La primavera pasó y llegó el verano. El Bosque Oscuro se oscureció todavía más al aumentar el follaje de los árboles. En todo ese tiempo, a Ithax no había llegado noticia alguna de Trephas ni de los humanos que lo acompañaban.
Al principio, los centauros habían alimentado grandes esperanzas. El Círculo había mandado más exploradores creyendo inminente el retorno de Trephas. Esperaron tres semanas, pero fue en vano. Después, Arhedion pidió permiso para ir a la arboleda de Pallidice una vez a la semana y buscar alguna señal de los viajeros. Así lo hizo durante los dos meses siguientes. Testarudo, no quiso abandonar la esperanza, hasta que, quince días antes, al volver de otra visita infructuosa, Nemeredes el Viejo le salió al encuentro en las puertas de Ithax. El joven explorador no tuvo más que ver el sufrimiento que reflejaba el rostro del anciano jefe para comprender.
—Mi hijo no volverá —le dijo Nemeredes con la voz ronca de pena—. No volveremos a verlo, ni a él ni a los humanos. Hiendealmas no volverá a pertenecemos. Sé que erais su amigo, Arhedion, pero debéis dejarlo ir.
Desde entonces, Arhedion no había vuelto a Pallidice. Había tenido otros deberes que cumplir. La situación había empeorado en el Bosque Oscuro. Los skorenoi seguían avanzando, matando a todos aquellos que no podían capturar para entregárselos a Leño Terrible. En cada ataque, ganaban un trozo más de bosque, en el que se extendía la corrupción del árbol demonio. Zonas en las que los centauros habían cazado durante milenios ahora se habían envilecido y contaminado.
A pesar del creciente poder de Chrethon, los centauros persistieron en su actitud desafiante, luchando con ardor y matando a dos skorenoi por cada centauro que caía. Sin embargo, no era suficiente; el número de sus enemigos era demasiado grande para que pudieran resistir indefinidamente.
Hablaron de enviar a otro comisionado en busca de ayuda humana. Pleuron y Nemeredes defendieron la idea pero Eucleia se opuso con argumentos de peso, y Menelachos, en contra de sus sentimientos, se vio obligado a darle la razón, y eso zanjó la cuestión. Los centauros del Bosque Oscuro resistirían o caerían sin ayuda exterior.
Hacía cuatro días, menos de una semana antes del Solsticio de Verano, los skorenoi habían atacado y matado a varios pastores, así como a sus rebaños y familias. En sí, no era nada nuevo pero los pastores vivían a menos de medio camino de viaje de Ithax. Ultrajado, el Círculo había enviado a un centenar de guerreros, comandados por Zerian, hijo de Menelachos, con órdenes de vengarse. Ellos también habían desaparecido, sin dejar más que unos cuantos cadáveres sanguinolentos dispersos por las colinas, un festín para los cuervos.
Ahora habían enviado a Arhedion a la cabeza de cincuenta centauros. Se internarían en territorio enemigo, pero no para luchar, como la partida anterior, sino para espiar al adversario. Avanzando entre los árboles, Arhedion se preguntaba si Zerian habría sentido tanto miedo como él sentía en aquellos momentos.
El sol estaba alto y entre el follaje penetraban lanzas de luz cuando dio el alto junto a un torrente.
—Comida y vino —dijo a sus hombres—. De aquí a diez minutos volvemos a ponernos en camino.
Agradecidos, los exploradores se detuvieron para comer. Arhedion ordenó a seis de ellos que hicieran guardia, y mandó a dos más por delante para asegurarse que no les esperaba ninguna emboscada. Luego destapó un frasco de vino y devoró un puñado de olivas, escupiendo los huesos hacia los arbustos. Estudiando la maleza sintió que le picaba el cuero cabelludo. Había algo que no era normal. Hizo un gesto a una esbelta yegua negra.
—¡Iasta! ¡Venid!
Iasta era el miembro de la parada que mejor conocía el bosque, mejor que nadie que Arhedion supiera. Se acercó bebiendo vino mientras trotaba.
—¿Qué ocurre?
—El bosque. Tiene algo raro; ¿no lo habéis notado?
—Ciertamente —convino Iasta en tono grave—. Hace casi dos kilómetros que ha cambiado. ¿Queréis que lo estudie más de cerca?
Arhedion asintió y los dos se acercaron a un álamo joven. Iasta sacó un cuchillo y cortó una tira de corteza. La olió, rompió un trocito y se lo metió en la boca. Enseguida lo escupió haciendo muecas de asco. Volvió a levantar el cuchillo e hizo tres cortes en la madera que había quedado expuesta. Brotó una savia marrón y oleosa, y con ella, unos diminutos gusanos blancos que cayeron, retorciéndose, al suelo.
—¡Piedras y herraduras! —exclamó Arhedion.
—Tal como esperaba —dijo Iasta, limpiando el cuchillo en un helecho—. Es la magia de Leño Terrible. Todavía no es muy fuerte, pero es inconfundible. En los alrededores de mi pueblo, los árboles se pusieron así, hace tres años, y al cabo de una estación, ya no tenían remedio.
Arhedion tragó saliva. El Círculo querría saberlo. Quizá debiera enviar a un par de mensajeros de vuelta a Ithax…
Nada más pensar eso, el ruido de cascos le advirtió que alguien se aproximaba. Dio un silbido de alerta y sus guerreros dejaron los paquetes de comida y los frascos de vino para coger las armas, no fuera a ser que se tratara de skorenoi.
No lo eran; eran los dos exploradores que Arhedion había enviado por delante. Salieron de entre la maleza con las caras sofocadas y respirando ruidosamente pero, al ver las lanzas y flechas apuntadas hacia ellos, se detuvieron.
—¡No disparéis! —jadeó uno de ellos, una yegua de pelaje alazán y pinturas de guerra en los flancos—. Bajad las armas. No nos han seguido.
—¿Seguido? —preguntó Arhedion haciendo restallar la cola—. ¿Quién?
El compañero de la yegua amarilla, un semental gris con la cabeza rapada, salvo una trenza blanca sobre la oreja izquierda, se aclaró la garganta.
—Skorenoi —dijo.
Arhedion notó que se le ponía la piel de gallina y resopló.
—Mostradme el camino. Quiero verlos con mis propios ojos.
Esperó a que los exploradores recuperaran el aliento y llamó a Iasta y a una docena de centauros más para que los acompañaran. Cabalgaron media legua hasta un risco donde crecían grandes pinos.
—No hagáis ruido —les advirtió la yegua alazana antes de iniciar el ascenso.
Era una ascensión difícil: el risco era escarpado y el suelo estaba cubierto de pinaza que resbalaba bajo los cascos. Consiguieron subir sin hacer el mínimo ruido y se agacharon detrás de la cresta rocosa. Con una flecha preparada en el arco, Arhedion asomó por encima del borde y miró el ancho valle que se abría a los pies del risco.
—Por los bigotes de Chislev —siseó.
El valle estaba cubierto de robles y álamos temblones pero lo que había bajo sus hojas era inconfundible. El bosque estaba infestado de skorenoi: había miles.
—Parece un ejército —murmuró Iasta con voz insegura.
Arhedion asintió con la cabeza al tiempo que un escalofrío le estremecía el cuerpo.
—Será mejor que volvamos a Ithax.
Imposible saber qué los había delatado. Pudo haber sido el tintineo de los arreos de guerra o el reflejo de la luz del sol en una flecha, o incluso el olor, transportado por el viento hasta el valle. Fuera lo que fuese, los cuernos de alerta sonaron cuando Arhedion y los otros descendían del risco. De inmediato, oyeron el retumbo de cascos que avanzaban en dirección a ellos.
Arhedion maldijo mirando a su alrededor. Varios de sus exploradores se habían quedado petrificados de miedo.
—¡Moveos! —gritó agitando los brazos—. ¡Corred! ¡Vamos!
Se lanzaron risco abajo, haciendo saltar nubes de pinaza. Arhedion perdió la mitad de las flechas del carcaj en un brusco aterrizaje. Iasta le tiró del brazo y los dos salieron al galope hacia el bosque. Los otros exploradores también corrían desenfrenados entre los árboles. Al poco, empezaron a lloverles flechas. Arhedion miró hacia atrás y vio que el risco estaba atestado de arqueros skorenoi. El explorador de pelaje gris gruñó y se derrumbó al suelo con una flecha entre los hombros. Iba a levantarse cuando otra flecha le horadó el cráneo.
El pánico se apoderó de los centauros que, aullando, salieron a galope tendido. Una flecha arañó el hombro de Arhedion, haciendo brotar una línea de sangre; otra se rompió contra el arnés. Siguió corriendo sin hacer caso.
Cuando finalmente cesaron los disparos y los centauros se atrevieron a aminorar el paso, vieron que la mitad había caído, Iasta incluida. Por muy mal que lo hiciera sentirse, Arhedion resistió la tentación de regresar. Algunos de los otros centauros empezaban a dar la vuelta, sin duda impelidos por la misma exigencia moral.
—¡No! —les gritó—. ¡Están muertos! ¡Volvamos junto a los otros!
Así lo hicieron, con el corazón retumbándoles en el pecho. Hicieron una breve pausa para reunir al resto de la partida y siguieron adelante. Finalmente, después de galopar durante más de una hora, redujeron el ritmo de la marcha.
—¡Los hemos perdido! —dijo uno de los exploradores—. ¡Han abandonado la persecución!
—No —repuso Arhedion sacudiendo la cabeza—. Nos seguirán, antes o después, hasta Ithax. Esto es sólo el principio.