27

La extensión de césped que coronaba el risco de obsidiana era pequeña, de unos cincuenta pasos de ancho, y estaba rodeada por todas partes de escarpados precipicios que daban al brumoso lago. Los globos de luz que había sobre la hierba daban al césped y a los troncos de los abetos un tinte azulado. Los duendes les habían preparado faisán y pescado, setas y bayas, y para acompañar la comida, leche y su incomparable hidromiel. Los compañeros devoraron el festín y se sentaron a esperar. Borlos escrutaba la distancia tañendo la lira. Al cabo de cierto tiempo, llegaron el barón Guithern y los otros duendes, y la conversación derivó hacia la guerra, Leño Terrible y Hiendealmas.

—Entonces —dijo Guithern cruzándose de brazos mientras flotaba en el aire—, si regresáis con el hacha, ¿la utilizaréis para destruir a ese árbol demonio?

El centauro asintió.

—Ésas son las esperanzas del Círculo, tal como os dije ayer.

Guithern asintió y pareció sumirse en una profunda meditación. Él y los otros duendes reunidos en asamblea: Fanuin y Ellianthe, varios ancianos y cierto número de guerreros, se balanceaban de un lado a otro movidos por la brisa nocturna.

—Mi abuelo me habló de Hiendealmas —musitó Guithern al fin—. Fue a él a quien se la entregaron los centauros, hace ya setenta veranos, o dos mil, tal como pasa el tiempo en vuestro mundo. Le pidieron que diera su palabra, en nombre de Branchala y Chislev, de que si algún centauro venía a buscarla, se negaría a entregársela. Era un peligro demasiado grande, dijeron: había matado a su Jefe Supremo, y sólo los dioses podían saber qué otros males podían derivarse si alguno de su especie volvía a levantarla.

»Mi padre hizo el mismo juramento a instancias de mi abuelo y me lo hizo hacer a mí, que juré, ante los dioses de los bosques y la naturaleza, que nunca entregaría el hacha. —Miró fijamente a Caramon con sus brillantes ojos negros—. Y ahora os presentáis vosotros, enviados por los centauros, a pedirme que rompa ese juramento.

Dezra resopló poniendo los ojos en blanco.

—Como si juraste ante Paladine, Takhisis o los gnomos del monte Noimporta —dijo—. La necesitamos.

—No lo dudo —repuso Guithern con frialdad—. Pero aunque todos los dragones de Krynn os atacaran, no podría confiárosla. Puede que los seres fantásticos seamos caprichosos, pero mantenemos la palabra dada.

—¡Pero es preciso que la rompáis! —insistió Trephas levantando la voz—. Ya han muerto demasiados centauros. ¿Condenaréis al resto a la misma suerte?

—No se trata de un capricho, amigo centauro —dijo el barón moviendo la cabeza—. Vuestros antepasados consideraron que Hiendealmas tenía demasiado poder y que, habiendo sido el arma que mató a lord Hyrtamos, no debían volver a utilizarla, ni siquiera contra el enemigo más peligroso.

—¡Pues fueron unos necios! —estalló Dezra poniéndose en pie. Los duendes retrocedieron llevándose la mano a la empuñadura del arma—. ¡Igual que vos, alteza, si mantenéis un juramento de una manera tan ciega!

Se hizo el silencio. Los ancianos la miraron severamente, con la reprobación pintada en sus delgados rostros, pero ella les devolvió la mirada con absoluta frialdad y las manos apoyadas en las caderas.

—Si crees que insultándome conseguirás lo que quieres —susurró Guithern—, aquí no hay más necia que tú. Una palabra mía y volverías dormida al Bosque Oscuro. Ninguna dríade te traería de vuelta.

Dezra cogió aire dispuesta a replicar, con los ojos relampagueantes de ira. Antes de que pudiera decir nada, intervino Caramon.

—Disculpad, alteza, pero a pesar de su rudeza —dijo cauteloso y advirtió a Dezra con la mirada de que se callara—, mi hija no va desencaminada. Cuando el Círculo entregó el hacha a vuestro pueblo, no podía prever lo que está ocurriendo: una amenaza tan espantosa que hace imprescindible su retorno.

—Si Leño Terrible sale victorioso —añadió Trephas—, las dríades sucumbirán igual que mi pueblo. O lo que es peor, «cruzarán», como ha sucedido con los skorenoi y muchos sátiros. Y cuando estén al servicio de Leño Terrible, se abrirán camino hasta aquí. —El centauro agitó su peludo brazo describiendo un amplio círculo que abarcó todo el valle—. No creáis que podréis salir indemnes. Vuestro hogar se corromperá igual que el mío.

Guithern escuchaba en silencio, concentrado y pensando en lo que oía. Luego miró con detenimiento a Caramon y Trephas.

—¿Tan grave es la situación?

—Sí —dijo el centauro—. No os mentiría a ese respecto, alteza.

—No —murmuró el duende—, ya lo sé. —Se acarició la barbilla con su delicada mano—. Bueno, ¿de qué sirve mantener un juramento si con ello se destruye lo que se pretendía proteger?

—¿Nos entregaréis el hacha, entonces? —preguntó Caramon.

Guithern movió la cabeza y sus rizos de plata brillaron.

—No —dijo—. No la tengo.

—¿Qué? —barbotó Dezra.

—Mi abuelo la protegió de la mejor manera que supo —declaró el barón Guithern—, poniéndola en un lugar al que mi gente no se atreve a ir y al que los centauros no pueden ir.

—Decidnos dónde es —dijo Trephas.

El duende vaciló un instante y luego asintió.

—Al norte, en las montañas, hay un lugar, un antiguo torreón en ruinas, donde antaño vivía un hechicero. No recuerdo su nombre pero era muy poderoso. Hizo cosas terribles en aquel lugar: atrajo demonios del Abismo, torturó a los muertos e incluso intentó crear vida.

Caramon se estremeció. En la cumbre de su poder, su hermano Raistlin había hecho lo mismo. Nunca llegó a ver el fruto de tan horrible experimento pero oyó hablar de él. Los engendros vivientes, unos seres repulsivos, habían vivido atormentados, entre constantes dolores y rogando que les dieran muerte.

—¿Lo… lo consiguió? —preguntó en un susurró.

—Creo que no —repuso Guithern—. Pero si lo hizo, la carne de las criaturas que creó sin duda hace mucho tiempo que se convirtieron en polvo. El torreón está fuera de mi reino y el hechicero ya estaba muerto cuando los centauros pusieron a Hiendealmas bajo la custodia de mi abuelo. Sólo queda el hoyo que había debajo: un pozo profundo que acaba en roca viva.

»Allí es donde mi abuelo llevó el hacha. La echó al pozo y allí la dejó, en las profundidades. Desde entonces, mi pueblo no ha vuelto al lugar.

—No lo entiendo —dijo Caramon frunciendo el entrecejo—. Según decís, el torreón se derrumbó hace muchos miles de años y está abandonado. ¿Qué es lo que teméis, entonces?

—La cuestión es que no está abandonado —dijo Guithern, solemne—. El Guardián, la última de las creaciones del hechicero, todavía mora allí.

—Pero habéis dicho que los seres que creó ya no existen, que su carne era polvo.

—Así es —repuso Guithern—, pero el Guardián no es de carne. Está hecho de roca y el hechicero le encomendó vigilar su casa. Sigue allí, dispuesto a matar a todo el que entre. Mi gente no entraría allí ni aunque se lo ordenara.

—Entonces, tendremos que ir nosotros —dijo Dezra.

—Dez —dijo Caramon mordiéndose el labio—, por lo que dicen, ese Guardián es un golem. Raist me habló de ellos cuando éramos jóvenes. Son realmente poderosos. No creo que…

—Yo lo haré —insistió Dezra—. No pienso volver con las manos vacías. Puedes quedarte aquí a esperarme si tanto miedo tienes.

Si pretendía hacerlo enfadar, no lo consiguió. Caramon se limitó a mirarse las manos, recogidas sobre el regazo.

—Tienes razón —murmuró—. Hemos llegado demasiado lejos para echarnos atrás. Iremos todos. —Miró al barón y añadió—: Necesitaremos ayuda para llegar allí.

***

Partieron por la mañana, montados de nuevo en la lugruidh. El quimérico valle era todavía más espléndido a la luz del día: el lago era de color turquesa y el sol arrancaba reflejos dorados a la neblina que lo cubría. Por encima de la aguja de roca y sobre el lago, hasta Gwethyryn, había duendes que danzaban con el viento. Les trajeron pan blanco y queso para que rompieran el ayuno y luego Guithern bajó acompañado de su corte para despedirlos y entregarles comida, agua y cuerdas para el viaje.

—No me andaré con rodeos —dijo el barón mientras se ataban las armaduras y sujetaban las armas—. No estoy seguro de volveros a ver con vida.

Caramon se rió sin alegría mientras se embutía la cabeza en el casco alado.

—Ni vos ni yo, alteza. Pero en fin, tampoco voy a decir que desconozca esa sensación.

Fanuin y Ellianthe llegaron poco después, al frente de la compañía de duendes que había llevado a los compañeros hasta allí. Desplegaron la lugruidh, la tensaron y la deslizaron hasta colocarla al borde del risco. Los compañeros montaron sin atreverse a mirar hacia abajo. Otra orden, esta vez de Ellianthe, la puso en movimiento, flotando sobre el lago en dirección a su orilla norte. Guithern les deseó buen viaje y luego se alejó volando, hasta convertirse en una mota de luz plateada.

Siguieron deslizándose, azotados por el viento, hacia las montañas que se erigían al fondo del valle. Al llegar, iniciaron un lento ascenso, pasando por encima de los peñascos nevados a menos de un brazo de distancia. Y entonces, repentinamente, el cielo cambió. El sol, que apenas empezaba a despuntar, de pronto estaba muy alto, empezando a descender hacia el oeste. Las finas nubes altas habían crecido y estaban más oscuras. En la franja baja del cielo, hacia el este, la luna clara apenas era una fina guadaña.

—¿Qué…? —jadeó Dezra.

—Hemos salido del reino de los duendes —dijo Borlos.

Fanuin y Ellianthe, que volaban junto a la lugruidh, asintieron.

—La cordillera marca la frontera entre vuestro mundo y el nuestro —dijo Ellianthe—. Y entre vuestro tiempo y el nuestro, también.

Caramon miró en torno, intentando situarse.

—Sigo sin ver nada que conozca. Ni el Pico del Orador, ni Tasin y Fasin. Me parece que ni siquiera estamos en los Picos del Centinela…

Al volverse hacia el lugar del que venían se quedó sin habla, se puso pálido y se le dilataron las pupilas. Los otros lo miraron preocupados.

—¿Qué te pasa, grandullón? —le preguntó Borlos.

—Ha desaparecido —resolló recuperando el habla—. ¡Por las barbas del dulce Reorx! Mirad.

Sobresaltados, los otros siguieron su mirada. Caramon tenía razón: del valle de los seres fantásticos, que debería haber estado justo detrás de ellos, no quedaba ni rastro. No había más que una sucesión de picos nevados.

—¡So! —exclamó Dezra, impresionada—. ¿Adónde se ha ido?

Los duendes se echaron a reír.

—Sigue estando ahí —contestó Fanuin—, pero necesitaríais nuestra ayuda para encontrarlo. Al reino de los duendes no se entra sin más. Hay que ir acompañado de uno de nosotros. De otro modo, acabaríais vagabundeando por las montañas sin encontrar jamás la entrada.

—No lo entiendo —dijo Dezra.

—Ni tienes por qué entenderlo —repuso Ellianthe sonriendo—. Al fin y al cabo, no eres un duende. Pero no os inquietéis. Os llevaremos de vuelta sanos y salvos… si el Guardián no acaba con vosotros, claro.

Borlos tragó saliva.

—Hacedme un favor —dijo mientras seguían deslizándose hacia adelante—. No digáis esas cosas.