. Bajo la piedra plana, el ojo de malaquita brillaba mientras el Guardián arrastraba a Dezra de nuevo al interior del pozo.
—¡No dejes caer la piedra! —aulló Borlos—. ¡Vuelve a estar debajo! —El bardo miró a Trephas y tragó saliva. Era evidente que el centauro flaqueaba. La piedra temblaba sobre la cabeza de Dezra.
Mientras, Caramon también forcejeaba con todas sus fuerzas contra el vigor del golem, pero ya iba cediendo terreno: el Guardián era demasiado fuerte para él y arrastraba a su hija hacia el tenebroso agujero.
—¡El hacha! ¡Usad el hacha! —vociferó Dezra.
Borlos vio el brillo de la hoja en su cinturón, contuvo el aliento y se lanzó a coger el astil. Resbaló sobre una laja suelta y a punto estuvo de caer al pozo. La sujetó con torpeza, luchando por deshacer los nudos con que Dezra se había atado Hiendealmas a la cintura. Al cabo de un momento, lo dejó estar, sacó el cuchillo y cortó las cuerdas. Asió el arma, ya suelta, y se irguió de rodillas sobre Dezra y el Guardián, levantando el hacha.
—¡Dale! —gritaron Dezra, Caramon y Trephas, casi al unísono.
Hiendealmas descendió sobre el golem y le cortó el brazo que le quedaba, haciendo saltar chispas y volar esquirlas de piedra. El golem cayó hacia atrás, se sostuvo en el aire durante un instante, y desapareció de la vista sin hacer ruido. Caramon se derrumbó de espaldas, arrastrando a Dezra fuera del pozo.
—¡Suelta la piedra! —gritó.
Con un gruñido de alivio, Trephas relajó los músculos. La losa cayó con un retumbo final que hizo temblar la tierra y pareció repetirse en un segundo estampido, éste más lejano, cuando el Guardián se estrelló contra el suelo.
Dezra se rió cansadamente, apoyándose en su padre.
—¿Has visto… qué fácil? —jadeó.
Luego cerró los ojos y se derrumbó, inconsciente, en brazos de Caramon.