Chrethon recorrió el límite del campamento skorenoi mirando los muros de Ithax. Los defensores de la ciudad se alineaban en la empalizada, con el arco preparado y escrutando el campo de batalla que no hacía tanto tiempo había sido una agradable pradera. Ahora ya no quedaban hierbas ni tréboles y la tierra se había convertido en barro empapado de sangre. Aquí y allí sobresalía una flecha del suelo, cruel recuerdo de las margaritas que estaban en plena floración cuando se inició el sitio. Los cuervos y las moscas hacían de los cadáveres su festín. El hedor que impregnaba el aire era terrible pero Chrethon lo disfrutaba. Para él, era el perfume del triunfo.
Hacía cuarenta días, los skorenoi por fin habían alcanzado Ithax. El avance se había prolongado con duras batallas para ganar cada tramo pero ahora, salvo algunos exploradores dispersos, los centauros estaban atrapados entre sus propios muros. Los skorenoi habían incendiado las viñas y los campos, matando a cuantos centauros encontraron en las últimas leguas.
El día que cercaron la ciudad, Chrethon ordenó un asalto a las puertas. Fue un error. Los centauros lo estaban esperando. Cayeron muchos skorenoi, ya fuera por las flechas de los arqueros y por las zanjas llenas de estacas que rodeaban la ciudad, sin conseguir ni tan siquiera acercar los arietes a las puertas de la ciudad. Finalmente, se habían visto obligados a retirarse.
Aquella noche, los defensores de la ciudad celebraron la victoria, pero era un éxito vano. Las tiendas y los fuegos de los skorenoi rodeaban el monte en el que se erigía Ithax. Llevaban allí más de un mes, impidiendo que nadie entrara en la ciudad o saliera de ella. El sitio había sido bastante tranquilo, con tan sólo alguna escaramuza esporádica cuando salían partidas de guerreros que intentaban atravesar las líneas skorenoi. Ningún centauro lo había conseguido; las cabezas de todos ellos estaban clavadas en estacas en lugares bien visibles desde la ciudad.
Mantener el sitio era difícil para los skorenoi. La mayoría de los métodos conocidos de asaltar un muro eran impracticables, dada la forma de su cuerpo. Las escaleras y las torres eran inútiles para unas criaturas que no podían subirse a ellas. Excavar túneles para hacer caer los muros no les habría sido fácil, tampoco. Había otras estrategias, por supuesto, pero ninguna había surtido efecto hasta la fecha. Los centauros empapaban la empalizada con agua de los pozos, llenos después del deshielo, impidiendo que fueran quemados. Los arietes tampoco servían, ya que sus portadores morían antes de alcanzar las puertas. Incluso el hambre, que gana más sitios que ningún otro método, estaba resultando difícil. Al parecer, los centauros habían almacenado grandes cantidades de comida. Con el tiempo se les acabaría, por supuesto, pero no antes del otoño.
Chrethon no podía esperar tanto. Los skorenoi estaban cada día más inquietos. Ithax debía caer, y pronto.
Echó una ojeada hacia el este. En el cielo empezaba a verse el resplandor del alba. Hizo llamar a un mensajero y se presentó una criatura larguirucha, de piernas largas y musculosas. Se acercó a él a sorprendente velocidad e hizo una reverencia.
—¿Qué deseáis, mi señor? —preguntó.
—Busca a Hurach —dijo Chrethon en voz baja—. Dile que se encuentre conmigo en el frente norte, tras las líneas.
El mensajero salió al galope. Chrethon miró por última vez hacia la empalizada y luego se fue hacia el norte, atravesando el campamento. Pasó junto a guerreros que se entrenaban, herreros que afilaban lanzas, flecheros que fabricaban saetas. Al igual que en Sangelior, el orden brillaba por su ausencia entre la tropa pero todos se inclinaron ante él al verlo pasar. Hurach lo esperaba agazapado entre las sombras.
—¿En qué puedo serviros, señor?
—Tengo una misión que encomendarte —contestó en voz queda tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba.
***
—¡No pienso seguir así! —bramó Eucleia; la cola le iba de un lado a otro y su voz retumbaba en toda el ágora—. ¡No podemos quedarnos aquí sentados mientras Chrethon espera a que nos muramos de hambre!
Los otros jefes se miraron entre ellos con inquietud. El Círculo se había reunido en el ágora a mediodía, tal como habían venido haciendo desde hacía cuarenta días. Los gritos habían abundado más que los razonamientos. Eucleia y Nemeredes el Viejo eran responsables de la mayoría de los desplantes. Nunca habían tenido un carácter amable y el sitio no había contribuido precisamente a suavizarlo. El sol empezaba a descender hacia las montañas cuando la discordia empezó a rebrotar.
—¿Qué pretendéis que hagamos? —preguntó Nemeredes, resoplando—. Meternos en la boca del lobo. ¡Nos segarían como si fuéramos cebada!
—En efecto —replicó Eucleia—, pero si luchamos para traspasar sus líneas, algunos podrían escapar a las montañas. Si nos quedamos esperando a qué los skorenoi nos agoten, ¿cuántos tendrán la oportunidad de sobrevivir?
Nemeredes frunció aún más el entrecejo. Antes de que pudiera replicar, Pleuron levantó una mano.
—¿Por qué os negáis a admitirlo, Nemeredes? —preguntó sin animosidad—. Lo que dice Eucleia es cierto: tienen la sartén por el mango y nadie va a venir a rescatarnos. ¿Qué otra opción tenemos?
Nemeredes movió la cabeza, agitando sus blancas crines.
—Siempre has sido un necio, Pleuron, pero nunca antes había dudado de tu valor.
El gordo centauro se irguió con las aletas de la nariz muy abiertas y, mirando a Nemeredes, señaló el muñón en el que acababa su brazo.
—¿Cobarde me llamáis? —le espetó—. ¿Qué valentía es la vuestra, escondido tras estos muros?
—¡Basta! —aulló lord Menelachos. Hasta entonces, el jefe supremo había permanecido en silencio, escuchando tranquilamente a ambas partes, pero se le había acabado la paciencia—. ¡Vosotros tres, dejad de reñir como potros!
—Os pido disculpas, señor —dijo Pleuron agachando la cabeza.
—Concedidas… a los tres —repuso Menelachos mirando con dureza a Nemeredes y Eucleia, que seguían enfurecidos—. Y por lo que se refiere a la idea de abandonar Ithax, ya le hemos dado bastantes vueltas. En otra ocasión ya me pronuncié en contra. Ahora creo que me equivoqué.
El rostro de Eucleia, que había empezado a endurecerse, de pronto se iluminó de esperanza. Nemeredes miró alarmado al jefe supremo.
—Mi señor… —empezó a decir.
—Silencio —ordenó Menelachos—. Ya he oído vuestra opinión en este asunto, viejo amigo. Y aunque valoro en mucho vuestro consejo, me temo que esta vez os equivocáis. Eucleia tiene razón: debemos actuar antes de que sea demasiado tarde.
—Si por lo menos Trephas y los humanos hubieran vuelto con el hacha… —suspiró Pleuron.
—No —dijo Menelachos—. No queda tiempo para «si por lo menos». Tenemos que enfrentarnos al presente. Creo que deberíamos salir antes de que acabe la semana y luchar para abrirnos paso entre los skorenoi. ¿Quién está conmigo?
—Yo —dijo Eucleia levantando la barbilla.
Pleuron vaciló un instante pero luego asintió.
Nemeredes resopló y piafó viendo su derrota.
—¿Qué más da lo que yo piense? Si los tres estáis decididos…
—¡Señores!
El grito procedía del otro lado del ágora. Los jefes se volvieron hacia allí y vieron a un joven centauro picazo con pinturas de guerra que cogía un puñado de hierba, se la llevaba a la boca y corría hacia ellos.
—¿Arhedion? —lo llamó lord Pleuron.
Tenía las aletas de la nariz muy abiertas y movía la cola nervioso mientras les hacía una reverencia.
—Señores, lamento interrumpir el concilio pero…
—¿Qué? —le instó Eucleia—. ¡Suéltalo!
Arhedion se encogió y asintió.
—Ahora, mi señora. Vengo de las puertas, enviado por Rhedogar. Los skorenoi avanzan.
—¡Erizos en las cernejas! —exclamó Pleuron.
Eucleia se llevó la mano a la espada y Nemeredes escupió al suelo.
—¿Cuántos? —preguntó Menelachos.
Arhedion tosió antes de contestar:
—Todos ellos, señor.
***
Al otro lado de las puertas, el aire estaba plagado de flechas. Arhedion condujo a los jefes hacia la empalizada. Para subir al almenaje, en lugar de escaleras había una rampa por la que el Círculo subió al trote, con los cascos tamborileando contra los maderos. Rhedogar se apresuró a salir a su encuentro moviéndose entre los arqueros que acribillaban todo lo que tenían a su alcance. Se oían gritos de dolor, entremezclados con explosiones cada vez que una flecha mortífera estallaba dentro del cuerpo del skorenoi alcanzado. En el interior ya había caído una veintena de defensores, víctimas de las flechas del enemigo. Sus compañeros empujaban los cadáveres hasta hacerlos caer para mantener la pasarela libre.
Rhedogar cogió a lord Menelachos del brazo en cuanto el jefe supremo llegó al final de la rampa; Nemeredes los dejó atrás y se apresuró al encuentro de su hijo Gyrtomon, que impartía órdenes a los arqueros.
A su derecha, aulló un centauro. Una flecha había pasado sobre las almenas y se le había clavado en el pecho. Rhedogar y los jefes se volvieron a mirarlo mientras él levantaba la mano para coger el astil pero se desplomaba sin conseguirlo. Los arqueros que tenía a derecha e izquierda se detuvieron el tiempo justo de lanzar el cuerpo fuera de la pasarela y volvieron a la lucha.
—Es una locura por su parte atacar así —gruñó Rhedogar—, arriesgándose a perder muchísimos guerreros. —Por su lado pasó una flecha encendida que, tras superar la fortificación, fue a aterrizar en el interior de la ciudad. Ardió todavía unos instantes y se apagó—. Si todo sigue como hasta ahora, podremos resistir. Y ahora, con todos mis respetos, señores, debo volver a la lucha.
—Por supuesto —repuso Menelachos.
El centauro entrecano hizo una rápida reverencia y volvió a toda prisa a las almenas, cargando el arco de camino. Dando un alarido, disparó contra los atacantes de la ciudad, luego cogió otro astil de la aljaba y volvió a disparar.
—Debemos hablar —dijo Menelachos volviéndose hacia los demás.
—Sí —convino Pleuron. Miró hacia la pasarela y vio que caía otro arquero, éste con una flecha en el ojo—, pero hablemos en algún sitio donde no nos disparen. Voy a buscar a Nemeredes —añadió y dio un paso adelante.
—No —dijo Menelachos cogiéndolo del brazo—. Ya ha perdido dos hijos. Déjale estar ahí. Si Gyrtomon muere hoy, Nemeredes debe estar a su lado cuando ocurra. Ahora, démonos prisa. Arhedion, acompáñanos.
Descendieron por la rampa. Abajo, crecían los montones de cadáveres a medida que iban cayendo defensores. Fuera, incrementaba paulatinamente el retumbar de los cascos y los gritos de furia y dolor.
—¿Qué opináis? —preguntó Menelachos mirando al resto.
—Rhedogar es nuestro mejor guerrero —dijo Pleuron—. Sabrá defender las puertas, al precio que sea.
—Hay algo que se nos escapa —dijo Eucleia moviendo la cabeza—. Los skorenoi tienen alguna ventaja de la que no tenemos noticia.
—Tengo esa misma sensación —convino Menelachos—. Chrethon es muy astuto. De otro modo no nos habría vencido tantas veces. Pero ¿qué es lo que trama?
Los jefes se quedaron pensativos. Finalmente Pleuron sacudió la cabeza y dijo:
—No sé. Sin embargo, quizá sea conveniente que pensemos en continuar con los planes que hacíamos antes de que empezara el ataque.
—¿Abandonar Ithax? —preguntó Menelachos—. ¿Mientras nos están atacando?
Pleuron asintió tranquilo.
—No me refiero a que tengamos que salir ahora, señor —repuso—, pero deberíamos estar preparados por si las cosas se tuercen.
—Estoy de acuerdo —dijo Eucleia—. Mejor pecar de exceso de precaución que morir.
—Bien, entonces —convino Menelachos con renuencia—. Arhedion, pide a Rhedogar todos los mensajeros de que pueda prescindir y haz que vayan por toda la ciudad diciendo a la población que se reúna en el ágora. Quiero que todo el que no esté luchando se congregue allí antes de que anochezca.
Haciendo una reverencia, el explorador se volvió y salió al galope hacia la rampa.
***
Hurach se agazapó entre las sombra, escuchando; mientras, la lucha se encarnizaba progresivamente. Los defensores de Ithax seguían resistiendo después de un buen rato, luchando con valentía para mantener a raya a los skorenoi. A pesar de la desventaja numérica, era evidente que los centauros ganarían la batalla.
Esbozó una sonrisa cruel. Eso era exactamente lo que Chrethon quería que pensaran. El infructuoso ataque tenía como objetivo fomentar falsas esperanzas entre los centauros. Y lo estaba consiguiendo. Los defensores de Ithax lanzaban gritos victoriosos cada vez que mataban a uno de los atacantes skorenoi. Estaban convencidos de que ganarían, de que ni uno solo de los secuaces de Chrethon conseguiría entrar en la ciudad.
Se equivocaban. Hurach ya estaba dentro.
En los primeros momentos de la batalla, se arrastró hacia la zona sur de la ciudad, lejos de las puertas principales, manteniéndose siempre entre las sombras. Al iniciarse el ataque, trepó el muro como una araña con patas de cabra, deslizándose entre los guardas, más atentos en esos instantes a los ruidos de la lucha. Pasó al interior sin que lo vieran, como una sombra en la penumbra.
Había otros puntos por donde se podía entrar y salir de Ithax aparte de las puertas principales. Buscando tal como le había ordenado Chrethon, encontró una poterna lo bastante ancha para admitir a dos centauros a la vez en la empalizada del sur. No era un lugar adecuado para un asalto. En el exterior, el terreno era de difícil acceso, con una pendiente que hacía imposible utilizar un ariete con efectividad. Estaba atrancada con una pesada viga de roble y la guardaban cuatro guerreros. Todos los centinelas miraban hacia el norte, donde se desarrollaba la lucha. Una vez más, la distracción de los guardas trabajaba a su favor. Sería mucho más fácil cumplir su cometido. Ahora ya sólo tenía que esperar la señal.
Al cabo de poco la vio. En el cielo, hacia el norte, empezó a brillar la estrella roja, resaltada por el debilitamiento de la luz del día. Al otro lado de Ithax, Chrethon la vería y empezaría a dar órdenes. Había llegado el momento de actuar.
Sacó el cuchillo y reptó hacia los guardas entre las sombras. Se irguió sin hacer ningún ruido y se lanzó hacia adelante moviendo la hoja como si fuera una lengua de serpiente.
Acabó con el primer centauro con una sola cuchillada por detrás; murió sin llegar a saber que algo iba mal. Dando un salto, se lanzó sobre el segundo, que se volvía a mirar, y le abrió la yugular. Cayó boqueando, con la sangre manándole a borbotones de la garganta, y apenas se agitó débilmente antes de quedar inmóvil.
Los otros dos se volvieron a mirarlo con los ojos muy abiertos. Uno, una esbelta yegua alazana, salió corriendo haciendo caso de su compañero, un semental de color marfil, que le gritaba que buscara ayuda. El semental giró en redondo para enfrentarse a Hurach y la punta de la lanza brilló reflejando los últimos rayos de sol. El sátiro esquivó el primer lanzazo agachándose y el segundo, echándose a un lado, antes de retroceder hasta tropezar con el cadáver del centauro al que había acuchillado por la espalda. Retorciéndose para apartar el cuerpo del tercer lanzazo, desvió el arma dándole un golpe hacia abajo. La lanza se hundió en el cadáver y se quedó allí clavada. Mientras el centinela intentaba liberar la hoja, Hurach embistió y abrió una profunda raja en el estómago de su oponente. El centauro dejó caer la lanza, buscándose a tientas la dolorosa herida. Hurach no tardó en acabar con él, dándole tres cuchilladas más para asegurarse de que moría.
La yegua alazana corría hacia las cabañas de Ithax. Hurach se incorporó, le dio la vuelta al cuchillo y lo lanzó. La hoja atravesó el aire dando vueltas y se clavó en el cuello de la yegua, derrumbándola.
Hurach echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie más lo había visto y luego se dirigió hacia la poterna. Se escupió en las manos y se abrazó a la viga. Temblando por el esfuerzo, consiguió levantarla y arrojarla a un lado. Luego se volvió hacia la puerta y le dio una patada con la pezuña hendida.
La puerta quedó abierta de par en par.
***
El rumor de lucha en el exterior iba disminuyendo y lord Menelachos empezaba a pensar que quizás había reunido a los pobladores de Ithax en el ágora para nada, cuando un grito le heló la sangre.
—¡La poterna! ¡Han tomado la poterna!
Intercambió miradas horrorizadas con Pleuron y Eucleia y se volvió a mirar hacia el sur, de donde procedían los gritos. Los centinelas apostados en el almenaje disparaban a lo loco, apuntando a objetivos dentro y fuera de la empalizada. Les respondió una andanada de flechas que los dejó fuera de combate. Un estruendo infernal, entre el entrechocar de las hojas de acero y el retumbo de los cascos, acompañó la entrada de los skorenoi al interior de la ciudad. Pronto se vio salir humo de cabañas incendiadas.
—¿Cómo demonios del Abismo han entrado? —preguntó Pleuron con la voz entrecortada.
—¿Qué más da? —le espetó Eucleia. Miró al otro lado del ágora, hacia los centauros allí reunidos. Miraban hacia el sur, resoplando entre respingos—. Se acabó. Han forzado la entrada. Tenemos que sacar a la gente de aquí.
—Todavía podemos luchar… —empezó a decir Menelachos moviendo la cabeza.
—Si nos enfrentamos, moriremos —lo interrumpió Pleuron—. Eucleia tiene razón, señor: debemos huir.
Menelachos se quedó un momento callado, con el rostro impasible. Luego dejó escapar un suspiro desesperado.
—Está bien. Adelante, Pleuron. Sacadlos de aquí. Eucleia, decid a Rhedogar que retire a sus hombres de la empalizada. Necesitaréis todos sus guerreros para abriros camino entre las filas de Chrethon.
—¡Mi señor! ¿Y vos? —preguntó Pleuron con los ojos muy abiertos.
—Alguien tiene que comandar la retaguardia —repuso Menelachos y, viendo que los otros jefes abrían la boca para objetar, movió la cabeza y les dijo—: Sin discusiones… No hay tiempo que perder.
Pleuron se entretuvo apenas lo suficiente para apretarle el hombro al Jefe Supremo y luego se dio la vuelta y trotó hacia los centauros reunidos en el ágora gritando para captar su atención.
—Adelante —dijo Menelachos a Eucleia. Se quitó la torques incrustada de gemas y se la entregó—. Tú eres ahora el Jefe Supremo, amiga mía. Que Chislev te acompañe.
Eucleia asintió solemne tomando la torques entre sus manos. Hizo una reverencia, se dio la vuelta y salió al galope hacia las puertas del norte, llamando a Rhedogar.
Menelachos la observó alejarse y luego trotó en dirección sur, con los ojos fijos en el humo y las llamas. Desenvainó la espada y esperó.
***
Chrethon se echó a reír viendo lo bien que funcionaba su plan. ¡Con qué facilidad había caído Ithax al final! Al otro lado de la ciudad, crecía la humareda y, con ella, los gritos de terror. Incluso Rhedogar y sus arqueros habían abandonado el almenaje, dejando que los skorenoi avanzaran sin obstáculos hacia las puertas. Chrethon se puso tenso. Por fin tenía la victoria al alcance de la mano.
—¡Mi señor! —llamó una voz.
Miró hacia allí y vio a un mensajero que avanzaba a galope tendido, con espuma en la boca. Lo reconoció: era el mismo que había enviado a la poterna con Thenidor y sus guerreros.
—¡Traigo noticias de Ithax! —proclamó el mensajero—. El enemigo se ha hecho fuerte en el ágora. ¡Thenidor pide más guerreros para ayudar en la lucha!
Lord Chrethon, vacilante, contempló la ciudad. Quería tener el mayor número posible de skorenoi esperando en las puertas principales para cuando éstas cayeran. Claro que, si Thenidor tenía problemas para abrirse camino en el interior…
—Busca a Leodippos —gruñó—. Dile que acuda a la poterna sin tardanza y que lleve a sus guerreros con él.
El mensajero salió corriendo. Al poco, un tercio de los skorenoi se separó del resto rodeando la ciudad hacia el sur. Chrethon los observó alejarse y centró de nuevo la atención en Ithax. Los arietes estaban preparados y empezaron a moverse empujados por skorenoi sedientos de sangre. Chrethon sonrió. Los arietes retrocedían para el próximo golpe.
Entonces, de pronto, las puertas se abrieron solas. De entre los portones salió un tropel de flechas, cientos de ellas. Los arietes cayeron al suelo, pues sus porteadores yacían muertos o corrían en busca de refugio.
—¡Qué…! —exclamó Chrethon, atónito.
Antes de que pudiera decir nada más, por las puertas surgió una columna de centauros al galope, con las armas por delante. Cogieron por sorpresa a los skorenoi que esperaban allí y consiguieron abrir una cuña en sus filas. Ante los ojos de Chrethon, sus tropas abandonaron las puertas y se arremolinaron presas de la confusión, sin acertar a evitar que los habitantes de Ithax huyeran. Los centauros, en cambio, seguían avanzando, luchando y muriendo con valentía mientras intentaban desesperadamente alejarse de la ciudad caída.
De pronto lo entendió: los centauros habían decidido aprovechar su última oportunidad de huir. Era una locura, una estrategia desesperada, pero estaba surtiendo efecto. Si todavía hubiera contado con Leodippos y su legión, habría podido evitarlo, pero ya no quedaban bastantes skorenoi frente a las puertas para detener el avance de los centauros.
Le recorrió un ardiente escalofrío de rabia. Soltó las correas que sujetaban la lanza y cargó hacia Ithax, lanzando salvajes alaridos que expresaban sus ansias de sangre.
En los primeros momentos, los skorenoi cedieron terreno a causa de la confusión y el desorden, y pareció que los centauros conseguirían escapar sin apenas bajas. Rhedogar, al frente de la carga, ordenó a sus guerreros que avanzaran, lanzándose en cuña contra su enemigo con furia desesperada. Muchos skorenoi abandonaron la lucha y otros murieron, heridos por lanzas o flechas que los arqueros disparaban sin dejar de correr. Detrás de los guerreros centauros, el pueblo llano cruzaba el campo de batalla; mientras, a sus espaldas, el fragor de la lucha se extendía por toda Ithax. La mayoría llevaban garrotes o lanzas, pero no las necesitaban. Los guerreros abrían el camino hacia las oscuras colinas del oeste y los skorenoi huían al verlos.
Entonces, lord Chrethon y su hueste se lanzaron contra ellos entre terribles alaridos.
Rhedogar había esperado algo así. Gritando enérgicas órdenes, reunió quinientos de sus mejores guerreros y los separó de la masa. Gyrtomon, al frente del resto, siguió guiando la huida. Las lágrimas empañaban sus ojos al alejarse, pues adivinaba lo que Rhedogar se proponía. Quinientos soldados no eran suficientes para derrotar a Chrethon en el campo de batalla, pero sí para retrasarle.
Chrethon dedujo lo mismo mientras galopaba, espada en ristre y haciendo retumbar la tierra, hacia los centauros. Vio que los guerreros le salían al encuentro y entendió con rapidez el plan de Rhedogar. No pudo evitar sonreír mientras maldecía al viejo y astuto adalid. Con un gruñido, apuntó la lanza hacia adelante y corrió aún más rápido, haciendo saltar terrones de barro tras los potentes cascos.
Los centauros y los skorenoi intercambiaban salvajes andanadas de flechas, disparando sin aminorar el paso. En ambos bandos, los cuerpos caían desmadejados y, a veces, arrastraban a los que tenían al lado o detrás. El aire retumbaba con los gritos de furia y dolor. El metal y la madera de las armas se hacía astillas cada vez que mataban a un skorenoi. Los centauros empuñaban nuevas armas, ya fueran de las que llevaban de repuesto o de las que arrebataban a los muertos, y seguían luchando.
Rhedogar combatía con furor, repartiendo golpes a diestro y siniestro, mientras buscaba a lord Chrethon con la mirada. Perdió la lanza al matar al primer skorenoi, luego la espada y después una guadaña que había arrebatado a un skorenoi agonizante. Finalmente, agachándose a recoger una lanza del suelo empapado de sangre, divisó a su presa. Levantó la lanza y lo retó a gritos. Chrethon, con una salvaje expresión de macabro placer en el rostro y el cuerpo brillante de sangre de centauros, giró en redondo hacia él. Sus ojos se encontraron un instante y cargaron el uno contra el otro.
La lanza de Rhedogar, más larga que la de su enemigo, golpeó primero. Pero en el último instante, Chrethon hurtó el cuerpo y la lanza, apuntada hacia su pecho, le arañó el hombro y topó con los tachones de sus guarniciones de guerra. El astil se rompió y Rhedogar abrió mucho los ojos.
Unos ojos que al instante se vaciaron, con sorprendente rapidez, cuando la lanza de Chrethon le atravesó el corazón.
El centauro de pelaje plateado se derrumbó sin vida. Ululando de delirante placer, Chrethon le arrancó la lanza del pecho y volvió a internarse en la batalla. Ésta continuaba a su alrededor pero los centauros ya empezaban a flaquear y su número disminuía. Aquí y allá, algunos skorenoi conseguían romper sus filas y salir en persecución de la masa de centauros que huía. Chrethon mató a dos guerreros más, una yegua y un semental que apenas llegaban a la mayoría de edad, y cargó hacia adelante, en persecución del enemigo. Por todas partes lo rodeaban skorenoi al galope.
Sin embargo ya era demasiado tarde, y Chrethon, consciente de ello, maldijo para sus adentros. Rhedogar y sus quinientos guerreros habían resistido un lapso de tiempo breve, pero suficiente. Los centauros estaban al otro lado del campo de batalla, avanzaban al galope y sus arqueros disparaban hacia atrás para evitar que los siguieran. Sin aminorar el paso, observó cómo desaparecían entre las sombras de las montañas. Era imposible darles alcance.
Aun así, él y sus guerreros los siguieron hasta las tierras altas. Cogieron a algunos rezagados y los mataron sin piedad: potros muy jóvenes, enfermos, viejos, y algunos guerreros siguiendo el ejemplo de Rhedogar se lanzaban valientemente contra ellos para retrasarlos. Murió un tercio de los centauros de Ithax, ya fuera en el campo de batalla o en las colinas, pero el resto escapó y se perdió en la noche fuera del alcance de Chrethon, cabalgando hacia el oeste. Finalmente, mucho después de que la persecución dejara de dar frutos, levantó el cuerno de guerra y lo hizo sonar tres veces llamando a sus guerreros. Con un gruñido, dio la vuelta e inició el regreso hacia las llameantes ruinas de Ithax.
***
Horas más tarde, cerca ya del alba, cuando las llamas empezaban a morir, Chrethon miraba a su alrededor, observando los cadáveres, tanto de centauros como de skorenoi, que cubrían la tierra del ágora. Se fijó en uno en concreto, caído frente a él, y por primera vez desde la huida de los centauros, sus dientes en forma de aguja parecieron sonreír.
Lord Menelachos había luchado ferozmente, hasta el final. Tenía los brazos rotos y los dedos, hechos trizas. Cuando no encontró más armas con las que luchar, no dudó en matar con las manos. Lo había mutilado la misma magia que rompía cualquier arma que matara a un skorenoi, dejándolo indefenso frente al golpe que le supondría la muerte: un brutal topetazo en la sien que le había aplastado el cráneo. Chrethon se dirigió al grupo de skorenoi que se había congregado en torno al cuerpo.
—¿Quién lo ha matado?
Nadie contestó y Chrethon asintió. Lo más probable era que nunca supiera la respuesta. No importaba.
Leodippos y Thenidor lo esperaban, cubiertos de sangre.
—Quiero que asoléis la ciudad —les susurró—. No debe quedar nada más que cenizas y escombros.
—Así se hará —repuso Leodippos—. ¿Y luego? ¿Qué hay de los supervivientes?
—Habrán huido hacia las montañas, lo más seguro. Cuando acabéis aquí, salid a cazarlos.
El skorenoi de cabeza equina hizo una reverencia.
—Será un honor, señor.
—¿Y yo? —se aventuró a intervenir Thenidor—. ¿Debo unirme a la caza?
—No, Thenidor —dijo Chrethon—. Tú volverás a Sangelior conmigo. Prefiero tenerte cerca, por si te necesito.
Thenidor pareció decepcionado pero le hizo una reverencia igualmente respetuosa y señaló el cadáver de Menelachos.
—¿Qué debe hacerse con eso, señor?
Chrethon se quedó un momento pensando y luego se le dibujó una sonrisa entre cruel y burlona. Se agachó, desenvainó la espada, y apoyó el filo en la cola del jefe supremo. Al oír cómo el acero penetraba en la carne, dejó escapar un suspiro: era el sonido que llevaba diez años esperando oír. Se irguió e hizo un gesto hacia el cuerpo mutilado de Menelachos.
—Poned su cabeza en una estaca —dijo—. Y que Ithax sea la pira del resto de su cuerpo.
Dicho esto, se volvió y salió al galope, sosteniendo en alto la cola del jefe supremo mientras recorría las ruinas.