25

Igual que en la cueva en la que los había dejado la dríade, en la cavernosa prisión de los duendes tampoco había puertas ni túneles. Fanuin y Ellianthe resolvieron el problema volando hacia una pared y haciendo que la roca se escindiera entre chirridos y abriera un pasillo.

A diferencia de los túneles por los que habían viajado con Pallidice, éste tenía las paredes de granito macizo, jaspeado de cristales blancos que reflejaban la luz de los globos. Hacía frío y el ruido de las pisadas reverberaba de una manera extraña. A sus espaldas, la roca rechinaba al cerrarse.

Caramon y Dezra compartían la impaciencia de Trephas. Dado que el tiempo transcurrido allí se multiplicaba por treinta en el Bosque Oscuro, cada minuto que pasaba era un suplicio. El único que parecía estar a sus anchas era Borlos, que se distraía contando y escuchando relatos. Los duendes tenían una insaciable sed de historias nuevas y para ellos, incluso la Guerra de la Lanza era un suceso relativamente reciente, de hacía poco más de un año. Había muchas cosas de las que no habían oído hablar. Ellos, por su parte, contaban a Borlos cosas del pasado remoto. Aunque Fanuin y Ellianthe eran jóvenes, recordaban la gloria de Istar y otros reinos antiguos. Borlos los escuchaba con la mirada perdida y una sonrisa en los labios. Era una sonrisa boba, la misma que lucía después de que la dríade le hiciera entrar en su árbol.

La piedra gris que los rodeaba iba dando paso a un cristal brillante. El ambiente era más cálido. De pronto, sin más aviso que una súbita ráfaga de viento, el túnel daba al aire libre y a un cielo oscuro tachonado de estrellas. Los duendes salieron volando del túnel. Borlos estuvo en un tris de seguirlos, pero Trephas lo retuvo.

—Cuidado —le advirtió el centauro—. Un paso más y habrías tenido que arrepentirte.

Borlos miró hacia abajo, más allá de sus pies, y dio un respingo.

—¿Qué pasa? —preguntó Caramon estirando el cuello para ver.

Dezra se abrió paso empujando con el hombro. Siguió la dirección de los ojos de Borlos y contuvo la respiración abriendo mucho los ojos.

—¡Por los dientes de madera de Huma! —exclamó.

El túnel se interrumpía en mitad de un despeñadero de cristal blanco, muy por encima del suelo. Viendo los sombríos riscos que tenían delante era evidente que estaban en algún punto de las montañas, pero eso era todo lo que Dezra podía decir.

—¡Maravilloso! —gruñó sarcástica.

—¿Dónde están los duendes? —preguntó Caramon.

—Se han ido. Esos malditos bichos nos han dejado aquí tirados —exclamó Dezra, y levantando los brazos preguntó—: ¿Y ahora qué hacemos? ¿Qué pretenden estos duendes, que nos salgan alas?

—Eso mismo dije yo ayer —contestó Trephas riendo—, cuando me llevaron a ver al barón. No os inquietéis: volverán.

Tras lo que pareció una eternidad, oyeron un ruido conocido: el zumbido de sus alas. El ruido fue subiendo de tono y al cabo de un momento vieron surgir de la oscuridad una forma ancha y plana. Caramon entrecerró los ojos intentando ver qué era.

—Parece una manta —dijo.

Cuando estuvo más cerca, comprobaron que era eso exactamente: una manta lo bastante grande para cubrir un lecho real, tejida en azul y dorado. Varias decenas de duendes la llevaban hacia el despeñadero. Cuando estuvieron cerca, la tensaron, descendieron hasta perderse de vista y volvieron a subir, hasta detenerse flotando a un metro del túnel. Fanuin y Ellianthe se adelantaron volando para presentarse ante los compañeros.

—Sería mejor —dijo Ellianthe— que os quitaseis las botas antes de subir a la lugruidh.

Los compañeros miraron atónitos la manta, con el rostro color ceniza.

—No podrá con todos —siseó Caramon—; ni aunque sólo fuera Trephas o yo…

—Era sólo yo, ayer —intervino el centauro—. Y hoy mismo, cuando he vuelto a buscaros. Además, no hay alternativa… es la única manera de ir.

—De acuerdo —dijo Borlos—. Yo montaré el primero.

Se quitó las botas y las lanzó junto con sus fardos. Conteniendo la respiración, se lanzó hacia adelante, al vacío. La lugruidh se hundió levemente cuando aterrizó en ella, pero los duendes enseguida recuperaron la posición. Borlos se volvió hacia los otros y sonrió.

—No pasa nada —dijo—. Venid.

Trephas lo siguió y luego, haciendo un esfuerzo, Caramon salvó el desnivel. Dio un alarido al notar que la lugruidh descendía más de un metro y cayó pesadamente, cuando los duendes ya detenían la caída. Dezra se retorcía las manos mirando la manta con disgusto.

—Vamos, Dez —dijo Caramon, e hizo ondear la lugruidh poniéndose en pie—. Yo te cojo.

—No —dijo Dezra—. Prefiero hacerlo yo sola.

Le hicieron sitio, despejando el área más amplia que pudieron, y ella le tiró las botas a Trephas. Luego, cerró los ojos y respiró hondo.

Justo en ese momento, oyó el chirrido de la fricción de roca contra roca y no necesitó volver la vista atrás para saber que el túnel se estaba cerrando a sus espaldas. Saltó y el túnel quedó tan cerrado como si nunca hubiera existido.

***

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos? —preguntó Caramon a Borlos mientras se deslizaban volando entre montañas. Se habían sentado juntos, arrebujados en las capas para protegerse del viento helado. Dezra y Trephas estaban en la parte delantera de la lugruidh, hablando con los duendes.

—¿Bromeas? —resopló Borlos—. Creo que ni siendo de día, tendría la más mínima pista. Si no fuera por las estrellas, no me atrevería ni siquiera a aventurar que estemos en Krynn.

Caramon levantó la vista. Sin duda, las estrellas seguían todas en su sitio, incluso el lucero rojo que siempre señalaba el norte.

—Bueno —dijo—. Es un consuelo.

Volaron kilómetros y kilómetros, desplazándose en la lugruidh a velocidades sorprendentes. Los duendes no parecían cansarse y mataban el tiempo cantando en su armoniosa lengua una extraña melodía en la que se entremezclaban el gozo y la melancolía con un arte que habría sido la envidia de un arpista elfo. Borlos intentó acompañarlos con la lira pero sus ágiles dedos resultaron demasiado torpes para reproducir la belleza ultraterrena de la canción, por lo que dejó el instrumento a un lado.

Al cabo de una hora —más de un día en el mundo exterior—, vislumbraron una luz en la distancia. Era un resplandor azulado, como el de los globos de luz, procedente de la parte posterior de una cresta entre dos picos nevados. Fanuin y Ellianthe lo anunciaron a voces y la canción de los duendes cambió a una melodía más sencilla y alegre. La lugruidh giró hacia la luz y aumentó la velocidad. Estaban a tan sólo tres kilómetros, dos…, uno…

De pronto se vieron rodeados de duendes que los apuntaban con los arcos levantados. Caramon los miró con desconfianza. Tenía la sensación de que sus flechas no estaban untadas con inofensivos narcóticos.

—No te muevas —le dijo a Borlos.

—No podría moverme ni queriendo —contestó el bardo con voz tensa, con la mirada fija en los duendes.

Fanuin y Ellianthe volaron al encuentro del jefe de los arqueros. Tras una rápida e ininteligible conversación, el comandante gritó a sus hombres:

¡Nadh mhoirra! Fin oc Guithern.

Los duendes arqueros bajaron las armas y se distribuyeron ordenadamente a ambos lados de la lugruidh, que avanzó directo hacia la cresta.

Fanuin voló hacia los humanos quitándose la gorra.

—Siento que os hayan asustado. Goidrach, ese con el que he hablado, es el encargado de vigilar que no entre ningún intruso en la corte de mi padre y, como habéis podido comprobar, cumple fielmente su deber.

—Pero ¿cómo han llegado hasta nosotros? —preguntó Dezra—. No los he visto venir. Han aparecido ahí, de pronto.

Fanuin levantó las cejas.

—¿Eso? Ah, eso es fácil —dijo, y desapareció.

Los humanos se sobresaltaron. Al momento siguiente, Ellianthe aparecía en su lugar, tan súbitamente como había desaparecido su hermano.

—Magia propia de duendes —musitó Caramon.

—Podríamos llamarlo así —replicó Ellianthe—, pero no es tanto un hechizo como una habilidad. Aprendemos a volvernos invisibles igual que el bardo en su día aprendió a tocar la lira. —Desapareció, pero seguían oyendo su voz cantarina—. ¿Lo veis?

—Un talento muy útil —comentó Dezra asintiendo impresionada.

—En efecto —dijo Fanuin reapareciendo sonriente—. Es una pena que no podamos enseñároslo. Pero ¡mirad! Estamos llegando a Gwethyryn.

Pasaron sobre la cresta, casi rozando las copas de abetos que crecían allí. Cuando pudieron ver el otro lado, se abrió ante su vista un amplio cráter en forma de cuenco. Quizás hubiera sido un volcán en un tiempo lejano; pero entonces estaba cubierto de una espesa alfombra de hierba que se extendía entre los árboles, en su mayoría abetos, aunque también había algunos álamos y fresnos. El ondulante mar de hojas habría podido competir en belleza selvática con el Bosque Oscuro. De los árboles pendían cientos de globos de luz que inundaban el bosque con su resplandor azulado. Nubes de polillas y otros insectos zumbaban a su alrededor.

No eran los únicos seres voladores, sin embargo; cientos de duendes aleteaban tanto por encima de los árboles como entre la fronda, y sus alas plateadas refulgían al reflejar la luz. Todos llevaban ropas de colores vivos: amarillo y naranja, verde guisante y azul cielo, rojo subido y violeta. La mayoría eran jóvenes, con el pelo rubio o color cobre, pero algunas tenían mechones blancos que delataban su mayor edad. Todos ellos llevaban espada y muchos cargaban aljabas de flechas a la espalda.

En cuando la lugruidh llegó al valle, se empezó a reunir una muchedumbre, zumbando como si fueran langostas en su afán por ver a los gigantes, aunque fuera de lejos. Goidrach ordenó a sus hombres que abrieran un camino. Durante varios minutos, mientras pasaban entre el enjambre, los compañeros no pudieron mirar hacia ningún sitio sin encontrarse con la mirada entre curiosa y suspicaz de aquellas criaturas aladas.

—¿Dónde viven? —preguntó Borlos—. No he visto nada que se parezca a una casa edificada sobre un terreno.

—Eso es porque no viven en el suelo —repuso Ellianthe—. La mayoría hacen sus casas en las grietas de las cimas de las montañas. Allí tienen sus campos de musgo, donde cuidan de sus rebaños de escarabajos y abejas. Los que tienen otros oficios o mantienen relación con el barón viven aquí, en los árboles: ya sea dentro del mismo tronco o entre las ramas.

—¿De verdad? —se sorprendió Caramon—. Eso me recuerda a Solace, la ciudad de donde vengo.

—¡Claro! —dijo Fanuin riendo, divertido—. ¿De dónde crees que sacó tu gente la idea de construir las casas sobre los vallenwoods? No sois los primeros humanos que visitáis este lugar.

Pronto dejaron atrás el resplandeciente bosque y volvieron a flotar en la oscuridad. Ahora, no obstante, oían un rumor de agua a sus pies. Al asomarse por el borde de la lugruidh, vieron las estrellas bajo la manta, reflejadas en la superficie de un lago de aguas oscuras. Sobre el agua, formando remolinos, había una fina capa de niebla.

A medio camino, sobre el lago, columbraron otro brillo entre la neblina. Se erigía por encima de la superficie del lago, alto como la torre de vigía de un castillo. Al acercarse, pudieron apreciar mejor la naturaleza de la fuente de luz. Era un risco de obsidiana que surgía de entre las aguas. En el extremo más alto crecían varios abetos de los que colgaban docenas de globos de luz, cuyo resplandor reflejaba la piedra pulida.

—¿Ahí es donde vive el barón? —preguntó Dezra haciendo un esfuerzo por expresar hastío, pero un temblor en la voz la traicionó.

—Así es —dijo Fanuin—. Su morada está en las ramas más altas del árbol más alto. Allí nos espera.

Una veintena de duendes alados, vestidos de violeta y armados con arcos blancos, salieron del risco a recibirlos. Goidrach intercambió unas palabras con su jefe, llamó a sus arqueros y dio media vuelta para volver a cruzar el lago. Los duendes vestidos de violeta también hablaron un momento con Fanuin y Ellianthe antes de rodear la lugruidh mientras descendía hacia los abetos. Al acercarse al risco, distinguieron las dependencias del barón, anidadas en una plataforma construida en torno al esbelto tronco del abeto.

Era una construcción pequeña pero muy hermosa, un enclave de edificios en miniatura, con grandes ventanas y techos abiertos. Por todas partes se veían duendes vestidos de violeta, yendo de un edificio al otro. Del techo del edificio más grande surgió un grupo de duendes con el pelo plateado, que voló al encuentro de la lugruidh. Uno de ellos, resplandeciente de amatistas y marfil, recibió con una cálida sonrisa a Fanuin y Ellianthe, a los que abrazó por turno.

—Me alegra volver a veros, hijos míos —dijo el barón Guithern, cogiendo sus manos. Miró más allá de ellos y vio a Trephas—. Y a ti también, amigo centauro. ¿Son ellos, entonces, los humanos de los que me has hablado?

—Así es, majestad —repuso Trephas haciendo una reverencia. Los otros hicieron lo mismo, excepto Dezra, que se limitó a inclinar la cabeza. Trephas frunció el ceño al verlo pero continuó diciendo—: Caramon Majere, un héroe de cierto renombre entre los mortales, su hija Dezra y Borlos de Solace.

—Ah, sí —dijo Guithern sonriendo a Borlos al tiempo que le tendía la mano—. El narrador de historias que ha estado difundiendo canciones entre los guardas del interior de la montaña. Me gustaría oír alguna si hay tiempo. —Dejó entonces al bardo, que parecía a punto de estallar de satisfacción, y se volvió hacia Caramon—. De ti también, me acuerdo, Majere, y vuelvo a pedirte disculpas. Una flecha en la grupa no es manera de dar la bienvenida.

—Oh, bueno —dijo Caramon sonrojándose—. No ha sido nada, al fin y al cabo. Me sentaré de un modo extraño durante un par de días pero eso es todo.

Guithern rió y, dando unas palmadas, proclamó:

—¡Excelente! Ahora, me temo, que no hay espacio suficiente para todos, aparte de que estoy seguro de que no estáis muy cómodos en un lugar tan alto, así que he dispuesto que nos reunamos abajo, en el pico del risco. Os han preparado comida, leche y aguamiel. Cuando estéis saciados, me uniré a vosotros y seguiremos hablando.

Con eso, se retiró hacia su hogar. Los otros ancianos se fueron tras él, y Fanuin y Ellianthe con ellos. Cuando hubieron desaparecido, la lugruidh descendió deslizándose hacia la cima del cerro.

—Gracias a los dioses —dijo Caramon a Borlos—. Al fin, tierra firme. Y comida, además. No he comido desde el festín que nos preparó la dríade. Y diría que no le harás ascos a uno o dos frascos de aguamiel, ¿eh?

Pero el bardo no lo escuchaba; miraba hacia otro lado, más allá del brumoso lago. En la otra orilla, el poblado de los duendes titilaba entre la niebla. Por las mejillas le corrían lágrimas que brillaban como zafiros a la luz azulada.

—¿Ei? —le llamó Caramon dándole un codazo—. ¿Estás bien?

El bardo lo miró sin reconocerlo en un primer momento. Luego, parpadeó y dijo:

—Lo siento, grandullón. Es sólo que… no sé. Hay algo en este lugar… Es tan hermoso… Solace es una ciudad agradable pero ¿cómo puedo volver después de ver esto?